Eduard Soto, editor internacional de EL TIEMPO, analiza la estrecha victoria de Nicolás Maduro.
¿Tendrá futuro una revolución chavista que ayer ganó por apenas 235 mil votos y por poco más de un punto porcentual al candidato opositor Henrique Capriles Radonski?
Esa es la pregunta que desde anoche se debe estar haciendo el gobierno luego de que la oposición le pegó el susto de su vida a un chavismo que en 14 años se había mostrado aplastantemente intratable en las urnas. Nunca una victoria había sido tan parecida a una derrota.
A pesar del enorme golpe capital emocional que les endosó la muerte del presidente Hugo Chávez, quien designó como su sucesor a Nicolás Maduro, a pesar de que contaron con el enorme músculo económico y comunicacional de quienes detentan el poder, un Capriles, en clara desventaja, logró movilizar a un electorado desesperanzado por las sucesivas derrotas, y en menos de 10 días tuvo a tiro de as a un Maduro que en las condiciones actuales deja enormes dudas sobre su real capacidad de encarnar el legado revolucionario del ‘Comandante’.
En el chavismo ya deben estar cuestionándose si no hubiera sido mejor que Chávez hubiera ungido a un Diosdado Cabello o a un Elías Jaua. Esto, porque Maduro tenía por obligación no solo ganar las elecciones con una importante diferencia de votos para darle aire a la revolución de su mentor, sino que tenía el afán de legitimarse dentro del propio chavismo, cuyas diferencias radicales solo podían ser manejadas por la figura del difunto mandatario.
Las cifras lo muestran: el chavismo perdió 685 mil votos y Capriles obtuvo 679 mil más, ambos en relación a las elecciones de hace 6 meses ganadas por Chávez.
Si ya era evidente la polarización de la sociedad venezolana, ahora es más claro que la mitad casi exacta de los electores está en contra del gobierno chavista, una realidad de a puño que será muy difícil de desconocer para un Maduro tan debilitado.
Y con tantas denuncias de irregularidades, qué cortos se ven los 235 mil votos. Ahora viene la auditoría. Para Capriles, nunca una derrota tuvo tanta cara de victoria.
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