Vicente Echerri
Aunque he olvidado su nombre —¿Julián, Francisco, Anselmo?—, conservo en la memoria el rostro risueño y coloradote de un campesino que iba mucho por casa hacia fines de los años sesenta, a quien mi madre llamaba “Guajiro” y yo —a sus espaldas, por supuesto— “El Muerto”.
El apodo con que lo bauticé hubiera parecido, a simple vista, contradictorio, pues pocas personas he conocido con tanta vitalidad. No obstante ser algo grueso, aquel hombre, que tendría poco más de cuarenta años, desplegaba una agilidad y una energía que sólo pueden originarse en la buena salud. A ésta unía una simpatía y un entusiasmo que enmascaraban muy bien el horror del que había sido víctima pocos años antes.
El Guajiro había estado entro los primeros campesinos que se alzaron en armas en el Escambray. Había pertenecido a la guerrilla de Osvaldo Ramírez, con quien había participado en algunas acciones notables. Una de las veces en que Ramírez burló el cerco del Ejército, el Guajiro, que estaba entre los hombres que le cubrieron la retaguardia, fue herido y capturado. Los soldados lo trasladaron al hospital de Manicaragua, donde no tardaron en empezar a intimidarlo.
—Tienes que reponerte, para que puedas ir por tus propios pies al paredón —nos contaba que le decía a diario uno de los enfermeros militares que lo atendían—, no nos puedes hacer la mierda de morirte en la cama.
Él pensó suicidarse para no esperar por el grotesco fin que le anunciaban y, en una ocasión, hasta llegó a arrancarse los vendajes y el suero intravenoso, después de lo cual lo ataron y lo mantuvieron custodiado el resto del tiempo. Aunque tenía una herida grave en una pierna —de la que quedaría cojeando un poco— su cuerpo respondió positivamente y, semanas después, reaprendía a caminar en los pasillos del hospital. Cuando estaban por darle de alta, lo trasladaron al campamento de Condado, donde empezaron sus interrogatorios.
—Yo trataba de hacerle ver al investigador que de mí tenía muy poco que sacar —nos dijo más de una vez cuando, presionado por mi curiosidad, contaba nuevamente su historia—. Que yo no era más que un guajiro que no aceptaba que le vinieran a ordenar la vida, que por eso me alcé; pero que no había conspirado con nadie ni pertenecía a ningún movimiento clandestino.
Sin embargo, no lograba convencerlos de su poca importancia y, durante dos semanas, cuatro investigadores se turnaban en un interrogatorio interminable para que no pudiera descansar ni un momento. Sólo podía dormir cuando iba al inodoro y aprovechaba la oportunidad para recostarse un ratito de la pared hasta el momento en que el guardia, impaciente, lo despertaba a sacudidas. Al cabo de unos días estaba inmerso en un permanente estado de fatiga en el que la muerte podría ser un alivio, muerte con que los investigadores no dejaban de amenazarlo.
—¡Con que te atreviste a levantarle la mano a la Revolución! ¿Eh?, pues, para que lo vayas sabiendo, eso lo vas a pagar con tu vida.
El sabía que las amenazas de matarlo no eran vanas y que muchos de sus compañeros de lucha habían sido ejecutados sin que mediara siquiera una parodia de juicio, de suerte que la noche en que le avisaron que lo fusilarían no se sorprendió demasiado. Como a las 7, uno de los oficiales había venido a su celda y le había dicho:
—Te fusilamos esta noche, pide lo que quieras de comer.
Las dos o tres veces que le oí contar la historia, yo no podía dejar de preguntarle cuál había sido su impresión, qué experimenta uno en esas circunstancias.
—Francamente, sentí miedo, pero el cansancio era más fuerte. Le dije al guardia que se olvidara de la comida y que me dejaran dormir por un rato. Él no podía entenderlo.
—No sé por qué te apuras. Dentro de poco vas a dormir bastante.
Pese a todo, dormía cuando fueron a buscarlo. Traían esposado a otro reo, a quien no conocía. A él también le pusieron las esposas y a ambos los subieron a un jeep que partió seguido por una camioneta con soldados: los integrantes del pelotón ejecutor.
Al cabo de dos o tres kilómetros, se detuvieron en medio del campo, junto a la tapia del viejo cementerio del pueblo. Había otro camión estacionado en el lugar. Cuando bajaron a los dos prisioneros, los faros de todos los vehículos se encendieron.
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