El nacimiento del nuevo hombre de Dali
Cuba, el país concreto no entra en mis planes vitales a corto o mediano o largo plazo: en parte porque donde estoy me siento cómodo y en no menor medida porque como todo el que haya vivido más de un año fuera de la isla sin autorización me he convertido automáticamente en desterrado. Esto es, sin derecho a volver a vivir en el lugar donde nací. (En ese sentido la gran mayoría de los que residimos fuera de Cuba –lo aceptemos o no- somos desterrados. Desde Hugo Cancio hasta a Húber Matos aunque al primero, en recompensa por favores prestados, quizás le permitirían volver a residir en la isla pero eso sería en todo caso un privilegio, no un derecho). Lo que no va a cambiar nunca es que tenga el pasaporte que tenga allí donde pone “lugar de nacimiento” aparecerá a continuación el nombre de la capital de Cuba. Eso basta para recordarme que por bien que yo me sienta donde esté siempre tendré especiales derechos y responsabilidades sobre esa parte del mundo.
Y claro, no se trata sólo de lugar de nacimiento -que a veces puede ser un accidente- sino del sitio en el que uno comenzó a tomarle las medidas al mundo y al que en algo contribuyeron generaciones de tus antepasados: con su trabajo, sus esfuerzos, su sangre y con la conservación y variación de alguna que otra manía nacional. Algo de esa herencia nos debe tocar, digo yo. Aunque sea solo una duodécimo millonésima parte. Aunque sólo sea esa herencia intangible que toma la forma de derechos. Porque aunque Cuba no entre en mis planes vitales a corto o mediano o largo plazo se me hace imposible aceptar la idea que dos pichones de rayadillo luego de destruir buena parte de lo mejor de la isla y rellenarla de marabú decidan que porque pienso que son un par de usurpadores y criminales (empezando por el crimen de dilapidar medio siglo de historia de un país con todas sus esperanzas incluidas) no tengo ningún derecho al lugar donde nací. Si luego decido ejercer o no esos derechos ya será asunto mío.
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