Raúl Castro es un hombre acosado por un ejército de fantasmas, un fugitivo escudado tras un carnet parlamentario, un delincuente perdido que teme al enfrentamiento limpio, lógico, razonable y noble. No es mi propósito insultar, prefiero narrar un evento que marcó mi vida, siendo apenas un adolescente.
Todos saben que las peleas de gallos son una práctica violenta, ilegal, lucrativa y controversial, indisolublemente ligada a nuestra historia, y a nuestra cultura como las palmas y los tinajones. Unos juegan para ganar; y otros, para demostrar poder. El grito de Independencia el 24 de febrero de 1895, se dio en una valla de gallos; el emblema del partido liberal era la imagen de un gallo fino; ex presidentes como José Miguel Gómez y Fulgencio Batista, fueron criadores y jugadores de gallos.
En 1968 la Revolución prohibió los juegos y, con ello, las peleas de gallos. Muchísimos campesinos fueron expropiados, multados, e incluso cumplieron condena en prisión. La mayoría de los dirigentes cubanos, acostumbrados a violar sus propias leyes, continuaron apostando y participando en este tipo de lidias. Por ello, cuando yo era un muchachito, constantemente me sentía confundido por el adjetivo «Prohibido», yo era pro gallos, pro cubano y, por consiguiente, también pro-hibido.
Nunca olvidaré aquel aciago día, los presentes querían gritar por la emoción de la pelea y la agresividad contagiosa de los contrincantes; pero callaban por órdenes expresas, y por respeto a los famosos dueños de los gallos enfrentados.
El gallo blanco de Raúl superaba por mucho al pinto del doctor Bernabé Ordaz, que aun ensangrentado se veía hermoso. La danza violenta incendiaba el ambiente gladiador, lo invadía de colores mágicos. El carmelita del suelo de aserrín se mezclaba en el aire formando un lirico arcoíris de plumas rojas, negras, blancas y pintas; el color beige de los sombreros de yarey le daba un sabor campesino; el Chanel de Vilma Espín, más el verde de la Sierra, inundaba la valla de guerra y frivolidad. Mas >>
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