sábado, octubre 15, 2011

La sonsera de la Akademia Kubiche: El siglo XXI y la diáspora cubana

Desde el sitio de Ichikawa
 
Arnaldo M. Fernández
Una comisión académica del Instituto de Investigaciones Cubanas (CRI, por sus siglas en inglés) de la Universidad Internacional de la Florida (FIU, ídem) ha expuesto en 87 páginas las razones para dar con dos problemas que deben resolverse ya (y otros que no se sabe cuándo):
1. Un cambio en la legislación y la Constitución cubanas que les garantice a los cubanos la plena libertad de circulación y de fijar su residencia, según establece el Artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, suscrita y luego ratificada por Cuba.
2. Modificaciones adicionales a la Constitución y la legislación cubanas que reconozcan a todos los cubanos –emigrados o radicados en la Isla– como iguales, y les concedan iguales o mejores posibilidades de participación en iniciativas económicas que las extendidas en el pasado al capital extranjero mediante las reformas constitucionales de 1992 y la Ley de Inversión Extranjera No. 77 de 1995.
Estas propuestas de solución plantean viejos problemas antes que nuevos, como exige la regla histórica de solución de problemas. Por mucho aparato crítico que se insufle, la cosa no pasa de reiterar el tendel que va del Proyecto Varela (1998) al panfleto El Camino del pueblo (2011): cambiar las leyes, sin dar mínimo indicio de cuáles son las correlaciones de fuerzas. El tren lógico de este «informe» del CRI es otro avatar del wishful thinking.
Luego del desencantamiento ideológico radical en el tránsito al siglo XXI, la academia no puede andarse con sonseras. Se entiende por sonsera formular con tono académico planteos vagos y abstractos que dan vueltas en el redil del qué y eluden el quid del cómo. Así tenemos que la comisión recomienda a la diáspora cubana: «Decidir libremente si participa o no en cualquier apertura que eventualmente ocurriese en la Isla y sea beneficiosa», esto es: una decisión tan elemental y sobreentendida que no hace falta incitación académica alguna. Ni qué decir de las recomendaciones que presenta, «respetuosamente», a la sociedad cubana:
a) «Trabajar activamente para eliminar de manera definitiva los prejuicios y polarizaciones [en contra de] la diáspora cubana».
b) «Gestionar ante el gobierno cubano la adopción de algunas o todas las recomendaciones [de la comisión] y cualquier otra beneficiosa en este campo para las familias cubanas».
Nada tiene de respetuoso suponer que destinatarios al bulto actuarán de algún modo si acaso leen determinado mensaje agarrado a los faldones valerianos [del proyecto, no del presbítero]: aconsejar a los poderes constituidos qué hacer con sus leyes, sin tener la mínima idea de cómo forzarlos o convencerlos.
Vayamos a otro grano. No es asunto constitucional cubano la libertad de movimiento (que engloba por extensión la residencia). Es tan natural que no aparece en la Carta de Derechos (1791) de los Estados Unidos ni tiene prohibición explícita en la Constitución socialista (1976) reformada (2003) de Cuba. Al menos desde Hans Kelsen y su Reine Rechtslehre (1934) se sabe que todo lo que no está prohibido está permitido. La comisión académica se concentra en las restricciones denominadas permisos de salida y entrada, sin preocuparse porque este último se distingue hace rato en la jerga burocrática cubana como habilitación del pasaporte, pero no cabe objeción contra el esfuerzo por cambiar la Ley de Migración (1976) y su Reglamento (1978).
La pita jurídica se enreda al solicitar la comisión, para todos los cubanos dentro y fuera de la Isla, «iguales o mejores posibilidades de participación en iniciativas económicas» que los inversores extranjeros. El Proyecto Varela contemplaba algo parecido: «el derecho de los cubanos a formar empresas», pero la clave radica en que la constitución tendría que admitir la propiedad privada —al menos en pequeñas y medianas empresas— y a tal efecto la diáspora dista mucho de tener el poder de negociación y el gobierno de los EE. UU., el interés en enzarzarse con el potencial proveedor de fuerza de trabajo a sus propios inversores.
Para aliviar este desequilibrio, la comisión académica urdió dos revoluciones entre cubanos: una revolución social, económica y política dentro de la Isla y «otra revolución social, económica y política [en el] sur de la Florida». Desengañémonos: ningún rejuego académico provee la definición operacional de revolución que englobe ambos fenómenos. Así que no hay academia, sino estrategia de persuasión emocional, que se lleva al nacionalismo pueril: dentro y fuera de Cuba «los cubanos demostraron un talento impresionante». Una isla hecha leña y Miami como capital del fraude en los EE. UU. darían la prueba, pero la propia comisión tiene otra mejor: los cubanos dentro y fuera de la Isla arrostran el «obstáculo simbólico y práctico» de la incultura política, que incluye «propensión al insulto público, la difamación personal, la hipérbole injustificada y la suposición de que “el otro” es un asesino, contrario a los valores democráticos y vil ejemplo de la traición a la patria».
De este modo se desemboca sin remedio en la aporía de Jürgen Habermas: «Las instituciones jurídicas de la libertad decaen sin las iniciativas de una población acostumbrada a la libertad. Su espontaneidad no puede forzarse mediante el Derecho; se regenera a partir de tradiciones de libertad» (Faktizität und Geltung, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1992, página 165). Si es así con el Derecho, ninguna sonsera académica impulsará a los cubanos en el siglo XXI más allá del problema planteado por José Soler Puig en el siglo XX: que «mientras no hubiera libertad no se podría hacer una definición entera de su significado» (Bertillón 166, La Habana: Arte y Literatura, 1975, página 110).
-Ilustración: Carlos Enríquez, Virgen de la Caridad (1933)

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