lunes, abril 02, 2012

La partida de Abel Prieto

Luis Cino Álvarez/

La Habana, Cuba – www.PayoLibre.com – Administrar la cultura luego de las resquebrajaduras del Periodo Especial necesitó un súper ministro. Armando Hart era demasiado ortodoxo, teorizante del babeo, apegado al pasado. Un tipo desgastado y soso para ser ministro de Cultura en tiempos tan corrosivos.
Lo más que pudo hacer Hart fue proponer como sucesor a un protegido que era hijo de un papá amigo y que convenía a todos en aquel momento. A los de la UNEAC, porque Abel Prieto fue el único que aceptó la papa caliente de la presidencia que nadie quería y resultó de lo mejorcito. Y al Comandante en Jefe, porque un ministro con pelo largo, escritor y que se emocionara con las canciones de los Beatles, era ideal para dar la imagen de la apertura que no había ni estaba dispuesto a conceder, pero que era ventajoso simular. Aun a costa de tener que complacer a ciertos intelectuales que para nada le eran confiables. Me parece escuchar al Comandante: "A esos mariconsones..."
Digo que Abel Prieto fue un súper-ministro porque tuvo que hacer de crítico y teórico de arte, comisario cultural, domador de caniches de circo, encantador de serpientes, ilusionista, titiritero y policía bueno. Desdoblándose en cada uno de esos roles, fue capaz de tareas muy complejas. La primera de ellas, hace más de 15 años, fue escribir un artículo en el periódico Granma para alertar de las acechanzas ideológicas de Forrest Gump, 24 horas antes de que exhibieran la película por la TV cubana. Luego, atenuó con su firma la estampida de escritores y artistas y les avisó que podían contar con la llave para volver al redil, cargados de premios, pacotilla y divisas para compartir con el Estado, si se portaban bien y no hablaban de más por allá afuera.
Más difícil le resultó dictar pautas acerca de lo que realmente vale la pena en la cultura cubana, que según él, es una sola, casualmente la que apoya a la revolución. No obstante, y aunque no convenció a nadie ni se esforzó demasiado por conseguirlo, cada vez que pudo negó que en Cuba hubiese censura y anunció que el nuevo escenario cultural cubano no excluía a los disidentes. Pero todos interpretábamos que el ministro se refería solamente a personas como Alfredo Guevara y Silvio Rodríguez, porque todavía no hemos olvidado cuando afirmó que el poeta Raúl Rivero tuvo la suerte de ir preso y luego al exilio en vez de terminar balaceado y tirado en una cuneta.
Abel Prieto pasó quince años al frente del Ministerio de Cultura en pugna con sus dos mitades: pelado de frente y melenudo por detrás, moderado y ortodoxo, rígido y flexible, culto y popular. Como siempre echó de menos el tiempo necesario para escribir narrativa, se debe sentir complacido y aliviado ahora que lo sustituyeron, con méritos reconocidos y puesto de asesor presidencial (casi una botella).
Esperamos que ahora que dispone de más tiempo y tranquilidad, logre escribir algo que valga la pena, él que tan bien domina el canon estético de la cultura cubana. Luego de El vuelo del gato, que es un buen libro a pesar de los hippies de utilería –realmente, Abel Prieto no se acuerda bien cómo eran los hippies, porque como decían nuestros difuntos comunes amigos Carlos Victoria y David Lago, por muy peludo que fuera y mucho que le gustara escuchar a Janis Joplin, nunca fue hippie de verdad– el recién publicado Los viajes de Miguel Luna, decepciona.
¿Quién lo diría? Abel Prieto acaba de mudarse del Ministerio de Cultura y ya algunos intelectuales empiezan a echarlo de menos y a preguntarse cómo les irá con el nuevo ministro, Rafael Bernal, que antes era el vice-ministro, y que más que un burócrata gris es ante todo, un militar de verde olivo.
Es comprensible que algunos lamenten la partida de Abel Prieto –que a propósito, no acabo de estar seguro si es el mismo Abelito con el que coincidí un par de veces, allá por los inicios de los 70, en casa de Barbarita y en el parque de El Carmelo. Entre tantos ministros ciegos y policías malos, un ministro tuerto, que jugaba a ser el policía bueno, si no era una gran cosa, al menos tenía sus ventajas. Quiero decir, para la gente del arte oficial.

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