domingo, septiembre 23, 2012

Breve historia cubana de la infamia

Simbolo de la Infamia/ foroswebgratis.com
Rafael Rojas/
Choque de legitimidades
Una vez que se atribuye públicamente el estatuto de traidor a quien no posee las mismas ideas o convicciones políticas lo que se pone en tela de juicio no es la justicia o la veracidad de esas ideas o convicciones sino la legitimidad misma de quien las sostiene. En Cuba, el debate público ha estado tradicionalmente enviciado por la disputa de la legitimidad, en un reflejo bastante nítido del conflicto por la soberanía de la representación política. Lo que se cuestiona en las polémicas cubanas no son las creencias, simpatías o lealtades sino la legitimidad de quien las practica. Esta peculiaridad refuerza la tesis de que el eje del conflicto cubano no es el diferendo entre EE UU y Cuba sino la fractura de la comunidad nacional.
En el último medio siglo el Gobierno cubano ha sostenido por medios constitucionales, penales y policíacos el principio de que la oposición y el exilio son ilegítimos. En las tres primeras décadas porque ambos, aliados a EE UU, aspiraron al derrocamiento violento del Gobierno revolucionario. En las dos últimas décadas porque, aunque apelen a métodos pacíficos, persiguen, según el régimen, la misma meta destructiva. La oposición y el exilio, por su parte, también siguen presentando al Gobierno cubano como ilegítimo, a pesar de que las vías pacíficas y reformistas que ha experimentado en los últimos veinte años implican, en la práctica, un reconocimiento de la legitimidad histórica del Estado socialista.
El sustrato jurídico de la ilegitimidad de la oposición en Cuba debe remitirse a la Constitución de 1976 y su codificación penal. Los artículos 53°, 54° y 62° de esa Constitución y del 72° al 97° del Código Penal establecieron el carácter punible de la oposición pacífica bajo los cargos de asociación ilícita, propaganda enemiga y delitos contra la seguridad del Estado. La Ley 88 de 1999, de "protección de la independencia nacional y de la economía de Cuba", concebida como "antídoto" de la enmienda Helms-Burton de 1996 y aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular, transfirió a toda la oposición pacífica los objetivos del "bloqueo, la guerra económica, el quebrantamiento del orden interno, la desestabilización del país, la liquidación del Estado socialista y la independencia de Cuba".
Esa legislación no solo ha sustentado jurídicamente las diversas oleadas represivas contra los opositores cubanos —incluida la de la primavera de 2003— sino la maquinaria infamante del discurso oficial en las dos últimas décadas. Libros como El Camaján (2002) de Arleen Rodríguez y Lázaro Barredo, "Disidentes" (2002) de Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez y los expedientes que abrió el portal del Ministerio de Cultura, La Jiribilla, contra Jesús Díaz, Raúl Rivero y otros intelectuales críticos de la Isla y el exilio, entre 2002 y 2006, son buenos ejemplos de la renovación que vivió la literatura difamatoria durante la llamada "batalla de ideas". Una literatura que, naturalmente, surgió mucho antes, desde los primeros años de la Revolución, pero que se renueva década con década, a medida que se ensancha el censo de enemigos del Estado.
El carácter de "antídoto" de la legislación represiva en Cuba se presta al equívoco histórico y político de que la misma fue una reacción al reforzamiento del embargo comercial en los 90. La represión de la oposición y su difamación en los medios oficiales comenzó desde el mismo año 1959, como prueban tantos casos célebres de líderes políticos fusilados, encarcelados o estigmatizados, antes, incluso, de que conspiraran o se opusieran violentamente al Gobierno revolucionario. La Ley 88 de 1999 no hizo más que referir específicamente a los objetivos de la Ley Helms-Burton el principio jurídico que, de jure y de facto, criminaliza a la oposición desde la llegada de Fidel Castro al poder.
El propio Fidel Castro hizo su contribución personal al relanzamiento de la literatura infamante cuando en Biografía a dos voces (2006) le asegura a Ignacio Ramonet que el Proyecto Varela, promovido por Oswaldo Payá y el Movimiento Cristiano Liberación, fue un "invento de Estados Unidos o de la política de Estados Unidos", y presenta el rechazo del mismo por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular y la reforma constitucional de 2002, que declaró el carácter "irrevocable" del socialismo en Cuba, como respuestas al Plan Bush. El Proyecto Varela, como es sabido, fue lanzado antes de la llegada de Bush al poder y en su concepción no intervino el gobierno de Estados Unidos.
El eje de la literatura infamante, en Cuba, es la negación de toda autonomía e identidad política a la oposición, por medio de la presentación de ésta como criatura de la "mafia terrorista" de Miami y el "imperialismo yanqui". En los últimos años, ésa ha sido la prioridad mediática de publicaciones electrónicas oficiales como Cubadebate, Cubainformación, la enciclopedia digital Ecured y los blogs de Yohandry Fontana, Iroel Sánchez, Enrique Ubieta o Manuel Henriquez Lagarde. Esa infamia es, en esencia, lo que el régimen cubano, sus ideólogos, sus policías y sus burócratas entienden por "batalla de ideas" o "guerra cultural".
Intolerancia y exilio
El choque de legitimidades entre el Gobierno, la oposición y el exilio permea toda la esfera pública. Que el mismo se refleje en los medios oficiales —impresos, radiales, televisivos o electrónicos— es lógico. Pero que tal choque impacte la mayoría de los medios de una diáspora, que vive en contextos democráticos, no deja de ser inquietante. En la sección de comentarios de todas las publicaciones electrónicas cubanas y en la cabecera editorial de no pocos blogs del exilio predomina, no el debate respetuoso, sino la impugnación de la legitimidad del otro y la descalificación moral de quien no piensa como el titular de la página. Esa mala calidad de la esfera pública cubana no puede atribuirse, únicamente, a las interferencias electrónicas del Gobierno cubano o de cualquiera de las muchas organizaciones de la oposición o el exilio.
La cultura política predominante en el exilio, en las últimas cinco décadas, también ha reproducido la sacralización nacionalista de las lealtades. Muchos exiliados y no pocos políticos cubanoamericanos se han imaginado como herederos legítimos de los mambises del siglo XIX y han catalogado de traidores, en la opinión pública de Miami, ya no a todos los integrantes o partidarios de los gobiernos de Fidel y Raúl Castro, sino a aquellos opositores y exiliados que reprueban métodos como la invasión militar o el embargo comercial. Todavía es posible leer en textos de algunos líderes de ese exilio calificativos como "neoautonomistas", "dialogueros", "raulistas light", "cómplices", "agentes", "colonizadores castristas del Sur de la Florida", aplicados a quienes piensan que el fin del embargo y la normalización de las relaciones entre EE UU y Cuba pueden contribuir a la democratización de Cuba.
La historia cubana en las tres últimas décadas es rica en episodios de intolerancia ideológica y política, que han atizado discursos infamantes. Episodios compartidos dentro y fuera de la Isla, como los actos de repudio contra marielitos en La Habana o la marginación de los mismos en Miami o las denigraciones públicas de personalidades de la cultura cubana de una u otra orilla. La conexión entre esas dos esferas públicas vecinas, La Habana y Miami, ha llegado a ser tan fluida, en medio de la guerra mediática, que los discursos de ambas ciudades parecen réplicas de sí mismos. Mientras algunos oficiales de las FAR o el MININT y no pocos exfuncionarios del Gobierno se instalan rápidamente como autoridades de los medios de Miami, disidentes de la Isla, que no concuerdan con las políticas hegemónicas del exilio, han debido sufrir la triple retórica infamante del régimen cubano, la opinión anticastrista y la radio y la prensa progubernamental del Sur de la Florida, cada vez tan estridente como sus propios rivales.
Como en cualquier otra opinión pública democrática, en la de la diáspora cubana intervienen sujetos que construyen su autoridad en diferentes áreas del saber. En ella participan políticos y abogados, periodistas y empresarios, académicos y artistas, científicos y escritores, que se autorizan públicamente desde sus respectivas profesiones. Un aspecto curioso del choque de legitimidades en la opinión electrónica cubana es que constantemente se pone en duda la fuente intelectual de la autoridad. Los escritores, según esa opinión, no deberían tomar posiciones políticas porque además de ser escritores, no políticos, son malos escritores. Una de las constantes del debate electrónico cubano es el anti-intelectualismo: debatir ideas, ideas políticas incluso, es para muchos una pérdida de tiempo o algo contraproducente cuando de lo que se trata es de "acabar con el castrismo".
El anti-academicismo es una de las modalidades más pertinaces del anti-intelectualismo cubano. En todas las esferas públicas democráticas los académicos, específicamente los de las ciencias sociales, intervienen en las instituciones de opinión. Muchos medios electrónicos de la diáspora cubana, sin embargo, ven esas intervenciones como retardatarias o dañinas. Para refutar ideas sostenidas por académicos esos medios prefieren la vía fácil de la descalificación de la academia misma, como espacio de saber, incapaz de solucionar o contribuir intelectualmente a la solución de problemas políticos. Ese antia-academicismo que, por ejemplo, hace suyo el término peyorativo de "cubanólogos", acuñado por los aparatos ideológicos del Comité Central, converge no solo con la ortodoxia comunista de la Isla sino también con la ortodoxia anticomunista del exilio, que siempre ha visto a los "cubanólogos" como "agentes" de Castro.
Son asombrosas las consonancias que se producen entre algunos sectores de la opinión anticastrista y el discurso oficial, a la hora de valorar los nuevos liderazgos de la oposición pacífica en la Isla. La más clara convergencia intelectual entre ambas ortodoxias es aquella que presenta el problema cubano como un conflicto entre EE UU y Cuba, excluyendo o subvalorando a la oposición como actor legítimo del mismo. Para los ortodoxos de adentro Cuba defiende su "independencia"; para los de afuera EE UU defiende la "libertad" de Cuba. De ahí la importancia de que la oposición combata esos estereotipos, afianzando su autonomía política y económica.
Figuras como Elizardo Sánchez, Martha Beatriz Roque, Oswaldo Payá, Manuel Cuesta Morúa, Guillermo Fariñas, Yoani Sánchez, Antonio G. Rodiles o Pedro Campos e iniciativas como La Patria es de Todos, Proyecto Varela, Todos Unidos, Arco Progresista, Estado de Sats, Observatorio Crítico o la Demanda Ciudadana por Otra Cuba han sido y son atacados, a la vez, por medios del oficialismo y del exilio. Estos últimos casi siempre están motivados por políticas concretas, como el apoyo al levantamiento del embargo comercial, al intercambio cultural y académico entre EE UU y Cuba o al llamado a la reconciliación nacional, que rechazan sectores tradicionales del exilio y de la clase política cubanoamericana. Pero tampoco están ausentes, en esas reacciones, viejos resabios anticomunistas de la Guerra Fría que, curiosamente, reproducen sujetos políticos formados después de la caída del Muro de Berlín. Quienes atacan, desde afuera, esos proyectos, no debaten seriamente las ventajas que, a su juicio, tendrían ideas o políticas diferentes sino que se limitan a acusar a sus líderes de complicidad con el castrismo. 

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