Fausto, quizás me gustaría comenzar por las fechas. La periodización que hemos elegido para título de nuestra conferencia define un límite historiográfico: 1961-1968. En parte lo elegí pensando en el cortometraje PM (Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante) pero también teniendo en mente eso que en otras ocasiones has definido como la "etapa crítica del cine cubano". ¿Aún te parece adecuado utilizar estas fechas para encuadrar los sesenta? ¿Cuáles fueron tus criterios y experiencias personales, para delimitar la década en estos dos años?
Las fechas siguen siendo válidas. El primer momento, que podemos considerar libre y eufórico, aunque también ingenuo e ignorante de lo que se cocinaba entre bastidores, termina con la prohibición de PM, la desaparición de Lunes de Revolución, y meses más tarde, con el cierre del periódico Revolución, del cual yo era crítico de cine. Ahí comienza una etapa de lucha por la definición de la política cultural de la Revolución, ya dentro de esquemas totalmente leninistas.
Edith García Buchaca, Blas Roca, Mirta Aguirre y los antiguos miembros del PSP (Comunista) estalinista querían, desde el periódico Hoy y la Dirección General de Cultura, una cultura totalmente controlada por el Estado dentro de los parámetros del realismo socialista.
Alfredo Guevara, presidente del Instituto del Cine (ICAIC), también marxista leninista, pero independiente de un PSP —que más que expulsarlo lo "había dejado ir"— y por lo tanto más flexible, o tal vez más sagaz, supo venderle a Castro una política de producción cinematográfica que le traería a la Revolución el prestigio de "modernidad" que los izquierdista europeos necesitaban desesperadamente para seguir creyendo en "la Revolución", ya cansados del triste, torpe y criminal socialismo real de la URSS y la Europa del Este.
Los años 1964, 1965 y 1966 son de análisis sino crítico, por lo menos sintomático de lo que ocurría en la Isla. Existió la oportunidad y los que nos atrevimos, pudimos. Pero con la muerte de Ernesto Guevara en 1967 ya todo cambió. Vino la aceptación oficial de la invasión de Checoslovaquia, impopular en una población que no entendía aquel "donde dije digo digo diego" cantinflesco, y enseguida se dictó sin apelación la Ofensiva Revolucionaria y la zafra de los 10 millones.
Los preparativos para aquella zafra gigantesca pusieron en evidencia que lo que Castro realmente quería era desactivar cualquier rebelión de la población, convirtiéndonos a todos en macheteros "voluntarios". Es decir, sacar a los hombres en masa de las ciudades para controlarlos, al tiempo que conseguía mano de obra gratis. Castro no dejaba otras opciones de trabajo y no se podía evitar o discutir la orden.
Desaparecidos los puestos de fritas, única actividad independiente que hasta entonces había sobrevivido en el país, a la población masculina no le quedó otra salida que aceptar irse a la zafra para poder subsistir —en ciudades lejanas, ajenas a su ambiente habitual. Una represión preventiva por el trabajo, gratis y obligatorio. La reconcentración de Weyler, solo que al revés. Un regreso al siglo XIX.
Con aquella medida de control total para impedir en la Isla cualquier amago de las rebeliones ya cotidianas en los años 60, y muy especialmente en aquel convulso año de 1968, todo terminó. Por lo menos para mí, por suerte. Cuando ocurre el tenebroso Congreso de Cultura de 1971 ya estoy muy lejos de la isla.
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