PJMedia/ By Jaime Daremblum
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Ustedes seguramente han oído esto ya muchas veces: “El embargo de los
Estados Unidos contra Cuba es la razón más importante por la cual
Washington y La Habana no mantienen buenas relaciones. Si queremos que
la nación cubana se convierta en una democracia, debemos levantar las
sanciones y emprender una política de cooperación activa”.
El razonamiento es simple y atrayente, lo cual explica por qué tanta
gente lo ha adoptado. Pero, desafortunadamente, se basa en una lectura
falaz de la historia y en una interpretación simplista de la dictadura
cubana.
En las últimas cuatro décadas, todos los presidentes norteamericanos
que intentaron llegar a una seria reconciliación con La Habana —Gerald
Ford, Jimmy Carter, Bill Clinton, Barack Obama— quedaron igualmente
decepcionados. Cada vez que Estados Unidos ha hecho una propuesta de
paz, el régimen de Castro ha respondido con actos tan patentes de
agresión en el extranjero (dando, por ejemplo, apoyo militar a las fuerzas comunistas en África o matando a cuatro pilotos cubano-estadounidenses) o de represión interna (encarcelando, por ejemplo, a un ciudadano norteamericano por falsos cargos de espionaje) que en efecto arruinó toda posibilidad de disminuir las tensiones.
Un buen ejemplo es la experiencia del presidente Obama. En abril de
2009, Obama disminuyó las sanciones de Estados Unidos con respecto a los
viajes y los envíos de dinero a Cuba. Pocos días después, en su discurso
de apertura de la Cumbre de las Américas celebrada en Trinidad y
Tobago, el presidente norteamericano destacó su sincera determinación de
mejorar las relaciones bilaterales con la isla. “Estados Unidos busca
un nuevo comienzo con Cuba”, dijo Obama. “Estoy dispuesto a que mi
gobierno trabaje de manera conjunta con el gobierno cubano en una amplia
gama de asuntos —desde las drogas, la migración y las cuestiones
económicas hasta los derechos humanos, la libertad de expresión y las
reformas democráticas. Ahora, para ser completamente claro, no me
interesa hablar sólo por hablar. Pero creo que podemos dar una nueva
dirección a las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos”.
Los hermanos Castro tenían otros planes. En diciembre de ese mismo año, Alan Gross,
un contratista de USAID que trabajaba en Cuba, fue arrestado bajo la
acusación de espionaje. Su verdadero “delito” fue el haber dado
asistencia a la diminuta población judía de la isla para que obtuviera
acceso al Internet. El año pasado, Gross fue sentenciado a 15 años de
prisión y sigue encarcelado hoy día, a pesar de la intensa campaña de
los Estados Unidos para conseguir que lo dejen en libertad. De acuerdo
con su abogado,
Gross, que tiene 63 años, “camina ahora con gran dificultad; además, le
ha salido un gran bulto detrás del omóplato derecho”. Victoria Nuland,
portavoz del Departamento de Estado norteamericano, afirmó
que Gross “ya no es capaz de caminar ni siquiera dentro de su celda”.
(Hace unos diez días, el gobierno cubano puso por fin a disposición de
la prensa la historia clínica de Gross.)
Gross se ha convertido esencialmente en un rehén —un ser humano usado
por Raúl Castro y compañía como moneda de cambio para extraer
concesiones de parte de los Estados Unidos. El ex gobernador de Nuevo
México Bill Richardson, que ha tratado de negociar la puesta en libertad
de Gross, afirma categóricamente que La Habana estaría dispuesta a dejar en libertad a Gross a cambio de varios agentes de inteligencia cubanos
que están presos actualmente en los Estados Unidos. Pero no queda claro
aun si el régimen de Castro estaría en efecto dispuesto a ratificar un
tal intercambio de prisioneros. Además, desde su propia perspectiva,
Estados Unidos sentaría un terrible precedente si entregara a varios
agentes extranjeros que realizaban actividades ilegales de espionaje a
favor de una dictadura antinorteamericana a cambio de un solo ciudadano
estadounidense que hacía trabajo humanitario y que fue arrestado de
manera injusta y vergonzosa.
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