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Arnaldo M. Fernández
Algo anda mal en las historias que cuentan los cubanólogos dentro y fuera de la Isla, porque no cuentan para nada más allá de sus plataformas tradicionales, como el Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos (ICCAS) o la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). No hubo presencia de historiadores cubanos en la Conferencia Anual AHA —el evento más significativo de la disciplina en EE. UU.— ni suele haberla en las publicaciones sin conexión politizada con el problema cubano, como History Today (Londres). Las rampas mediáticas y editoriales en Miami y La Habana, Madrid y otros lugares, se cargan con trabajos de diverso calibre historiográfico, pero a menudo la descarga no sobreviene por su propio peso lógico-histórico- sino por alboroto de la claque.
La jornada historiográfica no se emprende con el clásico prurito de ἀλήθεια (alétheia), esto es: sacar del olvido o de la ocultación, sino con predisposiciones. Y por el camino los cubanólogos sucumben a la tentación del wishful thinking, que incluso embota los sentidos. Para imprimir lirismo kitsch al centenario de la masacre —por el Ejército Permanente— de los independientes de color, el historiador Leonardo Calvo Cárdenas llegó al colmo de confundir al hijo de José Martí, Jefe del Estado Mayor, con el forense principal que aparece en la foto antológica de la autopsia de Evaristo Esténoz (1872-1912).
Todo historiógrafo tiene completa libertad para desplazarse por entre las estructuras narrativas escogiendo unos hechos y prescindiendo de otros, pero estos últimos no pueden ni deben ser esenciales para comprender aquellos. Al repicar en Fidel Castro y el asesinato de Kennedy que Castro tuvo conocimiento previo de la intención criminal de Lee Harvey Oswald, el historiador Pedro Roig entresacó —del informe (1964) del espía del FBI Jack Childs sobre conversación con Castro— que Oswald había proferido amenaza de muerte contra Kennedy al visitar [septiembre 27, 1963] el complejo diplomático de Cuba en Ciudad México, pero Roig desechó que Childs había reportado explícitamente que Castro supo tanto de Oswald como de su amenaza ya sólo después del asesinato de JFK.
Irse de ronda historiográfica con jolongo de ideas preconcebidas propicia que se tomen atajos para acotar el camino: las pruebas y argumentos se hilvanan sobre todo con fuentes secundarias afines y con descuido no sólo de interpretaciones alternativas, sino de las fuentes primarias. En su empeño por demostrar «la soledad constitucional del socialismo cubano», el historiador Rafael Rojas se arrima incluso a la valoración ampulosa del catedrático Joan Vintró Castells (Universidad de Barcelona) sobre la constitución nicaragüense de 1987 y se aparta de la fuente primaria clave: el «Documento de las 72 Horas» (1979).
Aquí los nueve comandantes del Frente Sandinista (FSLN) planearon transformarlo en «partido de vanguardia» marxista-leninista y seguir a lo Castro el modelo constitucional soviético. No pudieron llevarlo a la práctica por la Contra, las divisiones intrasandinistas y otros factores, es decir: por la causa eficiente que Rojas esquivó de antemano para dar autonomía —siempre aparente— a las ideas e instituciones frente a sus contextos vitales de surgimiento y aplicación. A pesar del entusiasmo que generaba la revolución castrista, su orden constitucional no fue adoptado por el sandinismo ni por otras izquierdas latinoamericanas porque ninguna llegó al poder como Castro ni discurrió por entre las mismas coyunturas sociopolíticas.
------------------------ Foto © Bill Klipp (2010)
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