Caricatura de Alfredo Pong
Cubanalisis
Por esos afanes de las metamorfosis de la política, las “sapiencias ofídicas” de la Iglesia católica se han convertido en los mejores aliados del Partido Comunista
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo, en Cubaencuentro
Hace algo menos de 18 años la prensa cubana enfiló sus cañones contra lo que un insultador oficial llamaba “las ofídicas sapiencias eclesiásticas”. El motivo era un documento hecho público con título de bolero fácil: el amor todo lo espera. En él, los obispos expresaban su preocupación por la aguda crisis que atravesaba la nación y abogaban por el diálogo y el entendimiento de todos los cubanos para la reconciliación nacional. El panfleto de Granma —y Granma no publica nada sin la venia de las jerarquías— fue leído con tenacidad de comuneros por los locutores en cada estación de radio y televisión, y publicado en todos los periódicos nacionales y provinciales.
Visto a la distancia, el documento de los obispos no era espectacularmente crítico. No mucho más crítico que cosas que hoy se dicen o se escriben en los medios eclesiásticos. Pero eran otros los tiempos. Aunque se había dispuesto una tregua desde fines de los 80, el cese de hostilidades se refería a los creyentes “revolucionarios”, no a los curas. Y esos primeros años 90 fueron muy crueles con una clase política que no lograba entender las razones del estropicio que ellos mismos habían causado. Eran, además, los tiempos en que el arzobispo Ortega y Alamino se preparaba para su investidura como Cardenal, con todos los sustos que ello implicaba. El amor todo lo espera llegó en el momento menos pertinente, cuando podía esperar cualquier cosa menos amor.
Pero por esos afanes de las metamorfosis de la política, las “sapiencias ofídicas” se han convertido en los mejores aliados del Partido Comunista. En su pasado informe al VI Congreso del PCC, el flamante primer secretario no escatimó verbo para elogiar a la jerarquía católica. Aunque tuvo cuidado en listar a casi todas las confesiones y comenzó con una mención particular al Consejo de Iglesias —un proyecto ecuménico liderado por los protestantes que resultó demasiado progubernamental como para ser creíble en las movidas político/humanitarias recientes— es indiscutible que el plato fuerte fue la Iglesia católica. Según Raúl Castro, una fuerza patriótica reconocible y a la que se recurrió no por necesidad sino por condescendencia, como para compartir con alguien la dudosa gloria de sacar de la cárcel a decenas de presos políticos condenados sin procesos penales consistentes y desterrar a la inmensa mayoría de ellos. Una mentirilla aparentemente piadosa sobre la que volveré más adelante.
A cambio, la Iglesia católica ha obtenido —además de las referencias lisonjeras en el Congreso— una visibilidad superior a décadas anteriores y nuevos espacios de acción en la sociedad. Lo cual es un avance considerable para una institución que acumula sabiduría y paciencia de dos milenios. Y que hace solamente tres lustros era comparada con los ofidios: fríos, venenosos y reptantes. Personalmente les felicito, como he aplaudido que haya intermediado para facilitar la liberación de los prisioneros y lograr sus reuniones familiares, en Cuba o en el extranjero. Como siempre he aplaudido que exista absoluta libertad de cultos y creencias, y que se prescriba todo tipo de discriminación contra las personas por poseer (o no) creencias religiosas.
Pero no todo lo que ha sucedido y está sucediendo es un motivo de orgullo para la propia Iglesia.
La Iglesia católica ha tenido que pagar un precio por la visibilidad. Y aunque su alta jerarquía debe estar segura que todo se olvidará cuando se llegue al fin de esta historia, hay filones éticos que no pueden obviarse, más aún cuando se trata de una institución que se presenta a si misma como la quintaesencia ética de las sociedades y de los tiempos.
He estado revisando con cuidado las páginas de una revista arquidiocesana —Espacio Laical— a cuya existencia y méritos me he referido en varios momentos. Es una revista que seguramente no publica nada —como el Granma— sin la venia de la alta jerarquía. Y me llama poderosamente la atención que en febrero de este año esa revista publicara un editorial sobre el llamado Pacto Social (http://espaciolaical.org/contens/25/0500.pdf) en que se lamenta la existencia de “sectores que actualmente no son afines al Gobierno y manifiestan una incapacidad enorme para reconocerle su legitimidad y dialogar con el mismo…” y por el otro lado alaba al General/Presidente que “…pretende contribuir hasta donde le sea posible a la articulación de un camino de conciliación nacional”. El artículo es largo y muy rico (en muchos sentidos altamente positivo) pero me bastan estas pocas líneas para mostrar como la Iglesia está obligada a tratar con una caricatura de situación política. Decir que un indicador clave del tranque que sufre la sociedad cubana es porque algún pequeño grupo opositor no reconozca la legitimidad del Gobierno, y que por ello no se conversa a pesar de la buena disposición gubernamental, es, cuando menos, reprensible.
La táctica del Gobierno cubano es muy clara. Tiene que hacer una serie de cambios económicos, lo que inevitablemente va a mover el tablero político. La cuestión está en que esta movida sea lo suficiente amplia para que las medidas económicas funcionen, pero lo suficientemente restringida como para evitar un cuestionamiento a su propio proyecto de poder autoritario. Y de ahí que seleccione como interlocutora a la Iglesia católica, una institución predecible que no le puede pedir el poder político y que no está interesada de momento en variar las reglas de juego.
Cuando el General/Presidente recurrió al Cardenal para que mediara en este conflicto no lo hizo pensando en compartir laureles, sino en encontrar a alguien que dialogara con los grupos y personas con los que inevitablemente había que conversar. Y en particular con las Damas de Blanco que no solamente estaban empujando al Gobierno al máximo descrédito internacional, sino que estaban disputando el espacio público, con su fragilidad como principal arma, a la arrogante omnipotencia gubernamental. Haberlo hecho directamente era poner en entredicho el no reconocimiento de la legitimidad de organizaciones y acciones que han sido constreñidas en el discurso oficial al ámbito del mercenarismo antinacional.
La alianza del Gobierno con la Iglesia es, según Raúl Castro, una garantía de “la unidad de la nación” frente a “los mercenarios”, desacatadores de la ley y al servicio de “una potencia extranjera”. Y para los “mercenarios” —epíteto endilgado a todos los que contradigan sustancialmente la línea oficial— no hay lugar bajo el sol del castrismo. Pero es también, agrego yo y seguramente lo sabe el general, un apoyo inestimable en momentos en que la maltrecha base social del sistema se sigue estrechando, desde los puntos de vista clasista y generacional.
Por la parte clerical el beneficio está en el capital público que pudiera ganar como estrella protagónica de la “conciliación”. Y aun cuando eso le genere algunos contratiempos presentes, la Iglesia no es una institución que se preocupe mucho por los infortunios de la actualidad y sabe dejar al tiempo hacer su trabajo. Solo ella, como decía Goethe, es capaz de hacer buenas digestiones con ganancias mal obtenidas. Como lo hizo en estos tres lustros cuando ha dejado de ser una deyección ofídica para convertirse en la mismísima salvaguardia de la unidad de la nación. Aclaro: siempre según Raúl Castro.
Un juego de disputa en que ambas partes ganan. Sencillamente porque juegan a tiempos distintos: los generales a cinco años y la Iglesia a la eternidad.
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