La política exterior es la herramienta que ha permitido la sobrevivencia del castrismo en Cuba, cuyo esperpento económico habría pulverizado a cualquier país desprovisto de la siniestra habilidad de Fidel para exprimir las oportunidades de la coyuntura internacional. Aunque aborrecible, es un mérito “técnico” haber conseguido un grado de influencia tan absurdamente desproporcionado en América Latina, y fuera de ella. Paradoja ridícula porque, a pesar de la indignante opresión y el empobrecimiento de los sacrificados cubanos, los gobiernos temen ser “políticamente incorrectos” si critican esa revolución tiránica y destructiva, pero transubstanciada por la propaganda, y maquiavélicamente convertida en símbolo de resistencia en la trillada “lucha contra el imperialismo”. Ese impresionante contraste entre el desastre interno y la eficacia de la gestión externa es un éxito malévolo de la política exterior y los mecanismos de inteligencia castristas, potenciados por una propaganda que el mismo Goebbels habría envidiado.
Del intento pueril de negociar un “nuevo orden económico internacional” en los 70, las izquierdas pasaron al “multilateralismo” (las decisiones se toman con el consenso de todos los Estados; es decir, no se toman). Siguen empeñadas en la militante caricaturización del “neoliberalismo” y el libre mercado, a los que satanizan para bloquear sus beneficios económicos y su probado potencial democratizador. Han acuñado relatos deformantes y letanías que recitan en los foros políticos de la ONU hasta condenarla a la irrelevancia, y convertirla en una fábrica de resoluciones retóricas que la marginan de los problemas mundiales decisivos.
Cuba invierte un enorme esfuerzo en preservar el obsoleto Movimiento de los No Alineados, una reliquia de la Guerra Fría que, gracias a la negligente flojera diplomática del Tercer Mundo, sirve a La Habana para agudizar contradicciones, avanzar sus posiciones y manipular a una vasta mayoría de miembros de las NN.UU. contra el Occidente “imperialista”, la democracia representativa y el Estado de Derecho. Cuba y otras notorias dictaduras utilizan los derechos humanos sea para neutralizar intervenciones urgentes, como en Siria, o para promoverlas y apoyarlas, como en Honduras y Paraguay. El juego es proteger y apoyar a los regímenes tiránicos, teocráticos o socialistas que comparten sus objetivos. Influido siempre por Cuba, el No Alineamiento asume posiciones que no resisten el menor análisis. Sin embargo, son aceptadas con ligereza por esa mayoría silenciosa de la ONU con la que votan los países que necesitan su respaldo para ser elegidos en cargos vistosos, que luego presentan como muestras de un “reconocimiento internacional” inexistente. Un chantaje infantil.
Haber inducido a la creación de un foro como el CELAC, que defiende la democracia pero acepta ser representado por una dictadura tan longeva, es un triunfo resonante que Cuba comparte con el hegemónico Brasil, y con Venezuela, Argentina, el ALBA y los beneficiarios de las dádivas de Petrocaribe. De las mismas proporciones es la vergonzante derrota de la dignidad en América Latina, cuya demostración de pusilanimidad y cinismo será una merecida causa de desprestigio. Un desprestigio que comparten, farisaicamente, los miembros de la Unión Europea, tan políticamente correctos.
Inconsistencias de este calibre entre la prédica y la acción socavan la integridad político-moral con que Occidente debería defender y promover los valores de su civilización en el conflictivo panorama mundial que perfilan los poderosos desafíos de un Oriente pujante, populoso e irritable, donde países globalmente gravitantes –y con capacidad nuclear– no comparten valores tan fundamentales como la libertad.
Con sus inevitables defectos, el sistema democrático es el que mejor encarna la libertad política. Todavía.
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*Embajador peruano.
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