Acaba de celebrarse, en Santiago de Chile, la primera cumbre de la Celac, organización de Estados de América Latina y el Caribe, fundada en Caracas, que, entre otros, tiene el propósito de “promover y proyectar una voz concertada de América Latina y el Caribe en la discusión de los grandes temas y en el posicionamiento de la región ante acontecimientos relevantes en reuniones y conferencias internacionales de alcance global, así como en la interlocución con otras regiones y países”. Al concluir esta I Cumbre, Cuba asumió la presidencia pro tempore de la Celac, y será el país encargado de organizar la próxima reunión.
No cabe duda de que los países de la Celac son libres de elegir, como presidente pro tempore, a quien ellos consideren conveniente. Sin embargo, si uno de los propósitos de la Celac es actuar como “interlocutor con otras regiones y países”, es absurdo que se designe como nuestro vocero a un Gobierno que tiene dificultades para mantener relaciones diplomáticas normales con otras naciones, y que escasamente es tolerado por los países de la Unión Europea. Cuesta entender cómo Raúl Castro, a quien la señora Angela Merkel desairó y le negó el saludo en la Cumbre Conjunta de la Celac y la UE, también celebrada en Santiago, pueda ser un interlocutor válido con la Unión Europea.
Si, entre otras cosas, la Celac tiene como norte la integración económica de América Latina y el Caribe (párrafo siete de la Declaración de Caracas), es incomprensible que se asigne la presidencia pro tempore a un país que tiene un férreo control de cambios, que no permite la libre circulación de personas, bienes y servicios, y que impide el desarrollo de la iniciativa privada. Una nación así gobernada, ¿cómo puede contribuir a la integración de nuestras economías?
Si uno de los propósitos de la Celac es “profundizar la cooperación y la implementación de políticas sociales para la reducción de las desigualdades sociales internas a fin de consolidar naciones capaces de cumplir y superar los Objetivos de Desarrollo del Milenio”, resulta extravagante que elija como su vocero (aunque sólo sea por un año) a una nación gobernada por quienes la han conducido al fracaso económico y social más estruendoso. No se trata de asumir la bandera del capitalismo salvaje ni de condenar al Gobierno cubano por su ideología; pero su demostrada ineficiencia no puede ser nuestra carta de presentación ante el mundo.
Es razonable que, a partir del principio de la igualdad soberana de los Estados, haya una rotación entre ellos para la organización de reuniones de este tipo. Pero cuesta entender que, en una organización que aglutina a 33 Estados, no haya otro cuyo gobierno refleje mejor el compromiso de respetar los derechos humanos y la democracia, en cuanto valores que la Celac asume como propios. Sorprende que se haya elegido precisamente a Cuba, que persigue y encarcela a los disidentes políticos, que no permite la libertad de expresión, que impide la libre circulación de informaciones e ideas, que reprime las manifestaciones pacíficas, que restringe el derecho de sus ciudadanos de salir de su país, y que no realiza elecciones libres, como el vocero de una organización que, en su instrumento fundacional, reafirma los valores de la democracia.
Podrá alegarse que el atraso económico y social que agobia a los cubanos es culpa del embargo estadounidense; pero la ausencia del Estado de Derecho, o la falta de libertades, no lo es. Y, aunque sea comprensible querer reintegrar a Cuba a la comunidad de naciones latinoamericanas y caribeñas, convertir al Gobierno cubano en vocero de toda la región, como si fuera el fiel exponente de nuestros valores e ideales, es llevar el ridículo a extremos sublimes.
No cabe duda de que los países de la Celac son libres de elegir, como presidente pro tempore, a quien ellos consideren conveniente. Sin embargo, si uno de los propósitos de la Celac es actuar como “interlocutor con otras regiones y países”, es absurdo que se designe como nuestro vocero a un Gobierno que tiene dificultades para mantener relaciones diplomáticas normales con otras naciones, y que escasamente es tolerado por los países de la Unión Europea. Cuesta entender cómo Raúl Castro, a quien la señora Angela Merkel desairó y le negó el saludo en la Cumbre Conjunta de la Celac y la UE, también celebrada en Santiago, pueda ser un interlocutor válido con la Unión Europea.
Si, entre otras cosas, la Celac tiene como norte la integración económica de América Latina y el Caribe (párrafo siete de la Declaración de Caracas), es incomprensible que se asigne la presidencia pro tempore a un país que tiene un férreo control de cambios, que no permite la libre circulación de personas, bienes y servicios, y que impide el desarrollo de la iniciativa privada. Una nación así gobernada, ¿cómo puede contribuir a la integración de nuestras economías?
Si uno de los propósitos de la Celac es “profundizar la cooperación y la implementación de políticas sociales para la reducción de las desigualdades sociales internas a fin de consolidar naciones capaces de cumplir y superar los Objetivos de Desarrollo del Milenio”, resulta extravagante que elija como su vocero (aunque sólo sea por un año) a una nación gobernada por quienes la han conducido al fracaso económico y social más estruendoso. No se trata de asumir la bandera del capitalismo salvaje ni de condenar al Gobierno cubano por su ideología; pero su demostrada ineficiencia no puede ser nuestra carta de presentación ante el mundo.
Es razonable que, a partir del principio de la igualdad soberana de los Estados, haya una rotación entre ellos para la organización de reuniones de este tipo. Pero cuesta entender que, en una organización que aglutina a 33 Estados, no haya otro cuyo gobierno refleje mejor el compromiso de respetar los derechos humanos y la democracia, en cuanto valores que la Celac asume como propios. Sorprende que se haya elegido precisamente a Cuba, que persigue y encarcela a los disidentes políticos, que no permite la libertad de expresión, que impide la libre circulación de informaciones e ideas, que reprime las manifestaciones pacíficas, que restringe el derecho de sus ciudadanos de salir de su país, y que no realiza elecciones libres, como el vocero de una organización que, en su instrumento fundacional, reafirma los valores de la democracia.
Podrá alegarse que el atraso económico y social que agobia a los cubanos es culpa del embargo estadounidense; pero la ausencia del Estado de Derecho, o la falta de libertades, no lo es. Y, aunque sea comprensible querer reintegrar a Cuba a la comunidad de naciones latinoamericanas y caribeñas, convertir al Gobierno cubano en vocero de toda la región, como si fuera el fiel exponente de nuestros valores e ideales, es llevar el ridículo a extremos sublimes.
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