Crear una organización latinoamericana que excluyera a Estados Unidos siempre fue un sueño de Fidel Castro, desde los años sesenta del siglo pasado, cuando su gobierno fue excluido de la OEA.
Pretextos hubo muchos. Fidel Castro utilizaba el sofisma de comparar la Organización de Estados Americanos (OEA) con la entonces Organización de Unidad Africana (OUA), donde no participaba ninguna “metrópoli”, para justificar sus intenciones de excluir a Estados Unidos. El hecho de que en un caso se tratara de dos continentes diferentes (África y Europa) y en el otro no, no se manejaba como argumento en contra: el “antiimperialismo” no necesita razones cuando le sobran intenciones y pasiones. Sin embargo, durante muchos años el intento castrista de crear una organización alternativa cayó en el vacío, a pesar de la irrelevancia y la total inoperancia de la OEA.
Verdaderamente, pocos organismos gubernamentales de carácter internacional muestran a lo largo de su historia tan poca importancia y tan exiguos resultados prácticos como la OEA. En momentos decisivos para el continente americano, quizás con algunas excepciones, como cuando el derrocamiento de Somoza en 1979, la OEA demostró claramente que no servía para mucho: resultó irrelevante cuando el derrocamiento del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, en los enfrentamientos territoriales Argentina-Chile, en la “guerra del fútbol” entre Honduras y El Salvador, ante las invasiones americanas de República Dominicana, Granada y Panamá, ante los enfrentamientos de Estados Unidos y Panamá por la soberanía del Canal, ante una cantidad infinita de golpes de Estado en el continente, ante las continuas violaciones de la legalidad e injerencias del régimen castrista en diferentes países del continente, ante la guerra de Las Malvinas entre Argentina y Reino Unido, ante la guerra territorial entre Perú y Ecuador, ante el golpe de estado contra Chávez en el 2002, y ante cada problema importante en el continente, la OEA demostró que existir o no existir no constituía demasiada diferencia.
Algunos intentos de los gobiernos del continente a finales del pasado siglo y comienzos de este, con la celebración de conferencias Cumbres y la aprobación de la Carta Democrática, pretendieron tal vez revivir o maquillar a la OEA, presentándola como una institución que se modernizaba acorde con los tiempos, pero sus vacilaciones ante los peculiares interpretaciones de la “democracia” que realizaba Hugo Chávez desde sus primeros tiempos como gobernante volvieron a restarle credibilidad y a negarle la poca eficacia que hubiera pretendido recuperar.
En los últimos años, gracias al avance del “socialismo del siglo XXI” en América Latina y a la influencia de los petrodólares chavistas en muchos gobiernos latinoamericanos y caribeños, la “izquierda” continental comenzó a ocupar posiciones dentro de la OEA, logrando que esa organización tuviera varias otras bochornosas actuaciones, esta vez de signo contrario, que sin dudas pasarán a la historia de la infamia universal.
La primera en esa vergonzosa etapa fue dejar sin efecto la expulsión del Gobierno cubano por la incompatibilidad de su régimen marxista con el sistema interamericano, y si no se invitó con cantos y loas a La Habana a regresar a la organización como hijo pródigo —lo que no interesaba para nada al castrismo— fue gracias a que Estados Unidos logró establecer que un reingreso supondría la aceptación de los principios democráticos de la organización, lo que el régimen nunca haría, por ser la negación de su esencia.
Posteriormente, cuando en Honduras y Paraguay se aplicaron diversos mecanismos constitucionales establecidos, y se separaron de su cargo a los respectivos presidentes de ambos países, la OEA y su secretario general —presionados por Hugo Chávez y el resto de los “bolivarianos”, y con el apoyo externo de La Habana— se lanzaron contra los gobiernos de ambos países, pidiendo a gritos expulsiones, repudios, boicots y sanciones de todo tipo, y avalando actuaciones ilegales tales como la utilización de la embajada brasileña en Tegucigalpa como cabeza de playa del derrocado presidente hondureño, que regresó clandestinamente al país y pretendía realizar actividades políticas desde esa sede diplomática.
Sin embargo, ante la reciente crisis constitucional en Venezuela, creada por la ausencia por enfermedad de Hugo Chávez a su toma de posesión, que debió haberse realizado el pasado diez de enero, el secretario general de la OEA se apresuró a avalar los procedimientos “jurídicos” aplicados en el país, y no solicitó condenas, expulsiones, boicots ni sanciones. Más aún, prácticamente todos los países “hermanos” bendijeron con su presencia, o con su silencio, la peculiar situación jurídica creada en Venezuela.
Siendo ese el espíritu latinoamericano y caribeño en estos tiempos, no es nada extraño que se hubieran creado en el 2012 las condiciones para fundar en Caracas la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, excluyendo específicamente a Estados Unidos y Canadá de la nueva organización: el “antiimperialismo”, deporte nacional en muchos sectores del continente, se expresaba en su versión más pura y dura, aceptando crear una organización inoperante y aquejada de absoluta falta de principios democráticos —capaz de aceptar al régimen castrista— con tal de excluir al “enemigo”.
Entonces, con todos estos antecedentes, nadie debería sorprenderse por lo que acaba de suceder en Santiago de Chile, y que, por otra parte, ya estaba anunciado desde hacía un año, cuando la nueva organización se fundó: que la Cumbre CELAC en 2013 se realizaría en Santiago de Chile, donde se entregaría al Gobierno cubano la presidencia pro témpore para el 2013, y que la siguiente presidencia rotativa será de Costa Rica en el 2014.
De manera que durante este año corresponderá al Gobierno cubano, encabezado por Raúl Castro, velar por la marcha de la democracia, el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos en todos los países latinoamericanos y caribeños, así como por la armonía en las relaciones entre esas mismas naciones y, en caso de que se produjeran violaciones o conflictos, actuar en consecuencia.
¿Creará Raúl Castro brigadas de respuesta rápida para intervenir en cualquier país de América Latina o el Caribe donde se viole la democracia o no se respeten los derechos humanos? ¿Organizará mítines de repudio contra los gobiernos que mantengan opiniones diferentes a las que se establezcan por CELAC? ¿Ayudará a las autoridades chilenas en la investigación del asesinato de un senador, cuando uno de los acusados es el padre de su nieta? ¿Qué hará cuando se viole la libertad de prensa en un país?
¿Servirá para algo una CELAC presidida ahora durante un año por un vetusto y corrupto dictador? Evidentemente, los excelentísimos gobernantes latinoamericanos y caribeños han puesto al zorro a cuidar al gallinero, al maleante como policía.
Sin embargo, la culpa no es del zorro, sino de los inmorales que aceptaron desde el 2012 designarlo para la tarea en el 2013. Inmorales con conductas nada decentes, pero que sin dudas reflejan lo más puro y más sentido de su profundo “antiimperialismo”.
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