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Estaba en un lugar que pudo ser cualquiera de esta ciudad de glorias
acumuladas en basureros y calles masacradas por el desorden social
implantado por la dictadura castrista. A un lado unos jóvenes
conversaban de oscuros negocios, al frente sobre la acera unos niños
acompañados de adultos jugaban cartas con dinero, en una casa aledaña
traficaban bolsas que después de mirar a todos lados un señor las
introducía en un auto Lada, mientras otros salían con maletines
repletos, un anciano cruza por la vía renqueando, vendiendo botellas de
vino “para poder comer -me dice- así recorro muchas cuadras todos los
días”. Una señora negra se acerca, coloca sobre un muro cerca de los
niños que juegan a las cartas unos panfletos y le pregunta al señor que
habla conmigo los datos de identidad, “para llenar el registro de
electores:”-le dice. Uno de los sacos traficados quedó abierto y los
paquetes de galleticas dulces robados de algún lugar asomaron.
Medito entonces en las bolsas de contrabando, y los niños que juegan a
las cartas con la adultez del dinero, en los jóvenes negociando,
buscando la ganancia del menor esfuerzo y el anciano que debía estar
tranquilo disfrutando de la asistencia social o la retribución de la
sociedad por haber existido en ella en los basureros en cualquier parte
de la ciudad, y las calles masacradas; en la activa y revolucionaria
cederista que llena el registro electoral y en las “Elecciones”.
Una vez más comienza el proceso electoral en Cuba, ese acto vil y
simbólico en que se ha convertido la responsabilidad de elegir a quien
nos gobierna, gestión que se realiza cada 4 años según la Constitución
para legitimar el poder indefinidamente. Nuevamente alguien elegirá un
victimario, y el pueblo verdugo tomara el hacha de la traición y
guillotinará la justicia sin el más mínimo pudor. Volverán a urnas de
mentiras, adornadas con niñas o niños pioneritos víctimas de la
manipulación de la inocencia, aprendices de infames que unos años más
tarde repetirán la alevosía tiñendo la historia del lodo de porquerizas.
Domesticados y serviles como esclavos los cubanos asistirán al
aquelarre escoltados del miedo al poder y a convertirse en hombres,
justificando su cobardía en la intimidación del Estado como si
estuviesen obligados, pero a nadie durante estos 52 años de dictadura le
han colocado una pistola en el pecho para asistir a las urnas, si bien
es cierto que han prevalecido las amenazas despidos y exclusiones
sociales, ninguno ha ido a prisión, ni al paredón por ser un ausente.
El fraude en una urna electoral se convierte en el látigo que cuartea
la piel de los humildes, si torpe, necio y misantrópico es el poder que
lo practica, el pueblo que se acomoda y lo acepta lo es mucho más.
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