Desde el sitio de Ichikawa
La experiencia de medio siglo de Estado totalitario no puede menos que generar relatos contradictorios por entre los carriles históricos, pero también filosóficos, jurídicos, políticos y hasta puramente biográficos. Así discurren sentidos tan preñados de falsedad y engaño —por un lado— como de ilusión y malentendidos —por el otro—, que ponen al pasado como campo de fuerzas en disputa alrededor de una verdad posible.
Además de quebrantarse por lo que se cuenta (rerum gestarum), lo que pasó (res gestae) está siempre amenazado por la indiferencia o la incredulidad que campea entre lectores, oyentes y espectadores, quienes se aferran más bien al recuerdo —psicológico e intransferible— antes que a la memoria política y transmisible. Aun sin nadie para recordar persiste la memoria y se transforma en historiografía por obra y gracia de expertos.
En este juego conceptual, el testimonio atañe al recuerdo y la inmediatez, pero se somete a las mismas corruptelas de la relación entre experiencia y enunciación, por ejemplo: muchos testigos de la revolución castrista, desde el comandante Huber(t) Matos hasta el general José Quevedo, llegarían a poner sobre el tapete mediático cierto saber teórico del pasado antes que algo tan elemental como decir lo que fue.
La clave no radica en los falsos testimonios y mentiras rampantes que animan la discusión del “problema cubano” en la radio, televisión y prensa escrita de Miami y La Habana como consecuencia de la lógica instrumental orientada a sacar dividendos del pasado. El quid estriba en que hasta los testimonios veraces son afectados por los giros del error y la ilusión. Aquí debíamos movernos en torno a las verdades fácticas, que Leibniz discernió como empíricamente contrastables, pero son mucho más susceptibles de manipular que las verdades de la razón, erigidas por Leibniz sobre los principios lógicos puros de la contradicción y la razón suficiente, esto es: verdades que se dilucidan argumentativamente.
La diferencia es cardinal. Las verdades de la razón pueden borrarse del discurso práctico por mero ejercicio del poder —censura—, pero suelen renacer por mero ejercicio de la razón misma. Sin embargo, las verdades de hecho se pierden para la memoria y el recuerdo por simple supresión o deformación. A tal efecto el Estado totalitario echa a andar “la máquina” que describen Gilles Deleuze y Félix Guattari en Anti-Œdipus (1972) y así se consigue, entre otras cosas, regular interesadamente el flujo narrativo de lo que pasó.
Para corregir este decurso no hay otro recurso que la crítica. Ejercerla presupone guardar la distancia correcta, pero así y todo las verdades históricas son tan frágiles que los críticos de las historias oficiales acostumbran a caer, además de en errores o equivocaciones como todo el mundo, en flagrantes falsedades.
Nada más ilustrativo que justificar la torpeza de Washington en los albores del castrismo con que la Casa Blanca no tenía por qué arremeter contra un orden asentado en la constitución de 1940, restringida ya sólo por algunos candados ejecutivos —como había dicho Miró Cardona—, para luego esgrimir el mismo orden constitucional (vigente hasta 1976) como “el coco” en Latinoamérica y explicar que por ello ni siquiera intentaron copiarlo los regímenes pro castristas de Brasil, Perú y Chile.
La discusión es propia de las ideas, opiniones e interpretaciones, pero los hechos mismos sólo se constatan o atestiguan. Aunque no quede más remedio que contarlos, los hechos están más acá del consenso o la discrepancia. No se puede suprimir que el 10 de marzo de 1952 Batista dio un golpe de Estado ni que la estación de policía bajo el mando del coronel Cornelio Rojas fue centro de tortura. La discusión empieza ya sólo cuando los hechos están a salvo y en consecuencia Hannah Arendt llegó a considerarlos límites de lo político y aun de la libertad (Verdad y política, 1964).
Desde luego que el Estado totalitario castrista sujeta hasta los hechos a la política y por ahí se hilvana hasta el cuento de lo que nunca sucedió, como las dos acciones de Máximo Gómez para rescatar el cadáver de Martí punteadas en el Atlas histórico-biográfico (1983) sin constar memoria ni recuerdo. Así que la responsabilidad del historiógrafo a contracorriente consiste ante todo en narrar lo que fue y preservar los hechos contra su pérdida o tergiversación, para luego —y no antes— enzarzarse en la discusión sobre interpretaciones.
La historia de Cuba está llena de figuras que sólo pueden tragarse en la historiografía: desde Salvador Cisneros Betancourt, pasando por Machado, Batista y Castro, hasta Luis Posada Carriles. Pero reponer a Manuel Urrutia como «otro revolucionario» y endilgarle vigor político al Proyecto Varela dista mucho de generar verdad, sino que precipita el sinsentido en medio de la proclividad a otorgar sentido histórico antes que revelarlo.
No se puede contrarrestar el olvido que produce la maquinaria ideológica castrista con otra máquina que suelte recuerdos alucinantes y memorias enfocadas en suplantar un mito por otro, v.g.: el Frente Revolucionario Democrático (FDR) de Tony Varona, Miró Cardona y los demás como conjunción anticastrista genuinamente cubana y democrático-popular frente al régimen estatal socialista del castrismo. La historia del exilio beligerante y de la disidencia interna parece indicarnos más bien que la luz al final del túnel se apagó ya como consecuencia de la crisis nacional permanente.
Coda
La persistencia del castrismo no deja ya ni margen para consolarse con que la crisis actual del régimen abra posibilidades. Antes hubo otras muchas y el bando anticastrista no pasó de encarar los desastres del rival con meras errancias, incluso en el sentido que Heidegger —sobre la base del Fedro platónico— otorgó al encauzarse la verdad por entre las palabras escritas: exponerse a todo tipo de corrupción.
-Ilustración: Revolusion © OaKoAk
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