lunes, mayo 28, 2012

VIVA LA DEMOCRACIA, ¿PERO CUÁL? (IV)

Cubanálisis El Think-Tank/ Eugenio Yáñez y Juan Benemelis

Yoan Capote/ gerrypinturavisual.blogspot.com
Cuba y la democracia post-castrista

La consideración de cómo se puede producir e implementar en Cuba el modelo democrático político con una economía de mercado, conlleva un análisis complejo, a partir de la experiencia que tuvo lugar en el ex bloque soviético. Mucho se ha escrito sobre el tema, e incluso, muchos modelos y programas se han articulados para ser implementados.

El caso cubano tiene varios componentes de los cuales no se puede prescindir a la hora de meditar sobre la democracia. El país contiene dos elementos históricos: el del modelo llamado de “socialismo real” que se ejecutó en Eurasia, de centralización burocrático-totalitaria y economía de plan, y la tradición de su acontecer republicano-latinoamericano, con su carga de caudillismo clientelar militarista. Prescindir de cualquiera de los dos módulos es disponer de un esquema a medias y realizar pronósticos amputados.

Es pueril idear esquemas y bocetos a priori, para llevar como pilotos a la Isla, a la hora de la transición, considerando ilusoriamente que allí existe un vacío que permitiría calzar cualquier medida. La experiencia de los países que llevaron a cabo la transición del comunismo al capitalismo en nada tuvo que ver con la forma en que el capitalismo se desarrolló en Europa y América a partir del siglo XVII, sobre todo. La primera lección es que no existía un patrón que forjase paso a paso el llevar un país del comunismo al capitalismo, de la economía de plan a la economía de mercado, del totalitarismo a la democracia.

Los ejemplos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania en nada sirvieron. Allí, en cada uno de esos países, se impusieron su historia, sus costumbres; y el capitalismo democrático que se ha ido consumando ha sido diferente en cada uno de los casos. Nada que se pronosticó de antemano sucedió luego. Lección que debemos aprender para nuestro caso.

Ninguno de esos países, que en el siglo XXI admiran por sus conceptos de democracia y libertad, fueron perfectos en sus comienzos. Estados Unidos arrancó proclamando que todos los hombres tenían determinados derechos inalienables concedidos por el Creador, como la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad, pero tal concepto universal excluía a los negros. El derecho al voto se defendía con uñas y dientes, pero no incluyó a las mujeres hasta el siglo XX. Fue necesaria una cruenta guerra civil para eliminar la esclavitud casi un siglo después de la independencia, y cien años después de la guerra civil una gigantesca movilización, que costo sangre, sudor y lágrimas, por los derechos civiles.

Inglaterra y Francia establecieron modelos de democracia en sus países, y al mismo tiempo bochornosas caricaturas en sus colonias. La “pérfida Albión” daba alimentos salados , pero no agua, a Jomo Kenyata cuando estaba en la cárcel tras la rebelión de los “mau-mau”, para horas después darle botellas de ginebra, con la intención de alcoholizar a quien posteriormente sería el líder de la naciente nación independiente de Kenya. La Francia de la “liberté, egalité y fraternité” expandió el código napoleónico por Europa, pero sus verdades no aplicaban para el Haití independizado en el Caribe. Ambas potencias defendían determinados derechos humanos en sus propios países, pero aplastaban con mano de hierro, a sangre y fuego, y sin misericordia, cualquier intento de obtener algo aunque fuera parecido en sus colonias.

Alemania, cuando Marx y Engels escribieron El Manifiesto Comunista en 1848, todavía no era una nación unificada, y después de serlo “aportó” a la historia universal, además del autoritarismo extremo y sus impresionantes logros de ingeniería y tecnología, entre otras cosas, dos guerras mundiales, las cámaras de gases, y el holocausto judío.

Italia vino a unificarse hace más o menos siglo y medio, y debió pasar, entre otras cosas, por su Duce, su ridículo imperio colonial y su fascio para llegar a la actual democracia. España y Portugal son en estos momentos democracias, sí, pero con menos de cuarenta años de historia en su versión moderna. Bélgica y Holanda, modelos democráticos actuales, se horrorizarían de simplemente imaginarse si en sus propios territorios se vivieran las masacres que sus tropas coloniales impusieron en el Congo e Indonesia.

Entonces, si a las cuatro “lumbreras” del mundo occidental, y a sus “periferias” europeas más pequeñas, pueden señalarse esos pecados, ¿qué nos lleva a creer que los cubanos, por obra y gracia del espíritu santo, resolveremos milagrosamente todos nuestros problemas y disfrutaremos de una democracia perfecta e inmaculada tan pronto como salgan de esta vida los dos hermanos Castro? Si para construir un marco constitucional ejemplar en 1940 tuvimos que pasar por las mil y una noches de conflictos, caudillos y “revoluciones”, y solamente nos duró doce años, nada perfectos, por cierto, con la acción de pandilleros y ladrones en paralelo con nuestro ¡constitucionalismo” de orgullo, ¿por qué vamos a pensar ahora que vamos a resolverlo todo muy rápidamente tras Fidel y Raúl Castro, sin dificultades, zig-zags, marcha atrás, fracasos, decepciones y frustraciones?

Además, habría que ir más atrás de 1940-Constitución, para recapacitar aquellos aspectos propios de la nación que se comenzó a construir en 1900 que quedaron inconclusos, aquellos que derivaron efectivos, y los que condujeron a errores. Un punto de inicio debería ser estudiar las opiniones y debates que llevaron a forjar la nación; en especial los que tuvieron lugar en torno a la constitución de 1901 para la inauguración de la República en 1902.

Y, lamentablemente, más allá de un grupo de historiadores y algunos estudiosos, ¿cuántos cubanos en la Isla o el exilio han estudiado los debates que condujeron a la proclamación de la Constitución de 1901? Más aún, ¿cuántos han podido leer los de la Constitución de 1940? Independientemente del interés o la vocación de los cubanos dentro de la Isla, el acceso a las actas de la Constituyente que desembocó en la Constitución de 1940 no es público ni libre, sino que está restringido a quienes tengan las autorizaciones de “los niveles correspondientes”. Incluso la misma Constitución de 1940 no es de fácil acceso en el país, y la de 1901 es rara avis entre el vulgo, solamente significativa para los entendidos. (Ambos documentos, la Constitución de 1901 y la de 1940, así como la Enmienda Platt que lastró el nacimiento de nuestra primera República, puede consultarlos el lector de Cubanálisis-El Think-Tank en nuestra sección “Documentos para conocer la historia de Cuba).

Pensar exclusivamente en la Constitución de 1940 es partir del falso supuesto de la existencia de una nación. Verla desde 1900 es tener en cuenta que se debe construir una distinta nacionalidad. Pues eso es lo que sucedió en todo el ex bloque soviético. Allí no fue sólo un mero cambio de modelo económico y político, sino que ante el desmembramiento territorial, étnico, y el entronizar una formación socio-económica diferente, se tuvieron que edificar nuevas naciones.

1900 nos permitiría entrar en el debate ante un horizonte transformado. Allí se discutió si era plausible un sistema parlamentario o no, una presidencia fuerte o débil, un Estado laico o religioso; y se llegó a la salomónica conclusión de que lo esencial resultaba fortalecer las instituciones administrativas, financieras y judiciales en especial. Aunque esto pueda parecer muy poco, gestar el nacimiento de una nación con principios de esa naturaleza es algo que no todas las sociedades pueden mostrar en la historia de sus naciones.

La República en 1958 aún se hallaba en pleno período formativo; estaban pendientes asuntos como la necesidad de consumar la incorporación de la población negra a las instituciones y la sociedad civil, desniveles económicos regionales, un horizonte político que aún no había cuajado en los ideales democráticos, un Estado cuasi benefactor que aupaba la corrupción, bolsones de pobreza, extensas áreas ausentes de servicios como escuelas, electricidad, carreteras, acueductos y alcantarillados, una desigual distribución de la riqueza y las tierras, desempleo, analfabetismo y muchos problemas más.

A todo ello, el mundo moderno globalizado ha incorporado como imprescindibles en nuestros tiempos un grupo de actividades económicas, sociales y políticas que antaño, cuando fue proclamada la Constitución de 1940, no se tenían en cuenta, pero que ahora se va considerando “incivilizado” o “subdesarrollado” ignorar, como la ecología, los derechos por sectores (etnia, género, edad, preferencias sexuales), la protección del medio ambiente, de la flora y la fauna, la conexión digital, y demás.

Entonces, no tiene sentido pretender que la Constitución de 1940 resultaría una especie de “ungüento de la Magdalena” que resolvería milagrosamente todos los problemas de la nación. No se trata de que tal documento constitucional sea algo inservible o bochornoso, o que no nos aporte nada, sino que hay que verlo como un elemento más del gran reto que tendremos por delante, y no necesariamente como el único ni el perfecto, desconociendo a todos los demás.

Cuba a la luz de las transiciones post-comunistas

Los regímenes del bloque soviético no eran bloques monolíticos ausentes de pugnas intestinas, de corrientes políticas diversas, de pugnas de grupos de intereses que iban desde los socialdemócratas reformistas hasta los estalinistas ortodoxos, y de conflictos nacionalistas, étnicos y religiosos que no siempre salían a la superficie. La visión de la sociedad uniforme estalinista no se logró repetir en todo el bloque soviético ni en el “socialismo real”. El marxismo, a su vez, no logró uniformar la sociedad, ya que siempre existieron diversas y contradictorias interpretaciones de ese pensamiento.

En esas sociedades “socialistas” siguieron existiendo grupos de intereses diversos, como pequeños propietarios, pequeña burguesía urbana, comerciantes, gitanos, musulmanes, minorías nacionales. Se debatía o se ignoraba el debate acerca de cómo desarrollar la economía, de cuál tipo de educación necesitaba la sociedad, de cuál debía ser la posición del Estado ante la cultura, de cuáles debían ser las prioridades presupuestarias, de cuál la política pública hacia la sociedad. Demasiadas preguntas quedaban sin respuestas. Precisamente el mundo de la economía ilegal o del mercado negro gestó y consolidó esas capas sociales, a pesar del partido único, la centralización extrema y el estado leviatánico empeñado en proletarizar a toda la sociedad. Esos estratos tenían una cultura política que divergía con la oficial, y que cada vez era más amplia, más grande y más fuerte.

Por muchos años los estudios “occidentales” sobre el sistema comunista (incluido el cubano) se centraban sólo en la cúpula del poder o en las personalidades políticas relevantes, en los caudillos tipo Mao, Tito, Ceaucescu y Castro, sin concederle peso a los estratos sociales contrarios a la concepción oficial, a los grupos dentro del entramado del poder. Solamente unos pocos visionarios lograron vislumbrar el peso del crecimiento de las poblaciones musulmanas en la desintegración de la Unión Soviética, o el papel del campesinado y de los “chinos de ultramar” en el despegue vertiginoso y crecimiento acelerado de la economía china.

Las tendencias económicas y sociales dentro de la sociedad, aparte de la oficial, o las características de las regiones dentro de un país, no fueron tomadas en consideración, pero son las que han prevalecido en las transiciones post-comunistas.

Ninguno de los partidos comunistas del antiguo bloque soviético, incluyendo el cubano, resultaba una maquinaria disciplinada de arriba a abajo, sin criterios, y manipulada totalmente desde la cúpula. Esa es una visión generalizada durante la guerra fría y extraída de la colectivización forzosa estalinista y del terror masivo del maoísmo. El proceso dentro de cada uno de tales partidos conllevaba una pugna intensa por acomodar intereses regionales, de grupos a veces ingobernables, de interacción de intereses económicos regionales, y de intereses enfocados exclusivamente en corrupción y enriquecimiento ilegal.

Las pugnas y políticas durante la NEP, la desestalinización en la URSS (elegantemente llamada “deshielo”), el levantamiento húngaro, el “sectarismo” y la “microfracción” cubana, la Primavera de Praga, las reformas húngaras, no son cambios estratégicos introducidos por la cúpula, sino resultados de presiones internas de grupos con diferentes horizontes políticos.

En Cuba se vio no solamente en la micro-fracción, sino también en la pugna por los estímulos morales o materiales, en las diversas posiciones entre una estrategia azucarera o la vía de la industrialización, en los choques entre el “sistema de financiamiento presupuestario” guevarista y el “cálculo económico” clásico-soviético, en el nuevo y fresco marxismo de enfoque “guerrillero” y “occidental”, coqueteando con la “nueva izquierda” norteamericana y el marxismo-no-leninismo con guiños al trotskismo y al marxismo “tercermundista”, propugnado desde los predios de Filosofía de la Universidad de La Habana y la revista “Pensamiento Crítico”, en “el castrismo y la larga marcha de América Latina” frente al tradicionalismo soviético de los partidos comunistas anclados en la Tercera Internacional y las órdenes desde Moscú, en los esfuerzos por introducir la descentralización en la economía en la década de los setenta, y en los intentos de establecer un nuevo sistema de dirección y planificación de la economía tras la debacle de la zafra de los diez millones, entre otros ejemplos, reflejando cada uno de ellos una lucha muy solapada entre corrientes y fracciones, muchas de las cuales fueron liquidadas por las que lograron imponerse y prevalecer, casi siempre las que tenían la bendición de Fidel Castro.

La historia del bolchevismo, donde se desechó sistemáticamente la democracia interna y los conceptos del consenso y la negociación para sustituirlos por el funesto “centralismo democrático” y la imposición de un grupo prevaleciente sobre los demás, es una interminable cronología de pugnas intestinas intrapartidarias, de grupos que no sólo reflejaban la ambición de poder sino formas dispares de cómo construir la sociedad comunista. Los países del antiguo bloque europeo oriental también resultan un corolario semejante. El maoísmo no está lejos de tal esquema, y los años finales con la subsiguiente reforma económica china dan prueba de esta sociología.

La perestroika y el glasnost de Gorbachov eran nada más y nada menos que las mismas posiciones enarboladas por la “oposición de izquierda” de León Trotski, y por el modelo de sociedad y economía socialistas que defendían Nicolás Bujarin o Evgueni Preobrazhenski ante el estalinismo en la década de los veinte. Las reformas económicas introducidas por Deng Xiaoping en China eran una resurrección de las posiciones que defendía el “revisionista” Li Li Sang contra Mao Zedong en los inicios del Partido Comunista chino. La “institucionalización” cubana de los años setenta, o la “actualización” del modelo que propugna Raúl Castro en estos momentos, tienen sus orígenes en las críticas y el pensamiento de los “micro-fraccionarios” cubanos detenidos y aplastados en 1968, y de los “tecnócratas” defenestrados por Fidel Castro tras el tercer congreso del partido comunista cubano en 1986.

El sistema comunista encerraba grupos de intereses contrarios, que manifestaban los intereses de diferentes clases y estamentos de tal sociedad (elite política, burocracia, nueva clase media, campesinos y pequeños propietarios privados) así como diferentes consideraciones ideológicas sobre el marxismo (centralización-descentralización, estatalización total-estatalización solo de los puntos claves de la economía, integración al mundo capitalista-aislamiento del mundo capitalista, unipartidismo-multipartidismo).

Al igual que podemos explicarnos la socialdemocracia del siglo XX y XXI en Europa occidental y el extinto euro-comunismo como un desprendimiento del marxismo leninista propugnado por Moscú, una visión diferente de cómo debe ser la sociedad socialista en Europa occidental, dentro del ex bloque soviético existieron infinidad de variantes de cómo establecer tal sociedad, abanderadas por diferentes grupos y personalidades. En estos regímenes existían las tendencias grupales capaces de reformar los mismos desde su interior. El que hayan sido abortados en sus intentos no exime su posibilidad, como lo han demostrado los húngaros y los eslovacos en su actual transición, que se encuentran entre las más exitosas del post-comunismo europeo.

La incapacidad de aprehender esta dinámica grupal en el interior de tales sociedades llevaría a conclusiones generales que serian incapaces de pronosticar las tendencias predominantes y la actual situación de las transiciones en el anterior bloque soviético. Por eso, la forma en que se desplomaron los regímenes del “socialismo real”, y en que se han desarrollado las transiciones, luego de la euforia inicial, ha sorprendido a los politólogos, porque muchos grupos relacionados con la cúpula de poder de antaño al final lograron sobrevivir a la caída del comunismo y se transformaron en fuerzas políticas o económicas dentro de la actual transición en sus respectivos países.

La “cultura guerrillera” en el totalitarismo cubano
El castrismo constituye un ejemplo saliente de polarización y colisión generacional, de facciones y clanes, que se han regenerado y remodelado al paso del tiempo, y están presentes, agazapados, esperando su momento propicio. Varias cofradías se dibujan en este retablo cubano, con agendas difusas y estrategias de supervivencia, aglutinados alrededor de una figura política poderosa, de antiguos jefes guerrilleros, de caciques ministeriales, de generales y jefes de ejércitos, y de secretarios provinciales del PCC y líderes territoriales, en medio de una constante puja, y conspiraciones, y donde las estructuras y cargos del poder formal o las relaciones familiares representan mucho menos que las lealtades forjadas al calor de la cultura guerrillera.

Estas posiciones de grupos han pesado en la política interna y externa del castrismo, y mucho más aún tras la enfermedad y desplazamiento de Fidel Castro y el surgimiento del neocastrismo bajo la dirección de Raúl Castro, y se harán sentir con mayor intensidad en cualquier transición. Las máximas figuras en la élite castrista se han movido siempre dentro de las instituciones, pero a la vez dentro de sus propios feudos -territoriales o socio-sicológicos- , acompañados de “su” clientela, sus fieles y adeptos, al estilo de los patricios romanos.

La preocupación fundamental en la élite cubana es la sucesión política y si ella podrá realizarse a partir de los débiles instrumentos legales y constitucionales existentes en el país o deberá establecerse por la fuerza y la represión. Porque en ningún momento esa élite vislumbra un escenario democrático, donde la voluntad “del pueblo” vaya a ser tenida en cuenta a la hora de distribuirse poderes, territorios, privilegios y espacios económicos. Por eso la crisis dentro del régimen devendrá aguda, pues la transición postcastrista puede tener lugar en medio de una lucha brutal entre los grupos e individualidades para ampliar sus espacios de poder y sus agendas políticas. Dentro de los nuevos tecnócratas y burócratas ministeriales y empresariales existe la inclinación hacia una reforma económica y una renovación política que se hará más patente en una transición, mientras que los “guerrilleros” y los “históricos” mantienen su mentalidad de atrincherarse a partir de “columnas”, “frentes”, y de “¿en que fecha fue que tú te alzaste?”.

Todo indica que en su período inicial, la eventual transición en Cuba no tiene formas ni mecanismos para escapar a una crisis. La débil historia democrática del país, la violencia política, la presencia de grupos en pugna dentro de la esfera del poder y de las fuerzas armadas y las instituciones de la seguridad, el caudillismo, la militarización de la sociedad, las presiones “desde afuera” de un exilio que puede decidir muy poco como entidad en “la hora de los hornos”, la vasta cantidad y la debilidad de organizaciones internas de oposición y disidencia contra el régimen, la limitada aceptación del papel de la Iglesia en un eventual proceso de negociación, la falta de una visión general del camino a seguir (donde hasta ahora está más claro para todos lo que no se desea que lo que verdaderamente se desearía), el aislamiento del país con respecto a sus vecinos, que los dificulta para una circunstancial mediación a tiempo, los diferentes y dispares grupos internacionales con intereses en Cuba y en su futuro, y el desconocimiento general sobre el retablo político interno, más allá del casi moribundo Fidel Castro, son elementos que no contribuyen para nada a que se pueda pensar que se podría producir fácilmente una transición pacífica.

La sucesión en Cuba debería ser una preocupación importante de la política de Estados Unidos hacia América Latina, y de la seguridad regional para todas las naciones del continente. La postura que adopte Estados Unidos frente a una transición que comience podría tener derivaciones trascendentes en el proceso de sucesión, en especial en la formación y consolidación de grupos, en los alineamientos de coaliciones pro-democráticas, y en los principales líderes, tanto los existentes como los que puedan surgir potencialmente. Si Estados Unidos no logra situarse a la altura de las circunstancias en el momento decisivo, no para intervenir y ordenar, sino para colaborar y facilitar, la transición puede resultar una sorpresa muy desagradable en la región.

Es un sinsentido en el escenario cubano considerar que la democracia resurgirá simplemente porque “muerto el perro se acabó la rabia”, y que sería cuestión de algunos meses o cuando más de un par de años para restaurar una democracia, con elecciones transparentes y multipartidistas, que, por otra parte, ni era perfecta ni fue siempre respetada, y como si no hubieran existido “manengues”, robo de urnas, incendios provocados en juzgados para hacer desaparecer los registros electorales, pucherazos y golpes de estado.

Desde el momento mismo de la desaparición física de Fidel y Raúl Castro, tan pronto terminen los grandiosos funerales, existirá un período, que puede tomar años, donde se va a determinar quién o quiénes van en definitiva a regir los destinos de la nación, pero que de seguro no van a ser personas que residan en Miami y que serían llamadas con urgencia para regir los destinos de la futura nación; y esa definición del futuro nacional va a tener lugar en medio de una lucha brutal entre los grupos para imponer su hegemonía de poder en la nación y definir su programa político, que no por ser de un grupo o una camarilla tiene que estar más claramente definido que el de cualquiera de sus adversarios.

Existen, por tanto, razones para juzgar la eventual transición hacia la democracia en Cuba desde el mismo ángulo de complejidad e incertidumbre: porque es parte de la cultura política del país, por cualquier razón; ya que esa ha sido la historia del castrismo; puesto que el régimen castrista (y sus instituciones, incluyendo las armadas) está actualmente plagado de grupos en intensa querella; porque el exilio y la disidencia interna (lo que hoy percibimos como la parte más moderna de nuestro quehacer político) responden al mismo esquema de intensas pugnas de partidas (no partidos) y caudillos.

La transición no se va a circunscribir a un proceso de reforma económica hacia una economía más o menos mixta, de mercado, o de cualquier otro modelo, y a la eliminación de vetustas restricciones “políticas” leoninas, como los “permisos de salida” y la flexibilización de infames regulaciones, como los mecanismos de “peligrosidad pre-delictiva”. Esa transformación de la realidad económica cubana será el aspecto más sencillo y, a la vez, el que más rápidamente comience a mostrar sus resultados a favor de la población y sus niveles de vida, fundamentalmente en lo referente a la alimentación, vestuario, transporte y condiciones de vivienda (en ese mismo orden precisamente).

La transición resultará un escenario de batalla política donde el desplazamiento hacia una agenda de economía abierta se realizará con más rapidez que en la política. Aquí, las alianzas políticas tendrán más peso que el argumento de si la economía militar de las fuerzas armadas se halla en un proceso más flexible y experimental que el resto de la economía nacional. Y no habría que sorprenderse si en un plazo relativamente breve se impone determinada laxitud a los mecanismos de autorización de la inversión extranjera y la creación de empresas mixtas, incluyendo la participación de capitales de exiliados cubanos. Pero todo esto, siempre, desde el punto de vista de acelerar las “reformas económicas”, quedando pendiente de solución la compleja gama de todos los aspectos jurídicos y legislativos que deberán acompañar estos procesos, y cuya velocidad y profundidad dependerán de cómo se diriman las pugnas por el poder dentro de la élite.

De todas maneras, la casta militar cubana se halla en el poder, y no solamente dentro de las estructuras y mecanismos de las fuerzas armadas y el ministerio del interior, y la “solución militar” a la sucesión, es decir, el control directo desde el ejército sobre el gobierno, implica mayor peligro que si esas fuerzas armadas fuesen sólo árbitro de grupos civiles en disputa. Lo que tenemos entonces en realidad, en el contexto de la eventual sucesión, es desde ya mismo una sucesión en crisis con todas sus complejidades y eventualidades.

Para tener una aproximación a la hipotética transición, es necesario analizarla desde un prisma de luchas de grupos que tiene lugar en la cúpula del poder, en las fuerzas armadas y el ministerio del interior, en la disidencia y la oposición, en el exilio. En su período inicial, y que puede abarcar años, la transición en Cuba no tiene formas ni mecanismos para escapar a tal destino.

Casi todos los análisis políticos sobre el futuro de Cuba se han hecho soslayando este elemento decisivo. Para eso se impone esclarecer los entresijos del poder político del castrismo y el neocastrismo, identificar no solamente los viejos grupos (los llamados “sospechosos habituales”), sino también los nacientes, y los posibles. Es necesario distinguir las personalidades con verdadero poder, sus inclinaciones políticas y sus alianzas, y no confundirles con los ejecutores visibles de ese poder, que pueden haber disfrutado o disfrutar de sus quince minutos de fama, o tener cierto “name recognition” y aparentar un poder que no vas más allá del vicariato, es decir, poder que pueden ejercer “en representación de” pero no por derecho propio, y que se les puede cercenar de un momento para otro, porque no disponen de liderazgo efectivo ni de ningún poder de convocatoria, ni disfrutan verdaderamente de ningún poder real, sino exclusivamente vicarial.

Así ha sido en Cuba desde 1959 hasta ahora, y así será, con o sin los hermanos Castro en vida, mientras la “cultura guerrillera” y las individualidades “históricas” que la sustentan se mantengan, mientras siga imperando como principal y en casi todas las ocasiones el único mecanismo de legitimación la ya anteriormente mencionada famosa pregunta de “¿en que fecha fue que tú te alzaste?”.

Interrogante a la que nunca podían responder esos delfines ungidos por Fidel Castro, como Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Carlos Valenciaga, Otto Rivero o Hassan Pérez Casabona. Ni tampoco pueden ahora responder Alejandro Castro Espín o su hermana Mariela, ni “Fidelito” Castro Díaz-Balart o “Tony” Castro Soto del Valle, de ahí que todos ellos (tanto los “tronados” como los que están en el actual “hit parade”) puedan ocupar determinados cargos de gobierno o espacios en los medios de difusión y llamen la atención de la prensa extranjera y la academia despistada, pero nunca serán los verdaderos herederos del poder ni tienen la más mínima posibilidad de serlo, por mucho que los “expertos” juren cualquier cosa en contrario. No es lo mismo heredar la mansión con piscina y muchas comodidades, el yate o los viajes al extranjero, por ser el vástago de un personaje histórico, que heredar las riendas del poder, reservadas única y exclusivamente para los guerrilleros que en las sierras han sido.

A partir de estos criterios, hay que seguir los pasos a los grupos e individualidades con verdadero poder en Cuba, mezclados y confundidos en la política general del país, y seguir su desarrollo, los choques internos, las movidas de alianza. Y eso solamente se puede lograr analizando fríamente, sin prejuicios ni ideas preconcebidas, sin querer o tener que aceptar el mito de la “unidad monolítica del liderazgo revolucionario” o el de la “fidelidad eterna” de los “históricos a esta o aquella personalidad. Las lealtades de 1959 o hasta las del 2006, no son las mismas en estos momentos, ni tienen por qué serlo. Figuras encumbradas del liderazgo han fallecido o han perdido su protagonismo por diversas causas, y otras que años atrás no despuntaban tanto se encuentran ahora en las cimas de la élite.

Y nada sería más falso que creer que a la muerte de los hermanos Castro, y principalmente la del Comandante en Jefe “aquello se desmorona como un merengue en la puerta de un colegio”. Aferrarse a esos criterios solamente demuestra una tozudez rayana en la irresponsabilidad, una ignorancia digna de antología, o ambas cosas a la vez.

Sólo a partir de un enfoque realista y frío es que podrían identificarse con mayor certeza la opción u opciones de la transición; cómo se va a desarrollar la misma; qué intereses internacionales puede afectar cada una de ellas; qué modalidad política le espera al país; qué problemas de seguridad regional se van a gestar. Sólo a partir de ello es que se puede considerar de qué manera es posible influir, desde ahora, y desde dónde, en una solución no traumática para el pueblo de Cuba y afín a la ética política, seguridad e intereses de los países de la región.
                                                                                                                                                                          (continuará)

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