CARLOS ALBERTO MONTANER/
El régimen de Raúl Castro está empeñado en transmitir la imagen de que se están produciendo cambios fundamentales, pero no es verdad.
Los cubanos tienen más facilidades para hablar por teléfono, entrar en los hoteles, restaurantes y tiendas antes reservados a los turistas. Pueden abrir minúsculas empresas familiares de servicio, explotar en régimen de usufructo pequeñas parcelas de tierra para producir alimentos, pero esas son minucias para aliviar las nefastas consecuencias económicas de un sistema totalmente improductivo en lo material y cruelmente desagradable en el terreno emocional.
¿Cuál es la esencia de las tiranías totalitarias? El que una persona, un grupo de mandamases o un partido pisotean la voluntad de los individuos para construir una falsa realidad, acorde a los dogmas de la secta o el discurso del Jefe.
A partir de esa burda prestidigitación se produce el resto de la catástrofe: todos mienten para poder sobrevivir, para que no los aplasten.
He aquí una prueba clarísima de que la dictadura de Raúl Castro es más o menos igual que la de Fidel.
En julio de 2012, Oswaldo Payá –opositor democristiano, Premio Sajarov del Parlamento Europeo– y Harold Cepero, uno de sus más brillantes lugartenientes, mueren en un supuesto accidente en el oriente de Cuba. Conducía Ángel Carromero, dirigente de la juventud del Partido Popular madrileño. Junto a él iba Aron Modig, vinculado a la Democracia Cristiana sueca.
En rigor, no ocurrió un “accidente”, sino un “incidente”. Un auto de la Policía Política que venía siguiéndolos embistió por detrás al pequeño vehículo donde viajaban Payá y sus amigos, lanzándolos contra un árbol. Los cubanos resultaron heridos de muerte, o rematados en el hospital para que nunca hablaran, algo que sospechan los familiares de Payá, aunque difícilmente podrá probarse.
A partir de ahí comienza la vil tarea del totalitarismo: ocultar la realidad. A Modig y a Carromero les dijeron que si contaban la verdad serían condenados a muchos años de cárcel por auxiliar a contrarrevolucionarios. A Carromero, conductor del vehículo, lo drogan hasta “ablandarlo” para que admitiera que manejaba a exceso de velocidad por un camino mal asfaltado, imprudencia que costó las vidas de Payá y Cepero.
La tragicomedia duró hasta que, en España, Carromero habló con Rosa María Payá, la hija de Oswaldo, a quien no podía mentirle: no solo la Policía Política había generado el incidente (no accidente), sino que el régimen puso toda su maquinaria al servicio del encubrimiento del delito: la Policía, la justicia, la escandalosa propaganda interior y exterior. Afortunadamente Carromero se lo contó también al diario Washington Post.
La conclusión es obvia: nada fundamental ha cambiado en la Cuba de los hermanos Castro. Es el mismo perro, dotado de un collar ligeramente diferente, que solo sabe un truco y lo repite hasta el infinito: ocultar la realidad y ladrar y morder a quien intente desmentirlo.
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