jueves, abril 18, 2013

Venezuela: el poder, la razón y la fuerza

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Venezuela está demostrando en estos días las diferencias entre la fuerza y la razón para alcanzar y mantener el poder.
Parecía que Nicolás Maduro tenía todo a su favor para obtener una cómoda ventaja en las elecciones presidenciales del pasado 14 de abril. Aunque era más difícil perderlas que ganarlas, casi las pierde: la magra ventaja reconocida, después de perder cientos de miles de votos en pocas semanas, resulta ridícula. En el pasado artículo opinaba que Maduro obtendría un 11 % o más de ventaja, dadas todas las condiciones a su favor. No creí, aun sabiendo que él no era una lumbrera, que fuera tan torpe en una campaña política tan corta. De haber durado una semana más la contienda no hubiera podido robarle las elecciones a Capriles.
¿Qué tenemos ahora? La legitimidad de Maduro es dudosa, pero tiene el apoyo de muchos gobernantes latinoamericanos, y los que no lo apoyan tampoco lo condenan: cuando más, solicitan tímidamente un recuento de votos. El gobierno insiste en que el mismo domingo se auditó el 54 % de los votos, y que no hay que recontar más nada. Los países beneficiarios del chavismo no van a corregir a quien envía petróleo subsidiado. Los poderes estatales, que en una verdadera democracia son independientes, pero no en Venezuela, ungieron a Maduro como Presidente electo, y lo juramentarán el 19 de abril, ante la presencia de muchos gobernantes amigos.
Tal vez Henrique Capriles, queriendo defender una victoria que siente que le han escamoteado, no se cuidó lo suficiente para no caer en una trampa: el martes tuvimos noticias de siete muertos y varias decenas de heridos durante manifestaciones de protesta, y de inmediato el oficialismo tildó a la oposición de “golpistas” y de provocar sangre y muerte de venezolanos. Con ello Nicolás Maduro, bajo el pretexto de proteger la paz y la democracia, prohibió tajantemente otras manifestaciones que se preparaban. Ahora se pretende inculpar judicialmente a Capriles y otros oposicionistas a causa de esas muertes, lo que podría llevar a serias condenas de cárcel en caso de ser considerados culpables, lo que en Venezuela no sería un problema si el gobierno así lo desea.
Maduro tiene la fuerza, y la utiliza. Como no cuenta con un mandato ganado con una mayoría evidente, como aquellas que lograba Chávez —como quiera que lo hiciera— necesita reprimir. A nada le temen más los hermanos Castro que al pueblo en la calle protestando, y sus alumnos se saben bien la lección: los gases lacrimógenos se disuelven, las imágenes de las palizas se olvidan ante nuevas imágenes en los medios, y hasta los muertos van quedando cada vez más lejos en el recuerdo, pero un pueblo sublevado en las calles puede terminar linchando a Benito Mussolini o fusilando a Nicolae Caesescu, y ese riesgo no se puede correr. “Las calles de Venezuela pertenecen al pueblo”, dice el gobierno, nada original, repitiendo el slogan cubano.
Capriles aspira a la legitimidad y la razón, pero no tiene la fuerza. Gritando, manoteando, no logrará nada. Ninguneó a Maduro durante la campaña, de quien no mencionaba su apellido: “Nicolás, no te vistas que no vas”. De la misma manera, Ramón Guillermo Aveledo, el secretario de la Mesa de Unidad Democrática, se refería al “encargado” como si fuera el conserje de un edificio, y no el Presidente encargado, el cargo oficial.
Ahora “el autobusero”, con el apoyo de la maquinaria estatal y la fuerza de su lado, se siente invencible en el terreno de las bravuconerías y las trampas, y no le importa en lo más mínimo la razón que pueda tener su oponente, que de entrada canceló las marchas de protesta previstas y llamó a cacerolazos, ruidosos pero poco efectivos. El gobierno contraatacó diciendo que eso era lo que hacían los simpatizantes de Pinochet en Chile: por carácter transitivo, quienes protesten contra el gobierno en Venezuela son golpistas. A lo que le añaden que también son “fascistas”. Y en la Asamblea Nacional se despoja de sus cargos a los diputados que no reconocen a Maduro como Presidente.
Capriles pide un diálogo con el gobierno para resolver la situación, pero no lo tendrá. Al diálogo llaman quienes pueden lograr algo por la fuerza pero por alguna razón les interesa evitar una confrontación: ese no es el caso de la oposición venezolana. Maduro no tiene interés en dialogar con una oposición a la que puede aplastar. Lo mismo que sucede en La Habana.
No sería mala idea que Capriles buscara buenos abogados para enfrentar lo que se le prepara, o tal vez hasta una embajada amiga que le acoja, pues el gobierno lo acusará de instigador de la violencia y las muertes posteriores a las elecciones, de pretender desconocer la democracia y los resultados electorales. Ya Maduro lo dijo públicamente: “Usted señor amarillo se ha portado fuera del marco de la Constitución y la ley y tiene que responder ante la Constitución, ante la historia y ante la ley, porque usted es responsable de los muertos que hoy estamos velando… Usted es responsable de los muertos que hoy estamos velando, se lo digo yo, presidente de la República y usted tiene que responder por todo lo que hizo”.
Ilustres venezolanos fueron antes a la cárcel o todavía están en ella por similares pretextos y causas. Sería injusto, pero Capriles podría pasar de candidato opositor a preso en poco tiempo, porque es un peligro para su gobierno. En Cuba sobran asesores “jurídicos” para que el gobierno chavista fabrique las acusaciones necesarias, aunque en 14 años de “revolución” ya en Caracas han aprendido bastante sobre el tema.
Quienes contaban con la Fuerza Armada como garante de la democracia, divagaban. Los más altos mandos están comprometidos con el chavismo hasta el tuétano, y los mandos subordinados respetan demasiado la institucionalidad y temen ser considerados golpistas si intervienen de alguna manera para alterar el curso de los acontecimientos. Quienes aseguraban que la demora en dar los resultados la noche de las elecciones era porque los militares estaban “negociando” con el gobierno para que reconociera el triunfo de Capriles, una vez más demostraron su despiste.
En el sur de La Florida y Madrid se ha dicho que hay preocupación en el gobierno cubano por la victoria pírrica de las elecciones. No es así. Hay desengaño, pues no pensaban que Nicolás Maduro pudiera ser tan bruto. Pero nada más. Para La Habana, como para Caracas, ya todo se enfoca como asunto concluido, una “trascendental” victoria que garantiza la “continuidad de la Revolución bolivariana” hasta el 2019. Y Raúl Castro “termina” en el 2018. Ya Maduro reiteró que “se seguirán fortaleciendo las relaciones con Cuba”. Business as usual. Hallacas y ron, Guantanamera y Alma Llanera, arepas y mojitos, todo mezclado. Mientras haya recursos para que no se acabe la fiesta.
Complejo y difícil futuro para los venezolanos, con una crisis económica que ya tienen encima y una “dictadura constitucional” que se afianza, que acusa a Washington de cualquier cosa y alaba a La Habana por cualquier motivo.
Es pura realpolitik: no importa que “los buenos” tengan la razón cuando “los malos” tienen la fuerza y el poder.

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