Original en ingles en el Washington Post >>
Ana Montes lleva 10 años encerrada con algunas de las mujeres más peligrosas de Estados Unidos. Montes, en otro tiempo una condecorada analista de los servicios de inteligencia que residía en un apartamento de dos dormitorios en el barrio de Cleveland Park (Washington), hoy vive en una celda para dos en la cárcel de mujeres de más alta seguridad de todo el país. Ha tenido como vecinas a una antigua ama de casa que estranguló a una embarazada para quedarse con su bebé, una veterana enfermera que mató a cuatro pacientes con inyecciones masivas de adrenalina y Lynette Fromme, “La chillona”, una seguidora de Charles Manson que trató de asesinar al presidente Ford.
Pero la vida en la galería Lizzie Borden de una cárcel de Texas no ha ablandado a la antigua niña prodigio del Departamento de Defensa. Años después de que la atraparan espiando para Cuba, Montes mantiene su actitud desafiante. “No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel”, escribe Montes en una carta de 14 páginas a un familiar. “O por las que merece la pena suicidarse después de hacerlas, para no tener que pasar todo ese tiempo en la cárcel”.
Ana Montes, como en otro tiempo Aldrich Ames y Robert Hansen, sorprendió a los servicios de inteligencia con sus audaces actos de traición. De día, era una estirada funcionaria GS-14 en un cubículo del Organismo de inteligencia de la Defensa. De noche, trabajaba para Fidel Castro, conectada a la radio por onda corta para recibir mensajes cifrados que luego transmitía a sus contactos en restaurantes abarrotados y haciendo viajes secretos a Cuba en los que lograba salir de Estados Unidos con una peluca y un pasaporte falso.
Montes espió durante 17 años, con paciencia y metódicamente. Pasó tantos secretos sobre sus colegas y sobre las plataformas avanzadas de escucha que los espías estadounidenses habían instalado en Cuba, que los expertos del sector consideran que es una de las espías más dañinas de épocas recientes. Pero Montes, que hoy tiene 56 años, no engañó solo a su país y sus colegas. También traicionó a su hermano Tito, agente especial del FBI; su exnovio Roger Corneretto, agente de los servicios de inteligencia del Pentágono especializado en Cuba; y su hermana Lucy, con 28 años de experiencia en el FBI y condecorada por su aportación al descubrimiento de espías cubanos.
En los días posteriores a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la oficina local del FBI en Miami declaró el estado de máxima alerta. Casi todos los secuestradores habían vivido cierto tiempo en el sur de Florida, y el FBI quería averiguar como fuera si había alguno más que se hubiera quedado allí. Por eso, cuando un supervisor llamó a Lucy Montes y le pidió que fuera a su despacho, a ella no le extrañó. Lucy era una veterana analista linguística del FBI, acostumbrada a traducir cintas de escuchas y otros materiales delicados.
SIn embargo, aquella llamada repentina no tenía nada que ver con el 11-S. Un jefe de grupo del FBI le dijo a Lucy que se sentara. Han detenido a tu hermana Ana, acusada de espionaje, le dijo, un delito que puede castigarse con pena de muerte. Tu hermana es una espía cubana.
Lucy no gritó, no salió corriendo sin dar crédito. Al contrario, la noticia le resultó curiosamente tranquilizadora. “Me lo creí de inmediato”, recordaba en una reciente entrevista. “Explicaba un montón de cosas”.
Los grandes medios de comunicación informaron de la detención, por supuesto, pero quedó enterrada en las constantes informaciones sobre los atentados. Hoy, Ana Montes sigue siendo la espía más importante de la que menos se ha oído hablar.
Nacida en una base del ejército de Estados Unidos en 1957, Ana Montes es la hija mayor de los portorriqueños Emilia y Alberto Montes. Alberto era un respetado médico militar, y la familia cambió a menudo de residencia, de Alemania a Kansas y de ahí a Iowa. Se establecieron por fin en Towson, a las afueras de Baltimore, donde Alberto abrió una consulta psiquiátrica privada que tuvo mucho éxito y Emilia se convirtió en una figura importante de la comunidad portorriqueña local.
A Ana le fue muy bien en Maryland. Esbelta, estudiosa y divertida, se graduó en el Instituto de Loch Raven con una media de 3,9 (sobresaliente); durante su último curso anotó en el anuario que sus cosas favoritas eran “el verano, la playa... las galletas de chocolate, pasarlo bien con gente divertida”. Pero esa actitud sentimental y bulliciosa escondía una distancia emocional cada vez mayor, un sentido desmesurado de superioridad y un inquietante secreto familiar.
De puertas afuera, Alberto era un padre culto y cariñoso con sus cuatro hijos. Pero en realidad tenía muy mal genio y los maltrataba. Alberto “pensaba que tenía derecho a pegar a sus hijos”, diría más tarde Ana a los psicólogos de la CIA. “Era el dueño del castillo y exigía una obediencia total y completa”. Las palizas empezaban a los cinco años, cuenta Lucy. “Mi padre tenía un temperamento muy violento. Nos pegaba con el cinturón. Cada vez que se enfadaba. Desde luego”.
La madre de Ana tenía miedo de enfrentarse a su imprevisible marido, pero, al ver que los malos tratos físicos y verbales persistían, se divorció y obtuvo la custodia de los niños.
Ana tenía 15 años cuando se separaron sus padres, pero el daño ya estaba hecho. “La niñez de Montes hizo que se volviera intolerante respecto a las diferencias de poder, la llevó a identificarse con los menos poderosos y consolidó su deseo de vengarse de las figuras autoritarias”, escribió la CIA en un perfil psicológico de Montes marcado con la etiqueta de “Secreto”. Su “retraso en el desarrollo psicológico” y los abusos a que la sometió un hombre violento al que relacionaba con el ejército de Estados Unidos “incrementaron su vulnerabilidad a la hora de que la reclutaran unos servicios de inteligencia de otro país”, añade el informe de 10 páginas. Lucy recuerda que, ya de adolescente, Ana era distante y aficionada a criticar. “No nos llevábamos más que un año, pero la verdad es que nunca sentí mucha intimidad con ella”, dice. “No era una persona dispuesta a compartir cosas, a hablar de cosas”.
Cuando Ana Montes estaba en tercero en la Universidad de Virginia, durante un programa de intercambio que le había llevado a España, conoció a un guapo estudiante. Era argentino y de izquierdas, recuerdan sus amigos, y a Ana le abrió los ojos sobre el apoyo del Gobierno estadounidense a regímenes autoritarios. España se había convertido en un semillero de radicalismo político, y las frecuentes manifestaciones antiamericanas eran un entretenimiento y una distracción de los deberes. “Después de cada manifestación, Ana me explicaba las ‘atrocidades’ que había cometido el Gobierno contra otros países”, recuerda Ana Colón, otra universitaria que se hizo amiga de Montes en España, en 1977, y hoy vive cerca de Gaithersburg, Maryland. “Estaba ya dividida en dos. No quería ser estadounidense, pero lo era”.
Al acabar la universidad, Montes se mudó durante un breve periodo a Puerto Rico pero no consiguió encontrar un empleo que le gustara. Cuando un amigo le dijo que había un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington, dejó de lado sus reparos políticos. Al fin y al cabo, era un trabajo.
Montes hizo una labor brillante en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia. Cuando no llevaba ni un año, después de que el FBI examinara sus antecedentes, el Departamento le concedió autorización para manejar documentos muy secretos, con lo que pudo empezar a revisar algunos de los expedientes más delicados.
Mientras trabajaba, Montes comenzó los estudios para obtener un máster en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. Y endureció sus posturas políticas. Desarrolló auténtico odio hacia las políticas del Gobierno de Reagan en Latinoamérica, especialmente su apoyo a la contra, los rebeldes que luchaban contra el Gobierno comunista de los sandinistas en Nicaragua.
Montes tenía una gran trayectoria por delante como funcionaria en Washington y estaba estudiando en una de las mejores universidades del país. Pero además iba a asumir otra tarea muy exigente: entrenarse como espía. En 1984, los servicios de inteligencia cubanos la reclutaron como agente.
Fuentes próximas al caso creen que tenía un amigo en la Escuela que trabajaba para los cubanos y les ayudaba a identificar posibles agentes. Cuba considera “máxima prioridad” la captación de gente en las universidades estadounidenses, según el exagente cubano José Cohen, que escribió en un ensayo que los servicios cubanos se preocupan por identificar en las principales universidades de Estados Unidos a estudiantes con interés por la política que van a “ocupar puestos de importancia en el sector privado y en la administración”.
Montes debió de parecerles un regalo del cielo. Era de izquierdas y simpatizaba con los países acosados. Era bilingüe y había impresionado a sus jefes del Departamento de Justicia con su ambición y su cerebro. Pero, sobre todo, tenía acceso a materiales secretos y era alguien de dentro. “Nunca se me había ocurrido hacer nada hasta que me lo propusieron”, reconoció Montes más tarde a los investigadores. Los cubanos, reveló, “trataron de apelar a mi convicción de que lo que estaba haciendo estaba bien”.
Los analistas de la CIA tienen una interpretación algo más siniestra de la captación. Creen que manipularon a Montes para que pensara que Cuba necesitaba como fuera su ayuda, “le hicieron sentirse poderosa y alimentaron su narcisismo”, dicen los documentos. Los cubanos empezaron poco a poco, pidiéndole traducciones e informaciones inocuas que pudieran ayudar a los sandinistas, su causa favorita. “Sus contactos, sin que ella se diera cuenta, juzgaron en qué era más vulnerable y explotaron sus necesidades psicológicas, su ideología y su personalidad patológica con el fin de reclutarla y mantenerla motivada y trabajando para la Habana”, es la conclusión de la CIA.
Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y luego, siguiendo instrucciones, empezó a presentar su candidatura a puestos de la administración que le permitieran tener mayor acceso a informaciones secretas. Aceptó un puesto en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA en sus siglas en inglés), la mayor fábrica de espías militares del Pentágono en el extranjero.
En los primeros años, Montes cometió un error al confiar a su vieja amiga de España, Ana Colón, que había ido a Cuba y había tenido una aventura con el guapo chico que le había servido de guía en la isla. Montes le contó asimismo que iba a empezar a trabajar en la DIA. “Me dejó estupefacta”, recuerda Colón. “No entendía por qué alguien con sus opiniones izquierdistas podía querer trabajar para el Gobierno y el Ejército de Estados Unidos”. Montes le explicó que quería trabajar en política y que era, “al fin y al cabo, una chica americana normal”. Sin embargo, días después de la confesión, Montes dejó de hablar con su amiga. Colón la llamó y le escribió una carta detrás de otra durante dos años y medio, sin resultado. Montes no respondía. Colón nunca volció a saber de ella.
En Miami, Lucy Montes también estaba asombrada por la decisión de su hermana de trabajar para el Departamento de Defensa. Pero era su hermana, la quería, y tenía tantas ganas de conservar la relación con ella que no insistió. Desde su ingreso en la DIA, Ana era cada vez más introvertida y de opiniones más rigidas. “Cada vez me contaba menos cosas de su día a día”, dice Lucy. Lo irónico era que Ana, entonces, tenía muchas más cosas en común con sus hermanos. Si bien Juan Carlos, el pequeño, era propietario de una mantequería en Miami, Lucy y el otro hermano, Alberto, “Tito”, habían decidido trabajar para proteger Estados Unidos. Tito era agente especial del FBI en Atlanta, donde todavía trabaja y donde está casado con otra agente del FBI. Lucy era analista de lengua española del FBI en Miami, un puesto que ocupa todavía y que con frecuencia incluye casos relacionados con cubanos. El que entonces era su marido también trabajaba para el FBI.
De los miembros de la familia, Lucy es la única que ha aceptado ser entrevistada. Ha aceptado hablar por primera vez, cuando han pasado más de 10 años desde la detención de su hermana, para dejar claro lo que piensa de ella. “No estoy de acuerdo con lo que parecen pensar muchos amigos suyos, que lo que hizo tiene una buena excusa, ni puedo entender por qué lo hizo, ni pienso que este país actuara mal. No tiene nada de admirable”, dice Lucy.
Durante 16 años, Ana Montes hizo una labor brillante, tanto en Washington como en La Habana. Contratada por la DIA como especialista en investigación, comenzó una carrera ascendente. Pronto se convirtió en la analista principal de la DIA sobre El Salvador y Nicaragua, y más tarde fue designada analista política y militar jefe para Cuba. En los servicios de inteligencia y en la sede central de la DIA, la apodaban “la Reina de Cuba”. No solo era una de las más avezadas intérpretes de los asuntos militares cubanos que tenía el Gobierno estadounidense --poco sorprendente, dado que tenía informaciones privilegiadas-- sino que aprendió a influir en la política de Estados Unidos (a menudo para suavizarla) respecto a la isla.
En su meteórica carrera, Montes recibió gratificaciones en metálico y 10 reconocimientos especiales a su labor, entre ellos in certificado especial que le entregó el entonces director de la CIA, George Tenet, en 1997. Los cubanos también premiaron a su mejor alumna con una medalla, un símbolo privado que Montes nunca pudo llevarse a casa.
Se convirtió en un modelo de eficacia, una monja guerrera incrustada en el corazón de la burocracia. Desde el cubículo C6-146A en el cuartel general de la DIA, en la Base Conjunta Anacostia-Bolling de Washington, tenía acceso a cientos de miles de documentos secretos, y solía almorzar en su mesa, absorta en aprenderse de memoria páginas sin fin de los informes más recientes. Sus colegas recuerdan que podía ser simpática y divertida, sobre todo con los jefes o cuando intentaba acceder a una reunión informativa en la que iba a haber secretos. Pero también podía mostrarse arrogante y solía rechazar las invitaciones a actos sociales.
Cuando Montes terminaba su jornada en la DIA, comenzaba su segundo empleo en su apartamento de Macomb Street, en Cleveland Park. Nunca se arriesgaba a llevarse un documento a casa. Lo que hacía era memorizar con gran detalle lo que leía durante el día y luego reproducir documentos enteros en un portátil Toshiba. Noche tras noche, durante años, vertió documentos del máximo secreto en disquetes baratos que compraba en Radio Shack.
Montes recibía las órdenes como los espías de la guerra fría: a través de mensajes numéricos por onda corta
Su técnica era clásica. En La Habana, los agentes de los servicios cubanos de inteligencia le enseñaron a pasar paquetes a otros espías sin que se notara, a comunicarse en clave y a desaparecer en caso necesario. Incluso le enseñaron a fingir ante el detector de mentiras. Según contó ella después a los investigadores, se trataba de contraer estratégicamente los esfínteres. No se sabe si el truco funcionaba, pero el caso es que Montes pasó el detector de mentiras de la DIA en 1994, cuando ya llevaba un decenio espiando.
Montes recibía la mayoría de sus órdenes de la misma forma que casi todos los espías desde la época de la guerra fría: a través de mensajes numéricos transmitidos de manera anónima por onda corta. Sintonizaba un aparato de radio Sony con la frecuencia 7887 y esperaba a que comenzara a emitir la “emisora de los números”. Una voz de mujer interrumpía las intereferencias de ultratumba para declarar: “¡Atención! ¡Atención!” y soltar 150 números en medio de la noche. “Tres-cero-uno-cero-siete, dos-cuatro-seis-dos-cuatro,” repetía la voz. Montes tecleaba luego las cifras en su ordenador y un programa que le habían instalado los cubanos convertía los números en texto en español.
También se arriesgó a reunirse con cubanos en persona. Cada pocas semanas, cenaba con sus contactos en restaurantes chinos del área de Washington, y aprovechaba para pasarles un puñado de nuevos disquetes por encima de las exquisiteces orientales. También había entregas clandestinas durante sus vacaciones en soleadas islas del Caribe.
Montes llegó a viajar en cuatro ocasiones a Cuba, para reunirse con los máximos responsables de los servicios de inteligencia. En dos de ellas, utilizó un pasaporte cubano falso, se disfrazó con peluca y viajó a través de Europa para disimular su pista. Otras dos veces, obtuvo la autorización del Pentágono para ir a la isla en misiones oficiales dentro de su trabajo para el Gobierno. De día tenía reuniones en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana pero luego se escabullía para informar a sus jefes cubanos.
En Estados Unidos, cuando Montes necesitaba transmitir un mensaje urgente, tenía un número de busca. Buscaba cabinas telefónicas en el Zoo, la estación de metro de Friendship Heights o la tienda de Hecht’s en Chevy Chase para llamar a los buscas de los cubanos. Había una clave que significaba “Estoy en grave peligro”; otra, “Tenemos que vernos”. Entrenados en las tareas de espionaje por el KGB, los cubanos se fiaban de las viejas herramientas del oficio. Por ejemplo, las claves de busca y las notas de onda corta se escribían en papel con un tratamiento especial. “Las frecuencias y la hoja de consulta de los números estaban en papel soluble en agua”, explica Pete Lapp, del FBI, uno de los dos máximos responsables de investigar el caso. “Un papel que, cuando se tira al váter, se evapora”.
El trabajo de espía era solitario. Montes no podía confiar más que en sus contactos. Las reuniones familiares y las vacaciones con sus dos hermanos del FBI y sus respectivos cónyuges, también del FBI, estaban cargadas de tensión. Al principio, los cubanos le bastaban como vida social. “Me daban apoyo emocional. Comprendían mi soledad”, dijo Montes a los investigadores. Sin embargo, al cumplir 40, Montes empezó a deprimirse. “Tenía ganas, por fin, de compartir mi vida con alguien, pero era una doble vida, así que me parecía que nunca podría ser feliz”, confesó. Los cubanos le buscaron un amante, pero, después de un par de días entretenidos, ella se dio cuenta de que no podía ser feliz con un novio “de encargo”.
El aislamiento de Ana se agravó aún más cuando, por una extraña coincidencia, Lucy empezó a trabajar en el mayor caso de su carrera: un golpe masivo contra los espías cubanos que trabajaban en Estados Unidos. Fue en 1998. La oficina de Miami había descubierto una red de espías cubanos con base en Florida, la llamada “Red Avispa. Con más de una docena de miembros, la Red Avispa estaba infiltrándose en organizaciones de cubanos en el exilio y en instalaciones militares estadounidenses de Florida. Para Lucy, el caso Avispa fue el cénit de su carrera. El FBI le había ordenado que tradujera horas de conversaciones grabadas de espías cubanos que estaban tratando de penetrar en la base del Mando Sur de Estados Unidos, en Doral. Lucy recibió elogios de sus jefes y una condecoración de una cámara de comercio hispana de la región. Pero nunca se lo contó a Ana. Aunque esta última era una de las principales expertas del mundo en Cuba y lo normal habría sido pensar que le iba a encantar saber que su hermana había contribuido al descubrimiento de la red de espías, Lucy estaba convencida de que Ana habría cambiado de tema. “Sabía que no le iba a interesar oírmelo contar ni hablar de ello”, dice.
El triunfo de Lucy se convirtió en motivo de desesperación para Ana. Sus contactos, de pronto, se ocultaron. Pasaron meses sin querer hablar con ella, mientras valoraban las consecuencias de la investigación. “Era una cosa que me permitía sentirme a gusto conmigo misma, y desapareció”, contó después a los investigadores. Y con ello, tocó fondo. Empezó a llorar sin motivo, a experimentar ataques de pánico e insomnio. Buscó tratamiento psiquiátrico y empezó a tomar antidepresivos. Posteriormente, los psicólogos consultados por la CIA llegarían a la conclusión de que el aislamiento, las mentiras y el temor a ser capturada habían agudizado unos síntomas que rayaban en el trastorno obsesivo-compulsivo. Montes se aficionó a darse largas duchas con diferentes jabones y a llevar guantes cuando iba en el coche. Mantenía un control estricto de su dieta y, a veces, no comía más que patatas cocidas sin sal. En una fiesta de cumpleaños que se celebró en casa de Lucy en 1998, Ana estuvo sentada con el rostro impasible y casi sin hablar. “Algunos amigos míos pensaron que era una maleducada, que había algo peculiar en ella. Y lo había. Había perdido a su contacto”, explica Lucy.
Dentro de la DIA, la analista estrella seguía estando por encima de toda sospecha. Montes había logrado mucho más de lo que habían podido imaginar los cubanos. Se reunía con la Junta de jefes de estado mayor, el Consejo Nacional de Seguridad e incluso el presidente de Nicaragua para informarles sobre la capacidad militar de Cuba. Ayudó a redactar un polémico informe del Pentágono en el que se decía que Cuba tenía una “capacidad limitada” de hacer daño a Estados Unidos y solo podía ser un peligro para los ciudadanos estadounidenses “en determinadas circunstancias”. Y estaba a punto de obtener otro ascenso, en esta ocasión una prestigiosa beca para trabajar con el Consejo Nacional de Inteligencia, un órgano consultivo que asesoraba al director de los servicios de inteligencia y que tenía su sede en el cuartel general de la CIA, en Langley. Montes estaba a punto de lograr acceso a informaciones todavía más valiosas. Su trayectoria de espía habría alcanzado alturas inimaginables si no hubiera sido por un funcionario corriente de la DIA llamado Scott Carmichael.
De rostro redondo e incómodamente embutido muchas veces en trajes de las tallas especiales de Macy’s, Carmichael no encaja en el esterotipo del cazaespías sofisticado y educado en Georgetown. Él dice, entre risas, que es “un guardia de seguridad de Kmart”, pero, desde hace un cuarto de siglo, el trabajo de este expolicía del cinturón ganadero de Wisconsin consiste en cazar espías para la DIA.
En septiembre de 2000 Carmichael obtuvo una pista fundamental. Una funcionaria de los servicios de inteligencia había ido a ver al veterano analista de contraespionaje de la DIA Chris Simmons y, pese a que representaba poner en peligro su puesto de trabajo, le había dicho que el FBI llevaba dos años tratando en vano de identificar a un funcionario de la administración que, al parecer, era espía cubano. Era un caso etiquetado “UNSUB”, es decir, “unidentified subject”, sujeto no identificado. El FBI sabía que la persona en cuestión tenía acceso privilegiado a documentos de Estados Unidos sobre Cuba, había comprado un portátil Toshiba para comunicarse con La Habana, y alguna otra cosa más. Pero, con tan pocos detalles, la investigación estaba estancada.
Carmichael se puso a trabajar en ello. Junto con su colega Karl James, “el caimán”, cotejó varias pistas de las que tenía el FBI con las bases de datos de sus empleados. Los funcionarios de la DIA renuncian a gran parte de su derecho a la intimidad cuando solicitan autorizaciones para acceder a materiales secretos, de modo que Carmichael pudo entrar en los estados de cuentas personales, los historiales médicos y los itinerarios detallados de viaje de muchos de ellos. La búsqueda de ordenador produjo más de 100 nombres posibles. Después de examinar alrededor de 20, apareció en la pantalla de Carmichael “Ana Belén Montes”.
Carmichael ya la conocía. Cuatro años antes, un analista colega de Montes en la DIA había dado la voz de alarma, preocupado por sus intentos, a veces excesivos, de tener acceso a información delicada. Carmichael la había entrevistado y había pensado que mentía. “Me había dejado intranquilo”, recuerda. Pero Montes había sabido explicar todos sus actos y Carmichael había dado carpetazo al asunto. Ahora, la pantalla de ordenador volvía a mostrar su nombre, y él se convenció de que debía de ser la espía. “Estaba seguro, completamente seguro de que tenía que ser ella”, dice.
El FBI, sin embargo, no lo vio tan claro. El agente responsable, Steve McCoy, le puso peros a la tesis de Carmichael, destacó que muchos otros empleados y contratistas de la administración federal encajaban con las mínimas pruebas circunstanciales que parecían apunar a Montes. Y algunas de las pruebas de Carmichael no tenían sentido.
Carmichael reconoció que su teoría tenía lagunas y se recordó a sí mismo que Montes era una funcionaria ejemplar. Además, sabía que desde la guerra fría se había procesado a muy pocas mujeres por espionaje en Estados Unidos. Aun así, estaba seguro de tener razón. Cuando salió de las oficinas del FBI aquel primer día, hizo una promesa. “Recuerdo que miré hacia la DIA y estaba muy cabreado”, dice, años después. “Le dije al caimán que aquello era la guerra. Le dije: ‘Vamos a deshacernos de esa... mujer, y estos tíos no lo saben todavía, pero van a acabar ocupándose de su caso”.
Carmichael elaboró el expediente sobre Montes y empezó a dar la lata a McCoy con datos, fechas y coincidencias. Se buscaba excusas para pasar por el despacho del agente del FBI a hablar de Montes e ir rellenando huecos. Y cuando McCoy le ignoraba, acudía directamente a sus jefes.
Al cabo de nueve semanas, la incesante campaña de Carmichael dio fruto. McCoy se convenció y convenció a sus jefes para que abrieran una investigación formal. “Fue un golpe de suerte que la DIA nos viniera a decir que sospechaban de Montes”, dice Pete Lapp, el compañero de McCoy en el caso. A pesar de sus diferencias, McCoy asegura que Carmichael merece todos los elogios por su tenacidad: “Él fue el que descubrió el caso y nos proporcionó a la culpable” y, “a partir de ahí, el FBI pudo desarrollar su investigación”.
Cuando el FBI tomó cartas en el asunto, asignó más de 50 personas a la investigación y obtuvo autorización de un juez del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, a pesar de su escepticismo, para llevar a cabo registros a escondidas del piso, el coche y el despacho de Montes. Varios agentes la siguieron y la filmaron cuando hacía llamadas sospechosas desde cabinas telefónicas. Lapp utilizó una carta de los responsables de seguridad nacional, una especie de citación administrativa, para tener acceso ilimitado al historial bancario de Montes. Se enteró de que había solicitado un crédito en 1996 en una tienda de CompUSA en Alexandria. ¿Para comprar qué? El mismo modelo de ordenador portátil Toshiba que figuraba en las informaciones originales de antes de empezar la investigación. “Fue maravilloso, maravilloso”, recuerda Lapp. “Fue una labor detectivesca de las de toda la vida”.
Sin embargo, no había ningún testigo que hubiera visto a Montes entrevistándose con un cubano, escribiendo mensajes cifrados en el trabajo ni metiendo ningún documento secreto en su cartera. Por eso, Lapp se jugaba mucho con el primer registro del apartamento. Necesitaba pruebas concretas de que montes era espía. Pero no podía permitirse una búsqueda chapucera que despertase sus sospechas. “Han sido siempre mis mayores momentos de tensión profesional, eso de entrar legalmente en la vivienda de alguien pero sin que esa persona lo sepa y con el riesgo de que te puedan descubrir”, dice Lapp, que antes de esta vida había sido policía. “Es como ser un ladrón, legal, pero, si te atrapan, toda la investigación se hace añicos”.
Había un elemento añadido de urgencia que era el ascenso pendiente de Montes al consejo asesor de la CIA. Carmichael necesitaba retrasarlo sin que se notara. Con la ayuda del entonces director de la DIA, el vicealmirante Thomas Wilson, se le ocurrió un truco muy sencillo. En la siguiente reunión de personal, alguien debía mencionar de pasada que muchos empleados de la DIA estaban en comisión de servicios en otros organismos, una práctica habitual. Wilson se indignaría y anunciaría que todos los traspasos de personal quedaban congelados. La trampa funcionó. Montes no se enteró de que la moratoria establecida en toda la oficina estaba pensada solo para ella. Docenas de supervisores en otros organismos llamaron a Wilson para quejarse, pero la falsa rabieta consiguió que Montes no fuera a la CIA.
Justo cuando la investigación del FBI estaba intensificándose, Ana se enamoró. Había empezado a salir con Roger Corneretto, un responsable de inteligencia que dirigía el programa relacionado con Cuba en el Mando Sur, la instalación militar en la que la red Wasp había intentado infiltrarse. A Corneretto, que era ocho años más joven que Montes, le atrajeron su ambición, sus faldas ajustadas y su cerebro.
Corneretto dice que, al principio, le gustó el reto de tratar de conquistar a la “Reina de hielo” de la DIA. “Tardé mucho en lograr que me aceptara y, cuando lo hice, me di cuenta de que no había una avalancha de cariño y simpatía que compensaran su carácter y su inexplicable hostilidad hacia gente que eran buenas personas”, recordaba Corneretto en un reciente correo electrónico.
Hoy, Corneretto está casado y sigue trabajando para el Pentágono. Acepta a regañadientes hablar sobre su desgraciada relación. “Nos engañó a todos, a un círculo de gente muy unida, pero yo además estaba saliendo con ella, así que [mi] sentimiento de vergüenza, culpa, fracaso y responsabilidad personal fue indescriptible”, confiesa. Dice que Montes es “una persona que, con toda su formación, se ofreció para hacer el trabajo sucio para un Estado policial y nunca se ha arrepentido” y declara que “nunca podré perdonarla”. dice.
A pesar de las obvias posibilidades de obtener información que le ofrecía el novio, los investigadores creen que el afecto de Montes era genuino. Ella se hacía ilusiones de crear una familia y abandonar el espionaje. Pero sus jefes no estaban dispuestos a perder a la persona más productiva con la que contaban. “Soy un ser humano con necesidades que ya no podía seguir negando. Pensé que los cubanos me comprenderían”, reveló posteriormente a sus interrogadores. Sin embargo, a los servicios de espionaje eso les da igual. “Fue ingenua y creyó que le iban a dar las gracias por su ayuda y le iban a permitir que dejara de espiar para ellos”, dice el análisis de la CIA.
El 25 de mayo de 2001, Lapp y un pequeño equipo de especialistas en entrar en pisos se introdujeron en el apartamento número 20. Montes estaba de viaje con Corneretto, y el FBI registró sus armarios y cestas de la ropa, examinó los libros ordenados en los estantes y fotografió sus papeles privados. Vieron una caja de cartón en el dormitorio y la abrieron con sumo cuidado. Dentro había una radio Sony de onda corta. Buen comienzo, pensó Lapp. A continuación, los técnicos encontraron un ordenador Toshiba. Copiaron el disco duro, lo apagaron y se fueron.
Varios días después, un fax protegido de la oficina de Washington empezó a escupir papeles con la traducción de lo que habían encontrado en el disco duro. “Fue nuestro momento eureka”, dice Lapp.
Los documentos, que Montes había intentado borrar, incluían instrucciones para traducir las cifras emitidas por radio y otras pistas elementales de espionaje. Un documento mencionaba el auténtico apellido de un agente estadounidense que había trabajado con un nombre falso en Cuba. Montes había revelado su identidad a los cubanos, y su responsable le daba las gracias y le decía: “Cuando llegó, le estábamos esperando con los brazos abiertos”.
No obstante, el FBI necesitaba más datos. Quería las claves que sin duda Montes debía de llevar en el bolso. Carmichael quedó encargado de elaborar un plan para que se dejara el bolso en la oficina. Tal como cuenta él en su libro de 2007, True Believer, el complicado plan de Carmichael consistió en un falso fallo informático y una supuesta invitación a hablar en una reunión que se iba a celebrar en otra planta. La sala donde se iba a hacer estaba tan cerca que era posible que Ana no se llevara el bolso, y la reunión era tan corta que no necesitaba cogerlo para irse a comer después.
El día de autos, dos técnicos de los servicios informáticos se metieron en el cubículo de Montes a investigar un nuevo y molesto fallo del ordenador. Uno de ellos era el agente especial del FBI Steve McCoy. Cuando los colegas de Montes miraban para otro lado, McCoy metió el bolso en su caja de herramientas y se fue. El FBI copió rápidamente el contenido y devolvió el bolso. Dentro tenía las claves de aviso para el busca y un número de teléfono (con el prefijo de zona 917, de Nueva York) que con posterioridad descubrieron que estaba relacionado con el espionaje cubano.
A pesar de todo, sin ningún testigo que hubiera visto en primera persona una entrega de documentos secretos, al FBI le preocupaba que Montes pudiera negociar una resolución que le permitiera salir bien librada. Pero se les estaba acabando el tiempo. Unos aviones secuestrados se habían estrellado contra el Pentágono y el World Trade Center, y, de la noche a la mañana, la DIA se encontró en pie de guerra. Nombraron a Montes jefa de división en funciones, debido a su veteranía. Peor aún, unos superiores suyos que no estaban al tanto de la investigación la escogieron como responsable de un grupo que debía procesar listas de objetivos para Afganistán. Wilson, el director de la DIA, había exigido que se reforzara la seguridad operativa alrededor de ella. Pero ahora quería que desapareciera. Cuba tenía antecedentes históricos de vender secretos a los enemigos de Estados Unidos. Si Montes obtenía el plan de guerra del Pentágono en Afganistán, los cubanos estarían encantados de transmitir la información a los talibanes.
A Carmichael se le ocurrió la maniobra definitiva. El 21 de septiembre de 2001, un jefe llamó a Montes de parte de la oficina del inspector general de la DIA para que fuera urgentemente a hablar sobre una infracción que había cometido uno de sus subordinados.
Montes acudió de inmediato y la llevaron a una sala de reuniones en la que le aguardaban McCoy y Lapp. McCoy hizo de poli bueno e insinuó en términos ambiguos que un técnico o un informador les había llevado a ella. Montes palideció y fijó la mirada en el horizonte. McCoy quitó importancia a su culpabilidad, con la esperanza de que ella tratara de disculpar con excusas inocentes los contactos no autorizados que había mantenido con agentes cubanos. Pero, cuando Ana preguntó si la estaban investigando y solicitó un abogado, la farsa llegó a su fin “Lamento decirle que está detenida por conspiración para cometer actos de espionaje”, anunció McCoy. Lapp le colocó las esposas y acompañaron a Montes en su última despedida de la oficina.
Tenían preparadas a una enfermera, bombonas de oxígeno y una silla de ruedas por si acaso, pero la Reina de Cuba no necesitó ninguna ayuda. “Pensamos que se desvanecería, que se derrumbaría”, dice Lapp. “Pero creo que habría podido llevarnos a los dos a caballo. Salió totalmente tranquila, no diré que ‘orgullosa’, pero llena de serenidad”.
Ese mismo día, un equipo del FBI registró el piso de Montes durante horas, en busca de pruebas. Ocultas en el forro de un cuaderno encontraron las claves manuscritas que empleaba Montes para cifrar y descifrar mensajes, frecuencias de radio de onda corta y la dirección de un museo en Puerto Vallarta, México, donde debía acudir en caso de urgencia. Las chuletas estaban escritas en papel hidrosoluble.
Para Lucy Montes, la detención de Ana fue humillante. A Tito y ella les preocupó la posibilidad de perder sus puestos en el FBI, y sintieron sucesivas oleadas de indignación. Pese a eso, durante casi una década, Lucy pensó que no servía de nada hablar en contra de ella. “Me pareció mejor ser simplemente su hermana, no juzgarla ni sentenciarla”.
Sin embargo, a finales de 2010, Ana se excedió. Desde su celda en una prisión de Texas, escribió una carta llena de furia en la que sugería a Lucy que fuera a ver a un psicólogo para librarse de la ira latente que la inundaba. Semejante hipocresía fue la gota que colmó el vaso. “He pensado que ha llegado el momento de que te cuente exactamente qué pienso de ti”, respondió Lucy el 6 de noviembre de 2010, en una carta de dos folios que mostró a este periodista. “Nunca te lo había dicho porque... me parecía una crueldad, contigo en la cárcel. Pero debes saber lo que nos has hecho a todos nosotros”.
Lucy empezaba mencionando a su adorada madre, Emilia. “Tienes que saber que has arruinado la vida de mamá. Cada mañana se levanta destrozada por lo que hiciste y por dónde estás”. No bastó, seguía Lucy, con que su madre “estuviera casada con un hombre violento durante 16 años y criara a cuatro hijos sin ayuda. No, tú has tenido que arruinar sus últimos años, cuando debería poder vivir contenta y en paz”.
Luego pasaba a hablar de los más próximos a Ana. “Traicionaste a tu familia, traicionaste a todos tus amigos. Traicionaste a todos los que te querían”. “Traicionaste a tus colegas y tus jefes, y traicionaste a nuestro país. Espiaste para un megalómano perverso que entrega o vende nuestros secretos a nuestros enemigos”.
Por último, Lucy deshacía las manidas justificaciones de Ana. “¿Por qué hiciste lo que hiciste, de verdad? Porque te daba la sensación de ser poderosa. Sí, Ana, querías sentirte poderosa. No eres ninguna altruista, no te preocupaba “el bien común”, te importabas tú. Necesitabas tener más poder que otras personas”, era la conclusión de Lucy. “Eres una cobarde”.
En las entrevistas, Lucy se niega a disculpar a su hermana. Aunque su difunto padre tenía un genio aterrador, Lucy también recuerda que era un hombre compasivo y con sólidos valores. “Crecimos todos en el mismo hogar, tuvimos los mismos padres, así que no se puede achacar todo a lo que pasaba en nuestra casa”, dice. “Si hay algo que nos enseñó mi padre es el respeto a la ley y la autoridad. A mí no me se pasó jamás por la imaginación que mi hermana pudiera hacer algo semejante, porque no nos educaron así”.
En la actualidad, Ana Montes vive en el Centro Médico Federal Carswell de Fort Worth, en una galería de 20 presas reservada para las criminales más peligrosas del país. La podían haber acusado de traición, que implica pena de muerte, pero se declaró culpable de espionaje a cambio de una condena de 25 años. Le quedan aún otros 10 años. “Por lo visto es un ambiente espantoso”, explica Lucy. “Dice que es como estar en un manicomio”.
Los servicios de inteligencia y del ejército de Estados Unidos han dedicado años a evaluar las consecuencias de los delitos de Montes. En una vista celebrada el año pasado en el Congreso, la responsable de esa evaluación declaró que Montes fue “una de las espías más dañinas de la historia de Estados Unidos”. La antigua directora del servicio nacional de contraespionaje Michelle Van Cleave explicó a los congresistas que Montes “puso en peligro todos los programas de obtención de informaciones” que se utilizan para espiar a las autoridades cubanas y que “es probable que las informaciones que transmitió contribuyeran a la incapacitación y la muerte de agentes americanos y proamericanos en Latinaomérica”.
Las estrictas reglas penitenciarias impiden que Montes hable con periodistas ni otras personas, aparte de unos cuantos amigos y familiares. No obstante, en su correspondencia privada, se niega a pedir perdón. Su labor de espía estaba justificada, dice, porque Estados Unidos “ha hecho cosas terriblemente crueles e injustas” al Gobierno cubano. “Debo guardar lealtad a los principios, no a un país, un Gobierno ni una persona”, escribe en una carta a un sobrino adolescente. “No tengo por qué ser leal a Estados Unidos, ni a Cuba, ni a Obama, ni a los hermanos Castro, ni siquiera a Dios”.
Lucy Montes sabe lo que es la lealtad. Cuando Ana salga de la cárcel, el 1 de julio de 2023, ella estará esperándola. Le ha propuesto que viva en su casa durante unos meses, hasta que se organice. “Lo que hizo no tiene nada de aceptable. Pero, por otra parte, creo que no puedo darle la espalda, porque es mi hermana”.
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