Simbolo de la Infamia/ foroswebgratis.com |
Rafael Rojas/
Choque de legitimidades
Una vez que se atribuye públicamente el estatuto de traidor a quien
no posee las mismas ideas o convicciones políticas lo que se pone en
tela de juicio no es la justicia o la veracidad de esas ideas o
convicciones sino la legitimidad misma de quien las sostiene. En Cuba,
el debate público ha estado tradicionalmente enviciado por la disputa de
la legitimidad, en un reflejo bastante nítido del conflicto por la
soberanía de la representación política. Lo que se cuestiona en las
polémicas cubanas no son las creencias, simpatías o lealtades sino la
legitimidad de quien las practica. Esta peculiaridad refuerza la tesis
de que el eje del conflicto cubano no es el diferendo entre EE UU y Cuba
sino la fractura de la comunidad nacional.
En el último medio siglo el Gobierno cubano ha sostenido por medios
constitucionales, penales y policíacos el principio de que la oposición y
el exilio son ilegítimos. En las tres primeras décadas porque ambos,
aliados a EE UU, aspiraron al derrocamiento violento del Gobierno
revolucionario. En las dos últimas décadas porque, aunque apelen a
métodos pacíficos, persiguen, según el régimen, la misma meta
destructiva. La oposición y el exilio, por su parte, también siguen
presentando al Gobierno cubano como ilegítimo, a pesar de que las vías
pacíficas y reformistas que ha experimentado en los últimos veinte años
implican, en la práctica, un reconocimiento de la legitimidad histórica
del Estado socialista.
El sustrato jurídico de la ilegitimidad de la oposición en Cuba debe
remitirse a la Constitución de 1976 y su codificación penal. Los
artículos 53°, 54° y 62° de esa Constitución y del 72° al 97° del Código
Penal establecieron el carácter punible de la oposición pacífica bajo
los cargos de asociación ilícita, propaganda enemiga y delitos contra la
seguridad del Estado. La Ley 88 de 1999, de "protección de la
independencia nacional y de la economía de Cuba", concebida como
"antídoto" de la enmienda Helms-Burton de 1996 y aprobada por la
Asamblea Nacional del Poder Popular, transfirió a toda la oposición
pacífica los objetivos del "bloqueo, la guerra económica, el
quebrantamiento del orden interno, la desestabilización del país, la
liquidación del Estado socialista y la independencia de Cuba".
Esa legislación no solo ha sustentado jurídicamente las diversas
oleadas represivas contra los opositores cubanos —incluida la de la
primavera de 2003— sino la maquinaria infamante del discurso oficial en
las dos últimas décadas. Libros como El Camaján (2002) de Arleen Rodríguez y Lázaro Barredo, "Disidentes" (2002) de Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez y los expedientes que abrió el portal del Ministerio de Cultura, La Jiribilla,
contra Jesús Díaz, Raúl Rivero y otros intelectuales críticos de la
Isla y el exilio, entre 2002 y 2006, son buenos ejemplos de la
renovación que vivió la literatura difamatoria durante la llamada
"batalla de ideas". Una literatura que, naturalmente, surgió mucho
antes, desde los primeros años de la Revolución, pero que se renueva
década con década, a medida que se ensancha el censo de enemigos del
Estado.
El carácter de "antídoto" de la legislación represiva en Cuba se
presta al equívoco histórico y político de que la misma fue una reacción
al reforzamiento del embargo comercial en los 90. La represión de la
oposición y su difamación en los medios oficiales comenzó desde el mismo
año 1959, como prueban tantos casos célebres de líderes políticos
fusilados, encarcelados o estigmatizados, antes, incluso, de que
conspiraran o se opusieran violentamente al Gobierno revolucionario. La
Ley 88 de 1999 no hizo más que referir específicamente a los objetivos
de la Ley Helms-Burton el principio jurídico que, de jure y de facto, criminaliza a la oposición desde la llegada de Fidel Castro al poder.
El propio Fidel Castro hizo su contribución personal al relanzamiento de la literatura infamante cuando en Biografía a dos voces (2006)
le asegura a Ignacio Ramonet que el Proyecto Varela, promovido por
Oswaldo Payá y el Movimiento Cristiano Liberación, fue un "invento de
Estados Unidos o de la política de Estados Unidos", y presenta el
rechazo del mismo por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular y
la reforma constitucional de 2002, que declaró el carácter "irrevocable"
del socialismo en Cuba, como respuestas al Plan Bush. El Proyecto
Varela, como es sabido, fue lanzado antes de la llegada de Bush al poder
y en su concepción no intervino el gobierno de Estados Unidos.
El eje de la literatura infamante, en Cuba, es la negación de toda
autonomía e identidad política a la oposición, por medio de la
presentación de ésta como criatura de la "mafia terrorista" de Miami y
el "imperialismo yanqui". En los últimos años, ésa ha sido la prioridad
mediática de publicaciones electrónicas oficiales como Cubadebate, Cubainformación, la enciclopedia digital Ecured
y los blogs de Yohandry Fontana, Iroel Sánchez, Enrique Ubieta o Manuel
Henriquez Lagarde. Esa infamia es, en esencia, lo que el régimen
cubano, sus ideólogos, sus policías y sus burócratas entienden por
"batalla de ideas" o "guerra cultural".
Intolerancia y exilio
El choque de legitimidades entre el Gobierno, la oposición y el
exilio permea toda la esfera pública. Que el mismo se refleje en los
medios oficiales —impresos, radiales, televisivos o electrónicos— es
lógico. Pero que tal choque impacte la mayoría de los medios de una
diáspora, que vive en contextos democráticos, no deja de ser
inquietante. En la sección de comentarios de todas las publicaciones
electrónicas cubanas y en la cabecera editorial de no pocos blogs del
exilio predomina, no el debate respetuoso, sino la impugnación de la
legitimidad del otro y la descalificación moral de quien no piensa como
el titular de la página. Esa mala calidad de la esfera pública cubana no
puede atribuirse, únicamente, a las interferencias electrónicas del
Gobierno cubano o de cualquiera de las muchas organizaciones de la
oposición o el exilio.
La cultura política predominante en el exilio, en las últimas cinco
décadas, también ha reproducido la sacralización nacionalista de las
lealtades. Muchos exiliados y no pocos políticos cubanoamericanos se han
imaginado como herederos legítimos de los mambises del siglo XIX y han
catalogado de traidores, en la opinión pública de Miami, ya no a todos
los integrantes o partidarios de los gobiernos de Fidel y Raúl Castro,
sino a aquellos opositores y exiliados que reprueban métodos como la
invasión militar o el embargo comercial. Todavía es posible leer en
textos de algunos líderes de ese exilio calificativos como
"neoautonomistas", "dialogueros", "raulistas light", "cómplices",
"agentes", "colonizadores castristas del Sur de la Florida", aplicados a
quienes piensan que el fin del embargo y la normalización de las
relaciones entre EE UU y Cuba pueden contribuir a la democratización de
Cuba.
La historia cubana en las tres últimas décadas es rica en episodios
de intolerancia ideológica y política, que han atizado discursos
infamantes. Episodios compartidos dentro y fuera de la Isla, como los
actos de repudio contra marielitos en La Habana o la marginación de los
mismos en Miami o las denigraciones públicas de personalidades de la
cultura cubana de una u otra orilla. La conexión entre esas dos esferas
públicas vecinas, La Habana y Miami, ha llegado a ser tan fluida, en
medio de la guerra mediática, que los discursos de ambas ciudades
parecen réplicas de sí mismos. Mientras algunos oficiales de las FAR o
el MININT y no pocos exfuncionarios del Gobierno se instalan rápidamente
como autoridades de los medios de Miami, disidentes de la Isla, que no
concuerdan con las políticas hegemónicas del exilio, han debido sufrir
la triple retórica infamante del régimen cubano, la opinión
anticastrista y la radio y la prensa progubernamental del Sur de la
Florida, cada vez tan estridente como sus propios rivales.
Como en cualquier otra opinión pública democrática, en la de la
diáspora cubana intervienen sujetos que construyen su autoridad en
diferentes áreas del saber. En ella participan políticos y abogados,
periodistas y empresarios, académicos y artistas, científicos y
escritores, que se autorizan públicamente desde sus respectivas
profesiones. Un aspecto curioso del choque de legitimidades en la
opinión electrónica cubana es que constantemente se pone en duda la
fuente intelectual de la autoridad. Los escritores, según esa opinión,
no deberían tomar posiciones políticas porque además de ser escritores,
no políticos, son malos escritores. Una de las constantes del debate
electrónico cubano es el anti-intelectualismo: debatir ideas, ideas
políticas incluso, es para muchos una pérdida de tiempo o algo
contraproducente cuando de lo que se trata es de "acabar con el
castrismo".
El anti-academicismo es una de las modalidades más pertinaces del
anti-intelectualismo cubano. En todas las esferas públicas democráticas
los académicos, específicamente los de las ciencias sociales,
intervienen en las instituciones de opinión. Muchos medios electrónicos
de la diáspora cubana, sin embargo, ven esas intervenciones como
retardatarias o dañinas. Para refutar ideas sostenidas por académicos
esos medios prefieren la vía fácil de la descalificación de la academia
misma, como espacio de saber, incapaz de solucionar o contribuir
intelectualmente a la solución de problemas políticos. Ese
antia-academicismo que, por ejemplo, hace suyo el término peyorativo de
"cubanólogos", acuñado por los aparatos ideológicos del Comité Central,
converge no solo con la ortodoxia comunista de la Isla sino también con
la ortodoxia anticomunista del exilio, que siempre ha visto a los
"cubanólogos" como "agentes" de Castro.
Son asombrosas las consonancias que se producen entre algunos
sectores de la opinión anticastrista y el discurso oficial, a la hora de
valorar los nuevos liderazgos de la oposición pacífica en la Isla. La
más clara convergencia intelectual entre ambas ortodoxias es aquella que
presenta el problema cubano como un conflicto entre EE UU y Cuba,
excluyendo o subvalorando a la oposición como actor legítimo del mismo.
Para los ortodoxos de adentro Cuba defiende su "independencia"; para los
de afuera EE UU defiende la "libertad" de Cuba. De ahí la importancia
de que la oposición combata esos estereotipos, afianzando su autonomía
política y económica.
Figuras como Elizardo Sánchez, Martha Beatriz Roque, Oswaldo Payá,
Manuel Cuesta Morúa, Guillermo Fariñas, Yoani Sánchez, Antonio G.
Rodiles o Pedro Campos e iniciativas como La Patria es de Todos,
Proyecto Varela, Todos Unidos, Arco Progresista, Estado de Sats,
Observatorio Crítico o la Demanda Ciudadana por Otra Cuba han sido y son
atacados, a la vez, por medios del oficialismo y del exilio. Estos
últimos casi siempre están motivados por políticas concretas, como el
apoyo al levantamiento del embargo comercial, al intercambio cultural y
académico entre EE UU y Cuba o al llamado a la reconciliación nacional,
que rechazan sectores tradicionales del exilio y de la clase política
cubanoamericana. Pero tampoco están ausentes, en esas reacciones, viejos
resabios anticomunistas de la Guerra Fría que, curiosamente, reproducen
sujetos políticos formados después de la caída del Muro de Berlín.
Quienes atacan, desde afuera, esos proyectos, no debaten seriamente las
ventajas que, a su juicio, tendrían ideas o políticas diferentes sino
que se limitan a acusar a sus líderes de complicidad con el castrismo.
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