Desde el sitio de Ichikawa/
Por Arnaldo M. Fernández
Para ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los EE. UU., su asesor Fulton Armstrong sonó ya que ya sonó la hora de limpiar los programas orientados a promover el cambio de régimen político en Cuba. El blog Just the Facts largó en sincronía que desde 1997 semejante empeño habría costado al Departamento de Estado $200 millones 826 mil dólares. Así queda planteado el grave problema de la eficacia de las inversiones en la industria del anticastrismo, que jamás ha entrado en sinergia con la disidencia interna. Su movilización más pregonada (Proyecto Varela) sumó en dos tandas apenas 25 mil firmas. De este modo los valerianos no hubieran podido entrar ni siquiera a la verbena democrática de 1939, que exigía tener afiliados al menos 2% de los electores registrados. Paradójicamente, las elecciones montadas por Castro reflejan que la contra en la Isla pasa del millón de electores (ca. 12.6% de los registrados). Por ejemplo, las últimas elecciones parciales (2010) arrojaron que 354 324 electores no fueron a votar, 352 622 votantes anularon la boleta y 376 564 optaron por dejarla en blanco. Si los líderes de la disidencia se complacen en transitar de un documento a otro y competir entre ellos mismos por los fondos del exterior, sin movilizar al potencial de un millón de cubanos en contra de Castro, los millones de dólares de Washington para la transición a la democracia en Cuba son mero despilfarro.
La disidencia interna se abroquela con que el dinero no llega, pero es sabido que no hay canal efectivo para hacerlo llegar a espaldas de Castro, quien ya liquidó el asunto de una vez por todas al penetrar a la disidencia hasta el tuétano y sembrar esa cizaña que florece de temporada en temporada. Hace rato falleció la disidencia capaz de movilizar a la gente, pero subsiste por alargarse el trámite de certificar la defunción con el doble papeleo de manifiestos de grupos dentro de la Isla y solicitudes de grants a Washington (u otra fuente) por grupos en el exilio (o de la propia disidencia interna).
La izquierda plattista, esto es: la tendencia a buscar la salvación del castrismo en la órbita del imperio, con el levantamiento del bloqueo y otras medidas, se agarra de una curiosa noción electoral para fomentar la otra industria (pro-castrista) de Cuba en los EE. UU.: aquí los cubanos estarían votando con los pies en contra de las restricciones de viajes y remesas que pudiera imponer la Casa Blanca, porque se viaja en masa y se envía montón de dinero a la Isla. Así, Castro mantiene f’acil en los EE. UU. sus quioscos de ventas de pasajes y de servicios de paquetería o remesa para expoliar con tarifas monopólicas a los inmigrantes que alegan persecución en el punto de entrada a los EE. UU. y libertad en el punto de salida con ánimo de regresar alegremente a Cuba tras conseguir la residencia permanente por mero privilegio.
La colonización castrista por medio de los enclaves empresariales monopólicos se acopla entonces con la colonización castrista por medio de los enclaves poblacionales, ligados indefectiblemente al negocio redondo de secuestrar las relaciones familiares con la gente dentro de la Isla y cobrar el rescate a la gente fuera de ella a trav’es de aquel mecanismo empresarial.
Una disidencia y una inmigración tan desvergonzadas cancelan la premisa del cambio social enunciada por Marx en Los anales franco-alemanes (1844): si toda una nación llegara a avergonzase de sí misma, entonces semejaría un león que se recoge antes de saltar. No habrá tal recogimiento ni mucho menos salto mientras los flujos financieros circulen en los sentidos aparentemente contrarios de la industria de ayuda a la transición democrática en Cuba y de la industria de viajes, remesas y paquetes a Cuba. Ambas industrias —anti y pro castrista— son avatares del mismo ser: la industria nacional del tumbe. Desmontarlas sería acaso la mejor contribución de los EE. UU. a que la nación cubana recupere su vergüenza: que los patriotas afuera pongan la plata de su bolsillo y los patriotas de dentro actúen sin plata del extranjero.
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