Desde el sitio de ei
Arnaldo M Fernández
El ademán del representante David Rivera (R-Florida) contra el ajuste cubano acredita la condición de político demediado asociada a lo cubano-americano. El ajuste cubano nada tiene que ver con el interés nacional estadounidense. Es una broma colosal alegar que el flujo de emigrantes cubanos bien educados y con familia aquí beneficia a EE. UU. Junto con ellos llegan también aquellos que guardan estrecha correlación estadística con el liderazgo nacional del condado Miami-Dade en fraude al Medicare, fraude de tarjetas de crédito y otros renglones tan poco educados y familiares como la venta de Oxycontin.
La clave estriba en que EE. UU. no tiene necesidad alguna de inmigrantes cubanos. Para beneficiarse con gente de valía tiene visas laborales y corporativas, que el gobierno de Castro no admite para cubanos. Tampoco la reunificación familiar es razón para sostener el ajuste cubano: las familias de otras muchas naciones asentadas en EE. UU. consiguen reunificarse por el trámite normal de reclamación. Sólo el régimen de Castro necesita el ajuste cubano para paliar un tanto su desgobierno con flujo sostenido de inmigrantes, en doble función de válvula de escape al salir y fuente de divisas al entrar en EE UU, donde sus vínculos familiares son secuestrados por «la industria» (viajes y llamadas, remesas y paquetes) que Castro montó con agentes (hasta Max «El Guatón» Marambio) y simpatizantes al entreabrirse las puertas durante la administración Carter.
Por debajo del interés nacional de los EE. UU., que radica prima facie en desvincularse del «problema cubano» (ya que, ante todo, es de los cubanos, no de los estadounidenses), Rivera y otros congresistas cubano-americanos prosiguen atados a la política parroquial de Miami. No buscan cortar el ajuste cubano de cercén, sino modificarlo, por el temor que infunde la reacción de la parte del electorado de origen cubano acostumbrada al chantaje de Castro. Tampoco han presionado para que la Casa Blanca se desentienda de la obligación de 20 mil visas anuales, pactada con Punto Cero en virtud de la invasión demográfica que Castro desató al autorizar (agosto 8, 1994) a los cubanos para que emigraran con «medios propios». Aquí el término refugiado perdió ya la vergüenza hasta en el lenguaje oficial. El presidente Clinton celebró su cumpleaños 48 (agosto 19, 1994) con la decisión de no admitir a los «refugiados ilegales»; el comunicado conjunto Cuba-USA (septiembre 9, 1994) remachó con que los «emigrantes» en alta mar serían devueltos a la Isla. La cosa anda ya con Castro instando (marzo 25, 2011) a EE. UU. a sacar una «ley de ajuste para todos los latinoamericanos».
Es inconsistente con las libertades fundamentales de EE. UU. que un Estado extranjero pueda aprovecharlas a mansalva. Nada tiene que ver el ajuste cubano con algún derecho humano o natural ni con la sacrosanta familia cubana. El ajuste cubano es medida política monda y lironda, porque no se trata de simple ajuste cubano, sino verbatim de «ajuste de refugiado cubano». A 45 años de haberse adoptado ese ajuste, los cubanos incurren masivamente en la flagrante contradicción de posar como refugiados para entrar en EE. UU. y posar después como residentes permanentes para salir de EE. UU. a Cuba invocando la libertad americana de movimiento. Así aflora un caso ejemplar de la contradicción práctica descrita por Giovanni Sartori en La politica: logica e metodo in scienze sociali (Milán: SugarCo, 1979): es posible obtener más de una cosa con la condición de pedir menos de otra, pero no es lícito obtener más al mismo tiempo de dos cosas que exigen acciones contrarias.
La única forma racional de eliminar esta contradicción es abrogar el ajuste cubano. La justicia migratoria quedaría preservada con el asilo político, para los cubanos que sufren persecución dentro de la Isla, y el trámite usual de reclamación, para aquellos con familiares en los EE. UU. Desde que Harold Lasswell dio a imprenta Politics: Who Gets What, When, How (Nueva York, Whittlesey House, 1936), los problemas de quién obtiene qué, cuándo y cómo son puramente políticos. El quid estriba en dilucidar si es buena política HOY que los cubanos obtengan RESIDENCIA PERMANENTE en EE. UU. por AJUSTE DE REFUGIADO.
El argumento de Oswaldo Payá: la «situación política sigue siendo la misma» que en 1966 [cuando se acordó el ajuste], se torna insostenible frente al castrismo de largo aliento. El ajuste del refugiado cubano trajo su causa de tesitura política en contra del castrismo, pero hace rato que tiende más bien a perpetuarlo. Los cubanos no vienen ya a los EE. UU. para ajustarse y luego volver a la Isla en son de guerra o a fomentar la oposición pacífica: vienen y van a resolver. Los EE. UU. no tienen obligación de soportar esa carga migratoria, acompañada por la industria procastrista de expoliar a los inmigrantes de origen cubano y transfigurarlos así en contribuyentes del castrismo. Mucho menos si la nación cubana no tiene derecho a descargar indefinidamente las culpas sobre Castro.
En 1992 Castro reformó su constitución y dio la opción electoral de votar en directo por los diputados a la Asamblea Nacional. Del electorado habanero (1 millón 640 mil personas) casi la cuarta parte se manifestó en contra del castrismo: según Tribuna de La Habana (febrero 28, 1993), 10.1% anuló y 4.3% o dejó en blanco la boleta, 1.7% no fue a votar y 7.8% votó distinto a como pedía Castro con insistencia: por toda la candidatura propuesta. En Cuba entera, ese voto unido anduvo por el 88% (Granma, marzo 11 de 1993). Así, la contra electoral llegó al 12% (942 283) de los votantes más el 1.29% (102 621) de los electores que no acudió a las urnas. En total más de un millón de cubanos opuestos a Castro. Jamás la contra tendría tanta fuerza de número en las elecciones. Y lo peor: jamás el liderazgo disidente ha conseguido movilizar al grueso de esa contra decreciente.
Vayamos al consuelo ideológico de que «no ha habido una iniciativa política tan eficaz como el Proyecto Varela». El Proyecto Varela (1998) se presentó (mayo 10, 2002) ante la Asamblea Nacional como iniciativa legislativa de ciudadanos avalada con 11 020 firmas e iría al reenganche (octubre 3, 2004) con otras 14 384 firmas. Entre una y otra tanda hubo elecciones (enero 19, 2003). La contra más dura se formó con 196 619 electores que no fueron a votar, 243 341 que dejaron la boleta en blanco y 69 863 que atinaron a anularla. Así, el Proyecto Varela representó apenas el 5% de la contra electoral manifiesta. Ni qué decir del porcentaje con respecto al electorado sans phrase. No en balde el proyecto se relanzó en Madrid (octubre 24, 2008) y no en La Habana.
Por supuesto que cunden las justificaciones: desde que las comisiones electorales falsean los resultados hasta el miedo que —como dijeron los obispos cubanos en El amor todo lo espera (1993)— «no se sabe bien a qué cosa es, pero se siente», al parecer incluso dentro de cabina cerrada con boleta que se echará doblada por la rendija de la urna electoral. Sin embargo, ninguna justificación destruirá al castrismo, que viene funcionando hace más de medio siglo sobre carriles institucionales sin dejar otra opción a la disidencia que transitar de un documento a otro. Por algo Marx dejó caer, en su crítica a la filosofía del derecho de Hegel (1843), que «el poder material sólo puede derrocarse con otro poder material». No lo tiene la disidencia ni lo tuvo nunca el exilio. Todo parece indicar que la única alternativa frente al castrismo sería una suerte de opción cero desde los EE. UU., que comenzaría con cero chantaje migratorio.
-Foto: Exiliado cubano en Nueva York (septiembre 11, 2006) © El Marco
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