Huber Matos Araluce y Juan Benemelis/ Cubanálisis-El Think-Tank
Como es común en el acontecer humano, las principales características de una época no irrumpen en una fecha específica sino que ésta sirve para delimitar, lo menos arbitrariamente posible, un tiempo de otro. A veces no así, sino que un hito es el catalizador de tendencias que cristalizan explosivamente y abren un nuevo capítulo.
El “periodo especial” (1990) con que el castrismo bautizó la nueva realidad de una Cuba sin subvención soviética ni mercado socialista, no puede enmascarar la precaria realidad de la década anterior. La historia de la nomenclatura en esta etapa todavía está por escribirse, pero su perfil empezó a forjarse con anterioridad.
Si bien es cierto que la subvención soviética había permitido al pueblo cubano vivir un nivel de vida que no correspondía con la ineficiencia de la economía de la isla, también lo es que a pesar del cuantioso ingreso anual de recursos que enviaba Moscú, una buena parte de estos fueron mal invertidos, derrochados o malversados.
El estado de la economía cubana anterior al “periodo especial” fue tan crítico que condujo a una suspensión de pagos de la deuda externa a mediados de los ochenta, muy anterior a la desaparición de la URSS.
En el orden político la admisión de Fidel Castro el 26 de diciembre de 1986 de que: “Ahora sí vamos a construir el socialismo” fue una respuesta al descontento popular por el fracaso del régimen. Lo peor estaría por venir, como ahora todos sabemos.
La situación económica y política de Cuba tuvo su repercusión en la moral de la nomenclatura. Su episodio más revelador fue el fusilamiento del General Arnaldo Ochoa en 1989. Ochoa y un grupo de altos oficiales fueron acusados de participar en el narcotráfico.
Pareciera insólito que Ochoa, un general condecorado como héroe de la Republica de Cuba, fuese el líder de una pandilla de narcotraficantes de la que formaban parte importantes hombres del gobierno. Pero ya en esa época el nivel de corrupción en las altas esferas era muy grave.
Si estos miembros de la cúpula del poder estaban involucrados en el narcotráfico a espaldas de Fidel y Raúl Castro, tenemos que asumir que el servicio de inteligencia castrista, considerado uno de los mejores del mundo, no era tan bueno, o se estaba haciendo de la vista gorda.
Como esta organización de espionaje es reconocida como uno de las mejores, es difícil creer que no estuviera informada de los que sucedía. Los hermanos Castro probablemente estaban al tanto de lo que pasaba. ¿Por qué lo toleraban?
Nos pueden ayudar a explicarlo las declaraciones de narcotraficantes latinoamericanos confesos sobre que los Castro han cooperado en el tráfico de drogas, el laberinto de implicaciones es un reto para el historiador. Nadie debe sorprenderse ¿No han colaborado en el narcotráfico Daniel Ortega y Hugo Chávez?
El caso Ochoa es un indicador del nivel de corrupción que ya corroe a la nomenclatura. Corrupción que seguirá creciendo durante los noventa hasta convertirse en un modus vivendi de quien en Cuba tiene alguna cuota de poder y, como veremos, de quien no la tiene también.
Fidel no es ajeno a la corrupción, sino su principal promotor. En algún momento del proceso, consciente de que la lealtad ideológica ya no era un factor de cohesión entre sus militares de confianza, decidió premiarlos con cuotas de poder económico que los obligaban a obedecerlo sin discusión. Al mismo tiempo les daba razones para defender a un sistema que los había convertido en la elite de una Nueva Clase, no como la descrita por Milovan Djilas, sino más propia de un régimen feudal.
Esta cuota de poder económico, que era discretamente permitida, se convertía en prueba suficiente para que, ante cualquier falta de lealtad al dictador, justificara una purga, una condena a prisión, o el fusilamiento.
El General Ochoa es un ejemplo a investigar. Encumbrado por su posición y prestigio en las Fuerzas Armadas, cometió el error de cuestionar decisiones militares sobre la guerra en Angola, tomadas por Fidel Castro desde La Habana, cuando Ochoa tenía la responsabilidad en África. Aun más grave, cometió la imperdonable equivocación de hacer comentarios críticos sobre la situación en Cuba una vez que regresó a la Isla.
Este tipo de reacción por parte de los Castro contra sus favoritos, ha quedado burdamente al descubierto hace unos meses con el empresario chileno Max Marambio, un ex colaborador de Allende que se convirtió en miembro del cerrado círculo de amigos íntimos de Fidel Castro. Ahora Raúl Castro le pasa la cuenta acusándolo judicialmente por hechos de corrupción que supuestamente llevó a cabo siendo un protegido de su hermano mayor, Fidel Castro.
Otro caso es el del General Rogelio Acevedo, de quien se rumora encontraron millones de dólares escondidos en su casa. Verdad o calumnia, no se sabe, y posiblemente no se llegue a conocer, porque el régimen, celosos de que se conozca lo que le perjudica, cubre en el silencio la delincuencia oficial y la inocencia. Es una cuestión de conveniencias.
Hay otro campo inexplorado, es la corrupción, de todo tipo y a todos los niveles, perpetrada por miembros de las Fuerzas Armadas y del gobierno cubano en África. Quienes hemos escuchado cándidas, pero documentadas anécdotas por parte de testigos sobre casos concretos, nos hemos quedado literalmente estupefactos.
No toda la nomenclatura práctica la corrupción durante esa etapa. Quienes no se aprovechan son los menos, por conciencia o por otras razones.
Es durante el “periodo especial” cuando la mayoría de la población comienza a aterrizar en la realidad. El impacto es desmoralizante desde todo punto de vista. No solo se ha desplomado el mundo soviético, y con ello el sueño de alcanzar el mundo igualitario y próspero del socialismo, sino que comienza a comprender que ha caído en una trampa de la que no parece haber escapatoria. La huida del país es una opción para los audaces, que puede llevar a Miami, a la cárcel o a la muerte.
El cinismo, que ya ha hecho su mella en la nomenclatura, ahora comienza a apoderarse de todos. El desengaño, sumado a las necesidades materiales, induce al ciudadano común al deseo y la necesidad de apropiarse de lo que este a su alcance. Así, la nomenclatura y el pueblo saquean, como pueden, los activos del Estado. El país, que ha entrado en una crisis política y económica simultáneamente, comienza a sufrir una crisis moral que a largo plazo tendrá consecuencias aun más graves.
La nomenclatura, desilusionada pero comprometida con un sistema que castigaba la crítica brutalmente, no tenía alternativas. Mientras pudiera vivir con un nivel relativo de bienestar comparado con la mayoría de la población fingiría lealtad al régimen.
En esas circunstancias, a un buen porcentaje de sus miembros le convenía creerse que el “bloqueo” imperialista era el responsable del desastre y que la democracia representativa era un fracaso en el mundo. Después de todo, ante el pueblo ellos eran co-responsables del fracaso “revolucionario”. No tienen fe en el sistema, pero se sienten demasiado comprometidos.
Este escenario es una parte de la realidad cubana durante el “periodo especial”. Hay otra, aquella de una minoría que no sucumbió “a las mieles del poder”, porque estando a su alcance las rechazó, o porque desde el principio se enfrentó y estuvo dispuesta a pagar el alto precio de su rebeldía.
La lucha de la disidencia durante los noventa es una de las páginas memorables de la historia de Cuba. Todavía están a tiempo los historiadores de investigarla y escribirla con lujo de detalles, porque muchos de los que la escenificaron están vivos. Olvidados e ignorados, con meritos que serán motivo de admiración por las futuras generaciones de cubanos.
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