Estado de SATS/ Antonio G. Rodiles y Alexis Jardines
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El régimen cubano es completamente consciente que el tiempo no está
de su lado y por esto ha comenzado una escalada final, con la que
intentará transmutar su poder económico y político.
El país está sumido en un inmovilismo asfixiante que no le permite
articular siquiera simples medidas de sobrevivencia. La sociedad cubana
está harta de tantos fracasos y, si bien el miedo sigue funcionando, el
cansancio crece cada día más. El activismo social muestra un
florecimiento en su articulación, aunque definitivamente necesita un
despegue para que sus demandas se escuchen con claridad y comiencen a
ser conocidas por toda la sociedad. Esta puja entre el poder totalitario
y las fuerzas democratizadoras es cada vez más ostensible. En un
entorno adverso, con su aliado vital en serios problemas, la elite
necesita replantearse el escenario futuro echando mano a cuanto recurso
tenga a su disposición.
El Gobierno solo espera ―como una inmediata y práctica salida― lograr
que EE UU elimine las restricciones económicas y comerciales, y así
poder recibir a corto plazo inversiones considerables. Sin embargo,
debido a los intentos fallidos por lograr concesiones unilaterales por
parte del Gobierno norteamericano, el poder se lanza a una campaña de
presión desde todos los frentes posibles para lograr un relajamiento de
las sanciones económicas y un futuro levantamiento del embargo.
La precaria idea de Raúl Castro consiste en sumar comunistas,
católicos y exiliados dóciles que acepten un pacto vejatorio y, a su
vez, deslegitimar la creciente sociedad civil cubana que demanda una
transición democrática. Los intercambios académicos, artísticos,
religiosos, las presiones desde la arena internacional, el activismo de
simpatizantes y militantes, los anzuelos económicos, serán la prioridad
del momento. La pasada Cumbre de las Américas es una muestra del intenso
cabildeo político que ya viene gestándose.
Dentro de esta estrategia, algunos académicos, artistas e
intelectuales, tanto en la Isla como en el exilio, han bebido del elíxir
castrista que los mantiene hechizados dentro de la burbuja totalitaria.
Por otra parte, a la jerarquía eclesiástica católica se le ve
participar con entusiasmo en la preparación del brebaje para tales
adictos ―incluyendo aquí a las inocentes almas que siempre son de su
preferencia― en franca colaboración con el Gobierno. Así, la Iglesia
cabildea en busca de apoyo solidario y financiamiento al raulismo bajo
la falsa consigna de la reconciliación entre cubanos.
El presupuesto que se ha lanzado desde los foros eclesiásticos es que
solo el Gobierno goza de legitimidad y poder para llevar a cabo un
proceso de transformaciones y que, por consiguiente, todos debemos
entregarles un cheque en blanco. Para ponerlo en palabras del viceeditor
de la revista Espacio Laical en su intervención en el debate Último
Jueves de la revista Temas, los actores sociales en la Cuba actual se
dividen en nacionalistas y antinacionalistas. Los primeros tienen
derecho a ser parte del debate ya que “muestran una voluntad política”;
los supuestos antinacionalistas quedan excluidos, pues al no aceptar la
legitimidad del Gobierno no “poseen un espíritu de diálogo”.
Los movimientos son visibles y van desde la creación de espacios que,
aunque más abiertos evaden señalar a la cúpula gobernante como los
principales causantes de la debacle nacional, hasta la reciente visita
del Papa. Así, por ejemplo, apenas concluida la Conferencia de Obispos
Católicos de los EE UU ―con el pronunciamiento sobre el levantamiento
del embargo y el pedido al Gobierno norteamericano de restablecer las
relaciones diplomáticas con la dictadura militar castrista― el director
de Palabra Nueva promueve en La Habana un magno e inédito evento sobre
emigración con la participación de 60 académicos de la Isla y del exilio
donde las voces de la oposición han quedado, una vez más, totalmente
excluidas. Casi simultáneamente el director de Espacio Laical hace lo
suyo en el corazón de New York, disertando en el Bildner Center, de la
CUNY, sobre la relación Iglesia-Estado. Como si fuera poco el calvario
por el que hemos pasado los cubanos, aparece ahora un nuevo actor
político dispuesto a silenciar a la sociedad civil: la Iglesia Católica.
En un hecho sin precedentes, la jerarquía eclesiástica fue cómplice
de la ola represiva desatada antes, durante y después de la visita de
Benedicto XVI. Una nota en el órgano oficial del Partido Comunista
escrita por Orlando Márquez daba carta abierta a la represión y
garantizaban un silencio encubridor. Las dos elites intentan a plena
luz pasar por encima de la sociedad civil.
Esa imagen de vencedor, en tanto reformista, es la que intenta
transmitir al mundo el Gobierno de la Isla. Pero, cabe otra lectura:
antes bien, el empuje de la naciente sociedad civil cubana obliga al
totalitarismo octogenario a replegarse, a buscar apoyo en un actor
humillado y vencido que hoy cobra inusitado protagonismo gracias a la
debilidad manifiesta de la cúpula gobernante para acallar los rebrotes
de civilidad y activismo. El cubano comienza a encontrar su lugar
transcurrido medio siglo de asfixia política, y ello no tiene vuelta
atrás.
Así, pues, la Iglesia Católica no ha entrado por un don divino al
ruedo donde intentan repartirse los poderes en Cuba. Está allí como
consecuencia del reconocimiento gubernamental de la existencia de una
pujante sociedad civil, a la cual se pretende mantener confinada en las
cárceles o en las derruidas viviendas de los ciudadanos, con tal que no
conquiste su espacio, secuestrado ―al mejor estilo totalitario― por la
oficialidad institucional, a saber: la esfera verdaderamente pública. El
protagonismo legítimo de esa sociedad civil podría tirar abajo los
planes de una transición prostituida.
Quien conoce algo acerca de la fundamentación teológico-filosófica
del cristianismo sabe que Dios no está en las iglesias, sino en las
almas de la gente, de los individuos. Y las almas no pueden menos que
resultar podridas cuando se vuelve el rostro ante el abuso y la
descarnada represión contra todo lo divergente. No hay precepto
religioso alguno que justifique el maridaje entre la Iglesia Católica y
un Estado totalitario.
No han faltado los que nos exhortan, desde la diáspora, a aceptar
algunos cambios económicos que supuestamente darían paso a una apertura
democrática. Es el caso del empresario Carlos Saladrigas. El desenlace, a
la luz de la experiencia de China y Vietnam, ha puesto de manifiesto de
un modo palmario que desde los socialismos de Estado solo se termina
construyendo un peculiar capitalismo de elites postcomunistas corruptas,
la cuales son capaces de llevar una nación hasta límites inimaginables
con tal de satisfacer sus desbordadas ansias de poder.
Es importante que cada cubano tenga presente que la actual
discrepancia de las democracias occidentales y, particularmente, de EE
UU, no es con nuestro proyecto de nación, ni con el país, ni con los
ciudadanos, sino con una elite político-militar, que vive como reyes a
expensas de la falta de libertad y la miseria de su propio pueblo. La
insistencia de la propaganda revolucionaria en la figura del enemigo
exterior que amenaza la independencia y la soberanía de Cuba es solo una
manera que tiene la casta político-militar octogenaria de mantener a
salvo el patrimonio que le ha expoliado al pueblo durante todos estos
años, mientras busca a toda costa negociar y pactar por encima de los
ciudadanos.
El único camino que queda es el de la reforma política como eje
central del cambio. El respeto a todas las libertades individuales
contenidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, incluida
la libertad de expresión y asociación, un gesto que no cuesta dinero
(al menos al pueblo), haría que todos los gobiernos democráticos del
mundo apoyaran sin reparos a Cuba. Las inversiones del capital
extranjero y cubanoamericano inundaría entonces la Isla. El embargo
estadounidense sería levantado de inmediato, con todas las facilidades
que ello acarrea. Se pondría fin a la brutal e irracional represión
contra los opositores y disidentes. Se lograría, sobre sólidas y
auténticas bases, la verdadera reconciliación entre cubanos de fuera y
de dentro.
La dictadura militar revolucionaria no puede ser garantía ni para los
pequeños propietarios que hoy intentan en vano salir adelante ni para
la gran masa de pobres y desempleados, ni para los propios tecnócratas y
empresarios estatales que viven con un pie en la calle y otro en la
cárcel, dada la incontrolable corrupción que engendra el propio sistema.
El tiempo se nos acabó a todos, a ellos para gobernar y a nosotros
para sobrevivir. Si de ser pragmáticos y realistas se trata, la reforma
política es la mejor y más eficiente inversión posible.
En un escenario como el antes descrito tenemos que decidir de una vez
qué pieza es la que sobra y cuya extirpación sería la solución
definitiva de una situación que viene agobiando sin justificación alguna
a varias generaciones de cubanos. Nada tiene que decir la Iglesia aquí,
cuando en un extremo del problema se encuentra una elite con más de 53
años en el poder y en el otro un pueblo esquilmado, privado de los más
elementales derechos y del acceso a todos los bienes que se producen y
disfrutan más allá de nuestras costas.
Absolutamente nadie, en aras de una hipotética transición organizada,
puede intentar acallar las voces independientes que claman, tanto
dentro como fuera de la Isla, por transformaciones de fondo. El diálogo
es un recurso insustituible pero solo si es atravesado por la
transparencia.
¿De qué transición estamos hablando, y hacia dónde, cuando el cambio
más notorio es el aumento de la represión y una asfixiante falta de
libertad, mientras los “económicos” solo persiguen la supervivencia de
la elite?
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