Cuando Óscar Niemeyer pisó por primera vez la Unión Soviética, otros intelectuales de Occidente ya habían estado allí. Es el caso de John Reed, Saul Steinberg, George Orwell, John Steinbeck o Robert Capa. Todos ellos, después de una fascinación inicial, habían dado paso a las dudas, la decepción o el horror, proceso del que dejaron constancia. Niemeyer, en cambio, mantuvo incólume su apoyo, lo que le valió el Premio Lenin en 1963 y un epitafio de Fidel Castro con la certeza de que ambos, comandante y arquitecto, quedarían como “los últimos comunistas sobre el planeta”.
Sin la influencia de la revolución cubana, es imposible comprender el pensamiento político de Niemeyer. Y, paradójicamente, sin la estrategia de modernización que se expandió por América Latina para contrarrestarla -el desarrollismo de Kubitschek o la Alianza para el Progreso de Kennedy- es imposible entender su arquitectura.
Nacionalismo y revolución, Le Corbusier y el asalto a la ciudad por parte de los desclasados, teoría de la dependencia y teología de la liberación, exilio en París o implicación en Argelia… Todo eso confluye en una obra contradictoria que certificó el declive de la ciudad oligárquica y que, en lugar de construir la utopía, levantó Brasilia, megalópolis por excelencia del capitalismo latinoamericano.
La arquitectura de Niemeyer consiguió “curvar” esos contrasentidos, así como dotarlos de una sensualidad brasilera –de su naturaleza a sus mujeres- que supo expandir hasta Argel o Nueva York.
Poco amigo de los prefijos –ni excomunista ni poscomunista-, de Niemeyer podemos decir lo mismo que Habermas de Octavio Paz: fue un “compañero de viaje de la modernidad”. (Aunque eso no impidió que sus edificios alimentaran varias fantasías del cine posmodernista). Navegando siempre en la contradicción, al comunismo le opuso un carácter sibarita y el ego propio de una estrella (al estilo de Neruda, digamos). Al desarrollismo intentó dotarlo de carácter social. Al nacionalismo le opuso una idea universal de Brasil que anticipaba la apuesta global que más tarde consiguió otro comunista: Lula da Silva. Frente a la injerencia de Estados Unidos, creó su propia suite latinoamericana, conectado acaso con el Pérez Prado más sinfónico. Como hijo del movimiento antropófago brasileño, apostó por la mezcla, incluso la promiscuidad, si bien empaquetó su sensualismo con la sobriedad propia de un seguidor de Le Corbusier.
Pocos pueden ufanarse de haber sido condecorados por Nikita Kruschev y Hugo Chávez. Para eso es necesaria una longevidad y una militancia casi tan larga como la vida. Canceladas ambas, el hombre y el comunista han dejado a su arquitectura sola en la inmortalidad.
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