viernes, febrero 15, 2013

Cuba: Razón práctica y conducta moral

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A grandes rasgos, el debate sobre la oposición en Cuba se divide en dos tendencias: los que sostienen que los moderados cambios económicos que ha llevado a cabo el gobierno de Raúl Castro son el principio de una apertura mayor aunque paulatina —cuya extensión aún es imposible determinar, por lo que todo se queda en una esperanza— y los que priorizan o exigen cambios políticos profundos —en el sentido de un avance hacia la democracia—, que aún no se han producido y nada indica se llevarán a cabo de inmediato ni de que exista interés en realizarlos.
Hay también un importante sector, que considera que los cambios económicos y políticos deben hacerse de forma simultánea, aunque en definitiva esta opinión termina por situarse del lado de los exigen mayor libertad, o al menos cierta libertad.
Lo que se escucha y lee en la actualidad sobre la situación cubana pueden reducirse a la fórmula del vaso medio lleno de agua: los que ven en cualquier iniciativa hacia la economía de mercado un avance libertario y aquellos que consideran que una aparente protesta en un pueblo de la isla, el temor ante un brote epidémico o cualquier queja frente a la recurrente escasez constituyen la chispa para el comienzo de una oleada de manifestaciones y actos —al estilo de lo ocurrido durante la llamada “Primavera Árabe” y con anterioridad histórica, durante la caída del Muro de Berlín— que podrá fin al gobierno de los hermanos Castro. El vaso reformista medio lleno y el vaso gobernante medio vacío gracias al tiempo, el desgaste del sistema y la acción opositora.
En la práctica, y con independencia del punto de vista político que se adopte, la visión que impera es la del vaso vacío, si se quiere llenar de esperanza. Las reformas económicas que ha puesto en marcha el gobierno cubano —o comienza a poner en marcha— son más importantes de lo que se quiere reconocer en Miami, pero al tiempo no hay avance en la creación de una sociedad civil y tampoco en el establecimiento de una escala de valores y actitudes, en el ciudadano común, que permitan infundir aliento o esfuerzo en la edificación futura de una sociedad democrática. En este sentido, la fórmula que permite el control del país no ha cambiado, a la hora de inclinar la balanza a favor del régimen: tanto se ha intensificado la represión como producido un aumento de los actos de oposición, de forma pública y en cualquier rincón del país; pero este incremento no ha alterado el hecho de que el aparato castrista controla la calle.
De momento no es posible atribuir, ni a las protestas ni a las reformas, una capacidad sustancial de cambio. Vale decir que las segundas intentan mantener un status quo y que las primeras no logran avanzar más allá de lo ocasional: la vivienda y a veces algunas cuadras.
Así queda conformado un cuadro en que, por una parte, la protesta contra la falta de libertad y la ausencia de democracia encuentra su definición mejor en el terreno cívico —y sobre todo moral—, mientras que el esfuerzo por hacer avanzar o lentificar e incluso entorpecer —para evitar que se produzcan— los cambios económicos corresponde a intereses de control político y empresarial.
Si colocamos a un lado a una dirigencia y a una burocracia empeñada solo en el entorpecimiento —y en última instancia condenada al fracaso— a estas dos vías, que en un sentido general buscan una transformación en el país, le corresponden también dos participantes diferentes. Quienes buscan estos dos objetivos diversos —que pueden resultar contradictorios, pero no lo son en esencia— se diferencian en profesión, simpatías y alcance de sus esfuerzos. Es decir, que tradicionalmente quienes sostienen una posición moral sin claudicación alguna —siempre y cuando sus intenciones sean sinceras— trascienden más en la prensa, la literatura y la historia, pero menos en cuanto a resultados prácticos. Activistas, poetas, escritores en general y miembros de un exilio lleno de añoranzas integran sus filas. Mientras, en el otro bando se encuentran los políticos en general, un grupo característico de militares y represores, empresarios nacionales y extranjeros, así como funcionarios de todo tipo, quienes representan o forman parte de los grandes intereses económicos, —podemos decir que incluso mercenarios de diversa índole, para poner también la cara más fea del grupo— y hasta algún que otro periodista más o menos astuto.
Al final, no resulta relevante ver en blanco y negro esta división. Es más, es incorrecto señalar un bando de buenos y otro de malos. Lo importante es no olvidar que —aunque se alcen los gritos contra el oprobio— la actitud pragmática avanza mucho más rápido, y sabe más, en la mayoría de los casos.
La complicación en el caso cubano —y también la complicidad— es que ambas sendas no marchan por caminos paralelos, como resultaría normal desde una óptica impersonal, sino se cruzan, muerden y atacan a cada minuto.
Con un exilio demasiado largo —que lleva a preguntarse si la pasión por la patria termina por ser un anacronismo— y a la vez poderoso, capaz de influir y determinar políticas de otra nación, aunque también incapaz de conquistar Estado alguno, cuyo peso político relativo dentro de Estados Unidos —desproporcionado para las cifras demográficas de la minoría que lo integra— le lleva a alimentar la ilusión de que uno de sus miembros logrará alcanzar la presidencia del país más poderoso del planeta, pero que al mismo tiempo ha fracasado sistemáticamente en igual empeño en su lugar de origen.
Así tenemos a legisladores cubanoamericanos que dedican la mayor parte de su labor a la justa denuncia de la represión en Cuba, pero que al mismo tiempo hacen todo lo posible para que quienes viven en la Isla no puedan alcanzar la menor libertad económica dentro del régimen. Políticos que desde sus oficinas refrigeradas en Washington y Miami apuestan al todo o nada, una posición fácil de asumir cuando la vida cotidiana no depende del ómnibus que no llega ni de la comida que falta. Cierto que el culpable de ello es el gobierno cubano —repetirlo se ha convertido en un tedio necesario—, pero certeza similar es constatar que la impotencia, a la hora de producir un cambio más profundo en Cuba, se sustituye por la arrogancia en cerrar cualquier camino que signifique un alivio parcial, por más limitado que este sea, a las carencias que existen en su país de origen.
Muchos que en esta ciudad apoyan de forma activa a la disidencia expresan que este movimiento no debe ser aislado, que las voces de quienes protestan, critican o se oponen pacíficamente al gobierno de La Habana deben de ser escuchadas en todo el mundo. ¿Y entonces, por qué llevan años haciendo todo lo que esta a su alcance para impedir cualquier medida que facilite un cambio mínimo en la realidad cubana?
La apuesta del todo o nada caracteriza a una intransigencia política que se define muy fácil contra el totalitarismo imperante en Cuba y adquiere carta de reconocimiento moral como repudio de un régimen opresor. Sin embargo, a la hora del juego político en que participan actualmente la mayoría de las naciones, sirve poco más que para la denuncia. En este terreno, y a partir de la llegada de Raúl Castro a la presidencia, La Habana ha intentado un cambio de imagen sin modificar la esencia.
La táctica represiva puesta en práctica en la actualidad resulta muy eficiente a la hora de implantar el terror: reprimir de forma limitada, solo lo necesario, pero al mismo tiempo no permitir que se olvide o se pierda el miedo.
Hasta el momento, el instrumento ha resultado perfecto en impedir que cualquier protesta, la más mínima, adquiera un carácter generalizado.
Esa vendría a ser la mitad de la ecuación. La otra mitad radica en la existencia de horizontes alternativos, que hace que todo cubano residente en la Isla lo piense dos veces, y hasta cuatro y cinco, antes de unirse a un grupo disidente.
La alternativa entre la cárcel y el esperar la oportunidad de partir hacia Miami define desde hace décadas la realidad cubana.
¿Existe una salida al respecto? De momento la única posible parece radicar en una apuesta hacia un futuro incierto, determinado por la muerte de los hermanos Castro, lo que puede ocurrir en uno, cinco, diez o más años. Entregar el destino del país a la biología no deja de ser la ilusión de la impotencia. Hay algo más en esta porfía desafortunada. El poscastrismo no es un garante democrático. Si se reconoce que el proceso ha comenzado en cierto sentido, y que son los propios Castro quienes están dictando las pautas del entierro, lo mejor es poner las esperanzas en otro suelo. Lo demás se concentra, por una parte, en esos dilatados cambios económicos y sus pequeñas recompensas y distracciones, y por la otra en una geografía que cada vez funde más la historia: Miami y Cuba, ahora entrelazadas más que nunca por la nueva política migratoria del gobierno de La Habana, que ha comenzado a cambiar no solo la perspectiva cubana sino también la de esta ciudad.

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