Desde el sitio de Ichikawa
Pedro Pablo Bilbao
El ejercicio dictatorial del poder es una de las letanías de discusión sobre el problema cubano. Da pie a que los cubanólogos jueguen con prenociones de totalitarismo, autoritarismo, sultanismo y otras por el estilo, así como a inventar soluciones como elección directa del presidente de la república y otras boberías constitucionales. Sin embargo, la carga práctica del ciclón Sandy al pasar por el oriente cubano hizo columbrar de nuevo que, por debajo de la dictadura corriente, discurre otra en estado latente, que aflora en situaciones críticas y está institucionalizada en la jefatura de Estado y Gobierno con doble facultad de presidir el Consejo de Defensa Nacional y declarar el Estado de Emergencia sin tener que dar cuenta de inmediato, sino «tan pronto las circunstancias lo permitan» a la Asamblea Nacional o al Consejo de Estado» (Artículo 93.h,i). Así como en guerra, en estado de emergencia el Consejo de Defensa Nacional dirige el país y por ello «se constituye y prepara desde tiempo de paz» (Artículo 101).
La dictadura es clave cultural de Occidente —por lo menos desde Roma— para encarar situaciones de aguda crisis. Hasta un comentarista político tan moderado como Walter Lippmann (1889 –1974) consideró esencial el uso de dictatorial powers para enfrentar la Gran Depresión (Ronald Steel, Walter Lippman and the American Century, Little, Brown and Company, 1980, página 300). El orden constitucional cubano formula el estado de emergencia con bastante laxitud para que emerja también un poder dictatorial sans phrase que los cubanalógos —por suerte— no han abordado. El jefe de Estado y Gobierno tiene potestad para declarar estado de emergencia —«en todo el territorio nacional o en una parte de él»— no sólo «en caso o ante la inminencia de desastres naturales o catástrofes», sino también en «otras circunstancias que por su naturaleza, proporción o entidad afecten el orden interior, la seguridad del país o la estabilidad del Estado». Así pueden incluso regularse «de manera diferente» los derechos y deberes fundamentales (Artículo 67).
El Consejo de Defensa Nacional esparce puntualmente semejante poder dictatorial a través de los consejos de defensa provinciales y municipales, así como de las zonas de defensa y los consejos militares de los ejércitos (Artículo 119). En estado de emergencia aflorarían esos dictadores locales que ya se insinúan, como cabezas parlantes con cierto conocimiento del contexto, por entre las coberturas mediáticas de desastres naturales, por ejemplo: el paso de Sandy.
La praxis social disidente no ha generado aún tal reacción dictatorial ni siquiera cuando el Maleconazo (agosto 5, 1994), que Castro mismo calificó como «el único tumulto que se ha creado» (Biografía a dos voces, Debate, 2006, página 303). Las demás situaciones que vienen revolviéndose con frenesí mediático —huelgas de hambre, recogidas de firmas, protestas de cocheros, brotes de cólera o conjuntivitis y tantas otras— han ido resolviéndose con parsimonia. Pero si llegara el estado de emergencia, la reacción del poder dictatorial distará mucho de aprehenderse desde la perspectiva pueril que recircula por la televisión de Miami y concita hasta poses de experto o expertos en pose: ¿Sacará Raúl los tanques a la calle?
Ante las llamadas «situaciones excepcionales» [guerra, movilización general y estado de emergencia], el poder se concentra en el Consejo de Defensa Nacional, formado por el jefe de Estado y Gobierno, el vice presidente primero del Consejo de Estado y cinco miembros más, que son designados por el Consejo de Estado a propuesta del jefe de Estado y Gobierno (Ley 75 – 1995, artículo 26). Así queda concentrado el poder y se vió ya, tras el paso de Sandy, que un gobierno de emergencia —noticiado, con ajuste a objeto, Órgano Económico y Social del Consejo de Defensa Nacional— tomó acuerdos (octubre 25) que son de estricto cumplimiento para el gobierno al que estamos acostumbrados y como tal fueron chequeados en sesión (octubre 27) del Consejo de Ministros. Y al antedicho foco primario de poder —siete personas— acompaña una guirnalda tendida por todo el país con focos locales listos a encenderse.
-Ilustración: José A. Díaz-Peláez, Relámpago (1986) © Museo de Bellas Artes
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