Un breve viaje del Consejo de Estado al Departamento de Refugiados.
"Todo ciudadano tiene derecho a dirigir quejas y peticiones a las autoridades y a recibir la atención con respuestas pertinentes y en el plazo adecuado, conforme a la ley", dice el Artículo 63 de la Constitución de la República, reproducido sobre una pared en el Departamento de Atención a la Población del Consejo de Estado, en la calle Hidalgo, entre 6 y 4, lejos del Palacio de la Revolución.
"Para limitar el acceso a Palacio de tanto público, ahora está allá", me dijo un guardia cuando pedí ser recibido.
"¿Y viene mucha gente a quejarse por aquí?", pregunté.
"¡Imagínese… por aquí pasa gente de toda Cuba!", dijo el guardia.
La sala de espera de Atención a la Población del Consejo de Estado es amplia, climatizada, con 28 sillas, de las que solo unas pocas estaban ocupadas en la mañana del lunes 1 de abril. A decir verdad, poco después me encontraría con muchísimas más personas en el Departamento de Refugiados de la Sección de Intereses de Estados Unidos, en Malecón y J.
Atrincherada detrás de su computadora, una funcionaria intenta atender la queja no resuelta de una mujer en representación de trabajadores tabacaleros. "Hay quincenas en las que ellos solo han cobrado cinco pesos", dice la mujer. Pero apenas si la funcionaria puede atenderla, el teléfono no para de sonar. Gente de Holguín, de Pinar del Río, de Santiago de Cuba, quiere respuestas que la empleada busca en su base de datos, pero que nada aclaran porque "el Consejo de Estado no da respuesta, sino que remite los asuntos de los ciudadanos a las instituciones correspondientes", no cesa de repetir.
Alguien llega y me dice: "Venga". La mujer viste con sobria elegancia. "¿Usted y yo nos conocemos?", dice. "Quizás", respondo.
Me comenta que allí tienen 18 lectoras para reseñar la montaña de escritos que cada día reciben: "Hemos leído su carta dirigida al general del Ejército Raúl Castro, en la que hace referencia a varios asuntos; por consiguiente, consideramos oportuno imponer al Ministerio del Interior y al Ministerio de la Agricultura lo que a cada uno compete", me había escrito María del Carmen Sedeño, Jefe de atención a la Población, el 22 de febrero de 2011.
"¿No le han dado respuesta?", comienza diciendo la mujer de traje rosado que ahora tengo delante, para luego afirmar: "Puedo llamar al Ministerio de la Agricultura para que lo atiendan ahora".
"¿Ahora…? ¿Luego de más de dos años de silencio ante un delito de perjurio?".
"Perjurio es una palabra fuerte", replica la del traje rosado, por lo que pregunto: "¿Y tiene otro calificativo prestar declaraciones falsas o dejar de decir lo que se sabe acerca de lo que se interroga?".
"Usted sabe que el Consejo de Estado no responde por las instituciones, aquí solamente orientamos a los ciudadanos a cuál institución deben dirigirse, e informamos a esas instituciones de lo que de ellas plantean los ciudadanos para que les den la respuesta debida", dice.
Pienso decir a esta funcionaria, encargada de responder por la más elevada institución del Gobierno de mi país, que eso está bien, pero que no es todo, sino simplemente lo más elemental del asunto pues, entre otras atribuciones, el Consejo de Estado debe dar a las leyes vigentes, cuando sea preciso, una interpretación general y obligatoria y no dejarlas al arbitrio de tal o cual funcionario, por muy encumbrado que este sea. Sí, eso pienso decir, pero en cambio digo:
"Sí, es como si a los parientes de la víctima los enviaran a entenderse con el asesino."
La mujer teclea en su computadora y cuando concluye pregunto:
"¿Debo firmar mi declaración?".
"No, si no le he tomado declaración", dice. Y le contesto deseándole que tenga un buen día. Me levanto y atravieso la Plaza de la Revolución desierta, comienzo a desandar las calles de La Habana. En esta ciudad, amé, tuve un hijo, planté rosas y escribí libros; ahora voy con el morral vacío. En mi tierra no puedo ni abrir un surco, ni tomar una paloma, amenazándome con la cárcel me lo han negado todo, hasta escribir estas palabras.
Caminando llego al Malecón, se acabaron las calles de La Habana. En J entre Malecón y Calzada, hay una marea humana. En cuatro filas aguardan, frente al Departamento de Refugiados, hombres, mujeres, niños y ancianos, todos procurando huir de Cuba. Yo estoy en la cola de los que tienen preguntas por hacer.
"Tengo una situación agravada", digo. "Escriba una carta y échela en el buzón", dice el oficial. Treinta y una horas después, contestan del Departamento de Refugiados: "Traiga sus documentos y que también vengan su mujer y su hijo con usted para una primera entrevista", dicen por teléfono, haciendo que recordando a Martí, me diga: "Sin patria pero sin amo. Dos Patrias tengo yo: Cuba y la noche".
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