jueves, junio 09, 2011

"PM" y la avenencia culpable/ Vicente Echerri

Cincuenta años se cumplen en estos días de que el gobierno revolucionario de Cuba prohibiera la difusión del corto cinematográfico PM, ratificando con ese gesto la censura cultural que ha caracterizado a ese régimen hasta el día de hoy; censura que vería su consagración en las infames “Palabras a los intelectuales” con que Fidel Castro clausuraría las reuniones en que, durante tres viernes seguidos, se debatiera el tema ante una asamblea de escritores y artistas en la Biblioteca Nacional.
La película de 14 minutos con que Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante quisieron documentar la alegría popular, tal como se manifestaba en algunos bares —marginales y emblemáticos a un tiempo— de la noche habanera, vino a obrar como un alfilerazo en la sensible piel del recién estrenado socialismo cubano y, al mismo tiempo, fue un perfecto pretexto para que el régimen definiera sus cánones culturales, para que descubriera el carril por donde esperaba que transitara, mansa y obediente, la cultura. Gracias a esa reacción, a aquel experimento de free cinema, de factura casi doméstica, le estaba reservada una notoriedad que sus creadores nunca se imaginaron. En verdad, PM significa en la historia cultural de la revolución cubana la oficialización de la mordaza. Habría un antes y un después de la película: a las celebraciones de la noche seguiría, por decreto, la “unánime noche” del totalitarismo.
De aquellas reuniones de la Biblioteca Nacional (que se llevan a cabo, es cierto, cuando ya el socialismo se ha declarado ideología de Estado) a mí no deja de sorprenderme la pasividad de nuestros intelectuales, el dócil acatamiento con que defienden en su presencia –el aprendiz de tirano y sus secuaces– el despojo de la libertad, sin que hubiera una sola voz (más allá de la de Virgilio Piñera confesando su miedo) que denunciara y desmitificara ese discurso a cualquier riesgo, que dijera que la revolución no podía existir como una entidad sacrosanta e intocable con facultades de tragarse los valores de la nación, que la libertad creadora no podía aceptar los límites impuestos por los asaltadores del poder por mucho respaldo popular que tuvieran, por muchos peligros que adujeran y por muchas ideas bonitas que predicaran. La libertad era sagrada y no podía permitirse que la cohibiera la pistola de Castro puesta ostentosa y amenazadoramente sobre la mesa. Los intelectuales presentes en esas reuniones debieron rechazar enérgicamente el dogal que la tiranía les ofrecía, aunque eso hubiera significado la cárcel. Su acatamiento, a medio siglo de distancia, no puede verse más que como un acto de penosa complicidad.
Ciertamente, las discusiones en torno a los límites de la libertad intelectual que culminan con el célebre discurso de Castro, se llevaron a cabo ante una asamblea de cómplices, ante un grupo de personas que, en su gran mayoría, creía en la revolución y le había dado, tácita o explícitamente, su voto de confianza. Casi todos provenían de la izquierda y sostenían, con mayor o menor grado de candor, la necesidad de esa acción salvífica y de gloriosa negatividad que los librara del filisteísmo de la sociedad burguesa, de los valores convencionales de las clases rectoras, que casi nunca colgaban en sus paredes los cuadros de los pintores contemporáneos ni auspiciaban las obras de los escritores con alguna empresa editorial. Los intelectuales cubanos vieron en la revolución triunfante, e incluso cuando ésta se declaró socialista, la recompensa a su tradicional condición menesterosa que iba pareja –como tantas veces ocurre– con la libertad. Soñaban con un mecenas estatal que, al mismo tiempo, sentara las pautas de una estética nueva, que garantizara sus ediciones y sus exposiciones, que los asalariara para poder dedicarse a sus ocios creadores. Y esa ilusión los encegueció, o les hizo enfrentarse a la verdad cuando ya era muy tarde. La revolución cubana no era la república de Florencia ni Castro era Cosme de Médicis.
Buena parte de los presentes en esas reuniones de junio de 1961 terminó años después en el exilio, presa de un desencanto que para muchos debe haber empezado en aquellas jornadas, al darse cuenta de que habían caído en la trampa que ellos mismos, movidos por el resentimiento, habían ayudado a fabricar. Otros –los peores– se quedarían como portavoces de la opresión, edulcorando con sus versos, justificando con sus ensayos o enalteciendo con sus obras plásticas y sus películas la supervivencia de una tiranía inepta y gangsteril. A estos últimos ni la muerte puede librarles de la vergüenza; traidores por partida doble: a su condición de creadores y a la herencia democrática de su país.
Entre tanto, PM, el film que le sirviera de pretexto a la tiranía que se estrenaba para establecer sus parámetros, sobrevive como un hito de encantadora ingenuidad, al extremo que, a tantos años de distancia, y acaso por considerarla ya inocua, el régimen haya llegado a exhibirla hace poco en algún cine de La Habana. Los castristas no dejan de esgrimir el contexto para justificar su censura de entonces, y es precisamente el contexto lo más condenable y aterrador: esa Revolución, en cuya sacralidad los intelectuales consintieron.

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