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El régimen de Gadafi se acerca a su fin. Aunque caótica y a veces sangrienta, la estrategia militar desplegada en Libia durante estos últimos seis meses por fin ha resultado fructífera. La adhesión de Gadafi a la postura antioccidental y sus llamamientos a la solidaridad panafricana, panárabe y panislámica durante el proceso de revueltas árabes no bastaron para mantenerle en el poder.
No obstante, deberíamos observar los acontecimientos con un optimismo cauteloso. El país podría estar entrando en una nueva era, pero eso no significa que sus ciudadanos vayan a llegar con facilidad a un consenso sobre el tipo de futuro que desean. En Túnez y Egipto podemos observar claramente un día tras otro lo complicado que puede resultar un proceso de transición, incluso cuando se produce como resultado de los esfuerzos de una única nación, sin el más mínimo apoyo directo del extranjero. Por eso, la ecuación libia podría originar más dificultades, y una sucesión de paradojas de las que deberíamos ser conscientes a partir de ahora.
La primera paradoja es que, mientras el éxito de la Revolución Libia ha quedado garantizado por la acción de potencias extranjeras –empezando por la OTAN–, ninguna de ellas parece proclive a subrayar este detalle. De hecho, la OTAN tardó muchísimo en lograr su objetivo inicial implícito, es decir, la caída del régimen de Gadafi. Mientras sus miembros parecían creer en un principio que podrían derrocar al dictador con una Blitzkrieg (guerra relámpago), al final han acabado con seis meses de conflicto, miles de víctimas y de daños –muchos de ellos de los llamados colaterales– y el recientemente constituido Consejo Nacional de Transición (CNT) como único aliado. Por eso, es posible que la OTAN haya logrado en Libia lo que aún está lejos de conseguir en Afganistán, pero el período que se avecina podría demostrar también que la organización aún se encuentra muy lejos de poder conquistar los corazones y el pensamiento de la población. Mas >
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