La Asamblea Nacional venezolana ha llegado a extremos en estos días que ni en los peores momentos del corrupto senado del imperio romano, golpeando y pateando incluso a mujeres indefensas.
En la década de los sesenta del siglo pasado, cuando las guerrillas en las montañas y ciudades sembraban el terror y la violencia en Venezuela, con el apoyo abierto de La Habana a través de “internacionalistas” como los después generales cubanos Arnaldo Ochoa Sánchez, Ulises Rosales del Toro y Raúl Menéndez Tomassevich, entre otros, los cuerpos legislativos del país siguieron siendo ejemplo de conducta civilizada y respeto a la legalidad, y en sus reuniones, donde participaban legisladores del Partido Comunista y otras agrupaciones vinculadas a la lucha armada, se discutía abiertamente, se proponía legislación, y se llegaba a acuerdos, sin que a nadie se le ocurriera que debería golpear a quienes votaban en contra de la mayoría, y mucho menos si se trataba de mujeres.
Sin embargo, en estos días todos esos principios elementales de convivencia democrática se han venido abajo en Venezuela, y las salas de la Asamblea Nacional cada vez se parecen más a las calles de la Cuba castrista donde el “pueblo enardecido” arremete contra disidentes de ambos sexos cada vez que los aparatos represivos consideran necesario hacerlo.
En honor a la verdad, en vida de Hugo Chávez no se llegaba a esos extremos: el caudillo imponía su voluntad y sus arbitrariedades a gritos, amenazas e insultos, pero no se llegaba a la violencia física en los recintos de la Asamblea. No hacía falta.
El gobierno de Nicolás Maduro, proclamado presidente con una exigua minoría que la oposición cuestiona como fraudulenta, y que demuestra la polarización extrema del país, se siente débil y temeroso, y añora la fortaleza con que se comportaba el teniente-coronel de Barinas durante los casi catorce años que ejerció el poder, hasta su muerte. Pero ni el liderazgo ni el carisma se heredan.
La oposición se ha negado a reconocer la victoria de Maduro sin un recuento de votos, que el Consejo Nacional Electoral no pretende realizar, pero el oficialismo se las agenció para presentarse como justo vencedor ante los gobernantes latinoamericanos que asistieron o enviaron sus representantes a la toma de posesión del nuevo gobierno el pasado 19 de abril, y los gobiernos del continente que no dieron su bendición al heredero de Chávez tampoco lo rechazaron abiertamente.
Henrique Capriles se refiere despectivamente a Nicolás Maduro como el “Gran Enchufado”, y opositores en la Asamblea se niegan a reconocerlo como Presidente. El contragolpe oficialista es brutal.
No hay odio más abyecto que el del imbécil que cree cuestionado su poder, escribía André Malraux en La Condición Humana, y Nicolás Maduro es un ejemplo de esa lapidaria descripción, no porque sea un imbécil, sino porque es un mediocre, y siente inseguridad ante los cuestionamientos de la oposición, sabiendo que hubo fraudes en las elecciones, si no de robo de urnas o abiertos pucherazos al estilo del mítico San Nicolás del Peladero, al menos al haberse diseñado por el chavismo un mecanismo electoral para que la oposición nunca pudiera triunfar. En realidad los chavistas desean una Asamblea Nacional como la castrista, donde la unanimidad es la norma.
El no reconocimiento público de Nicolás Maduro como presidente por parte de diputados opositores es un reto muy significativo que puede crear tensiones y violencias aun mayores que las ya vividas, pero la solución que se le ha ocurrido a Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea y compinche —por el momento— del flamante nuevo presidente venezolano, de no dar la palabra a los diputados opositores, además de proponer retirarles el sueldo, atropellos que se imponen fácilmente gracias a la mayoría de legisladores oficialistas que no consideran necesario respetar las leyes y las normas de la democracia, llega a extremos que en nada contribuyen a solucionar el problema.
En términos de técnicas de negociación, la actitud del oficialismo venezolano en la Asamblea Nacional es un clásico ejemplo de cómo NO se debe proceder cuando se pretende solucionar un conflicto entre posiciones diferentes. Refleja a la perfección los conceptos políticos de personajes como Adolfo Hitler, Idi Amín Dada, José Stalin, Fidel Castro, Kim Jong-un, Pol Pot o Muamar el Gadafi sobre cómo manejar a los que se enfrentan al poder: primer paso, presiones sutiles o intentos de soborno con algún tipo de zanahoria moral o material, siempre que estimule el ego; segundo paso, amenazas abiertas, sin demasiada diplomacia ni lenguaje elegante; tercer paso: violencia física directa sin contemplaciones de ningún tipo, que puede llamarse desfile de camisas pardas, visitas de la KGB o la Stasi, mítines de repudio en plena calle y a la luz del día, revolución cultural, internamiento en campos de “reeducación”, o simplemente el tiro en la nuca en los sótanos de una mazmorra, dejar morir a un prisionero en huelga de hambre, o un paripé de juicio justo y a continuación un fusilamiento “ejemplarizante”.
Por ese camino se podrá mantener el poder a sangre y fuego, pero nunca se edificará una nación, independiente del lenguaje incendiario y “revolucionario”: así no se construye una nación donde se respeten el Estado de derecho, las libertades individuales y la convivencia democrática. Una nación donde valga la pena vivir y esforzarse para salir adelante, personal y socialmente.
Por ese camino, solamente se podrá desarrollar una “revolución”, y ya sabemos lo que significa y lo que trae por resultado en nuestros días, sea en Cuba, Venezuela, Siria, Irán o Corea del Norte: crisis económica, sociedades divididas, militarismo, intolerancia, caudillos, ineficiencia, miseria, separación familiar, presos políticos, exiliados, odio, violencia.
Eso es lo que ocurre cuando llegan al poder los malandros disfrazados de revolucionarios —valga la redundancia.
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