CUBA: HISTORIAS PARA SER CONTADAS
Jamás ha sido fácil explicarse premoniciones, mucho menos predecir. A partir de aquella conversación con Máximo yo asimilaba cuándo acontecía a mí alrededor con inusitado escrúpulo. Intuía su importancia avasallante e hice esfuerzos por retener en memoria todo incidente y detalle por insignificante que fuera. Comprendía que en el futuro se le echaría mano para provecho o desgracia de terceros. Terceros que aun no podía reconocer. En La Cabaña se escribía una página imborrable de la historia cubana. Pero aun no se descorrían muchísimos velos de la historia.
“El Mejor Servicio a la Revolución Cubana”
Por: José Vilasuso.
Artículos corregidos y aumentados.
1060 citas hasta mayo de 2008 en la RED
Mis recuerdos de El Che. Esa noche Máximo tenía señaladas dos ejecuciones cuyos juicios aun no se habían celebrado.
A Guillermo Milán y la democracia sueca.
I
Dando un fuerte golpe en la puerta aquella mañana, de improviso, Máximo entró en la oficina. Había sido estudiante en la Escuela de Ciencias Sociales en la Universidad de La Habana, y alzado en el año 1958 en Sierra Cristal donde alcanzó grado de teniente a las órdenes de Raúl Castro, comandante del Segundo Frente Oriental Frank País.
Máximo era bajito, fortachón, de rostro pálido, achatado, ligeramente picado como de agné o viruela, tenía un acortamiento en una pierna y se alegró mucho al verme en la oficina del tribunal. Nos referimos a sus peripecias en la loma a donde subió armado de un ladrillo y logró arrebatarle el fusil San Cristóbal a un bisoño a quienes llamábamos casquitos. La última vez que nos vimos en La Habana fue al pie del Palacio de Aldama (Reina y Amistad) de allí partió hacia La Sierra. Seguramente citamos los nombres de amigos y conocidos con los que habríamos perdido el contacto dadas las tantas vicisitudes reinantes por entonces. Al final:
“Bueno, dime ¿qué te trae por aquí”.
Chico, es que apenas llegamos a Santiago me pusieron a dirigir pelotones. Eso es del ca… Estuve unos cuantos días y no pude resistirlo. Horrible, horrible. No lo quiero recordar. Yo consulté al capellán y me tranquilizó un poco. Me dijo que esa era mi obligación y que no dependía de mí… No sé, no sé, Pepe. Pedí mi traslado para La Habana, me lo concedieron en el acto y cuando llego aquí mira pa’ hí, me asignan lo mismo, porque dicen que tengo la experiencia. Nadie se presta para esto, es muy duro. Eh, mala suerte, cará. Para esta noche ya tengo dos ejecuciones. Los juicios son a las ocho, digo comienzan a las ocho. ”
Me miraba fijamente, algo suplicante, como si quisiera decir más y no le salieran las palabras.
“¿Esta noche?”
“Sí; dos para esta noche, dos.”
“Ah, yo iré a verte”. Dije sin mayor reflexión. Máximo permanecía grave. Sin pensarlo por puro encono y contrayendo las facciones me increpó: “Mira come… Tú no sabes lo que estás diciendo. Que no se te ocurra. Quítate eso de la cabeza. Lo vas a estar recordando durante años y años, toda tu vida. Te pesará. Eso es algo espantoso, de madre… Nadie sabe lo que es el paredón. Uno se vuelve una fiera; si no eres una fiera no sirves, te acoquinas y es peor. Quitarle la vida a un tipo no es fácil, Pepe. Mira, en los primeros días lo hacíamos comoquiera. Se les sentenciaba como quiera, sin juicio, ahí mismo. Ni poste para amarrarlos. Los traíamos y los poníamos delante del pelotón. Figúrate, la mayor parte de los reclutas apenas sabían manejar las armas. Al ver lo que tenían delante muchos se acobardaban y cuando se daba la orden de fuego no se atrevían a apuntar directo, les temblaba el pulso y tiraban al aire o sin mirar. Entonces el tipo recibía varios impactos no mortales que lo hacían saltar dando gritos, algunos se revolcaban por el suelo echando sangre, crispados, y hasta se corrían dos o tres metros hacia un lado y el otro. Parecía que se iban a levantar y volvían a caerse. Hubo uno que se le echó encima al pelotón y los espantó; parecían gallinas. Yo entonces dándome cuenta de lo que pasaba, tenía que acercármeles, pegarle la pistola a la cabeza al tipo y gritar. “Miren pendejos, miren pa’ que aprendan”. No te cuento cómo es eso de hacerle saltar los sesos a un tipo, chico. Salpica. No lo quiero recordar. Salpica. No me deja dormir… no puedo, no puedo… Eso no se me olvidará jamás. Es terrible, chico… La gente no sabe de lo que hablan, hay que pasarlo… Si tú supieras… No vayas esta noche, co. Olvida eso. No se resiste. No podrías comer carne en mucho tiempo. ¿Sabes cómo quedan los cuartos de reses colgados en la carnicería? Los has visto, ¿verdad? Chorreando sangre. Eso parecen esos tipos”.
Al día siguiente con aquellas palabras grabadas profundamente me dirigí al paredón. Quería empaparme de las descripciones desde el escenario mismo de los hechos. Era un costado de las gruesas murallas que defienden la inmensa arquitectura medieval española. Su constructor fue Juan Bautista Antonelli y la estructura arquitectónica es la misma en El Morro, La Fuerza, La Punta, pero La Cabaña es el mayor y más impresionante de todos los castillos. Las murallas están formadas por cantos graníticos e inmensos con un espesor de metros; pese a la altura y la brisa de la bahía los muros despiden una humedad impregnada desde hace siglos. Bien examinado como baluarte militar se comprende que aun hoy La Cabaña sería casi inexpugnable frente a artillería ligera. En algunas zonas la separación entre los bordes y esquinas de los cantos hace ranuras por donde en aquella época pululaban hongos y de vez en cuando asomaba la cabecita una iguana pequeña, que se deslizaba a escape con el rabo enrollado, de vivos colores. Siempre había contemplado estos castillos como reliquia histórica. Escenario de la patria donde fueron ejecutados tantos héroes en las luchas por la independencia, uno de ellos el poeta Juan Clemente Zenea. Del otro lado, en El Morro me había impresionado la reproducción del garrote donde se ejecutó al general Narciso López; cincuenta de sus soldados y oficiales seleccionados por sorteo, también cayeron ante los pelotones españoles. Durante la Segunda Guerra Mundial allí se debió de ejecutar al espía alemán Lunning. El lugar donde me encontraba estaba bastante cercano al Foso de los Laureles, escenario mayor de toda la tragedia; nosotros simplemente le llamábamos El Paredón. Esa tarde caminé despacio por toda la explanada, aspirando el olor marino, observando, e intentando reproducir mentalmente lo que casi todas las noches allí tenía lugar. No era tan difícil imaginar algo que cualquiera ha visto en el cine, leído en alguna novela o en la prensa conforme al gusto del realizador. En mi posición lo más correcto era comenzar a internalizar los hechos como cuestión propia, algo en que me veía involucrado. A sabiendas o no, me lo había buscado, todo aquello me tocaba de cerca. Pisar el lugar de los fusilamientos era un remedo de testigo presencial. Examinando el contorno parecía que el eco de las descargas seguía retumbando.
De cara a los postes, al vuelo tomé la distancia que me separaba de los mismos; pocos metros, y no menos pasos más adelante la línea en que se colocaba el pelotón. Me les acerqué y toqué los maderos con las manos. Eran pequeños y gruesos, menos de mis cinco ocho de altura. Me coloqué delante, en el puesto del reo, y a mis espaldas cubriendo el nivel comprendido desde el pecho a la cabeza, sobresalía una densa y larga perforación de la muralla ligeramente blancuzca en lo más profundo de las incontables huellas de bala que la horadaban. Las perforaciones más hondas coincidían con mayor simetría con las medidas superiores de los postes; exactamente a la altura del frontis en un hombre de estatura normal. Por el suelo se regaban abundantes casquillos de bala, por regarse casi a mis pies no podrían ser residuos de las descargas de fusilería; sino de los tiros de gracia. A los pies de cada poste, mezclados con la yerba, se ennegrecían los charcos de sangre coagulada.
II
Pero más relevante seria palpar el meollo de aquellas ejecuciones; los hechos en qué consistían sus causas, su naturaleza. Hasta aquel instante no había reparado seriamente en la trascendencia de aquellos fusilamientos, en su profundidad. En tantas muertes. A partir de aquella vivencia mi sentir referente al proceso revolucionario iría cobrando nuevos e incalculados matices sostenidamente. La intensidad misma que un fusilamiento produce nos arrastra insensiblemente a pasarlo por alto de un brinco. Es algo en lo que no se detiene uno a considerarlo. La muerte violenta de un hombre desarmado se rechaza por instinto. Se prefiere pensar en otra cosa. Más bien lo contemplamos como rutina, algo que sucede y vuelve a suceder sin aquilatarse con mayor detenimiento. Por entonces los cintillos de la prensa internacional censuraban con acritud todo aquello sin que yo aun reparara en que necesariamente no tenían que estar equivocados. Ahora por primera vez me sentí aludido, los periódicos ofrecían una versión alterna de todo lo que tenía a mis pies, de lo que hacía en aquel lugar, mi trabajo, ¿cómo lo estaría cumpliendo? Mi comportamiento ¿era correcto? Al contrario de lo esperado tal versión alterna – contrastantemente – no podría estar muy lejana a mi natural manera de pensar y sentir. Hasta aquel momento ¿habría sido yo mismo? ¿Otros pensaban y escribían por mí? ¿Qué decidiría por mi mismo en mis cabales? En el subconsciente brotó la posible comparación con el proceso precedente, ¿seríamos nosotros los nuevos esbirros? Con una particularidad; muy diferentes a los anteriores. Los procedimientos eran distintos.
Jamás ha sido fácil explicarse premoniciones, mucho menos predecir. A partir de aquella conversación con Máximo yo asimilaba cuándo acontecía a mí alrededor con inusitado escrúpulo. Intuía su importancia avasallante e hice esfuerzos por retener en memoria todo incidente y detalle por insignificante que fuera. Comprendía que en el futuro se le echaría mano para provecho o desgracia de terceros. Terceros que aun no podía reconocer. En La Cabaña se escribía una página imborrable de la historia cubana. Pero aun no se descorrían muchísimos velos de la historia.
Mientras estas ideas maduraban en mi cerebro me iría situando cada vez más distante de Mike, e innumerables amigos uniformados de quienes me consideraba solidario. No es fácil desligarse de personas por quienes se siente simpatía y perderse luego en un mar desconocido donde fácilmente no pueden esperarse afectos sustitutos. Lo que se desvanecía ante la realidad eran puros ideales y nobles esperanzas acariciados a alto costo. Frente al nuevo gobierno emergían fuerzas oscuras, reaccionarios y los restos de la dictadura depuesta. Eran aquellos contra quienes mi generación militaba y consideraba incompatibles. Nada les debíamos. Creo que estas preocupaciones, en mayor o menor escala, eran compartidas por un número creciente de compañeros universitarios y colegas letrados. Pensando y repensando al anochecer las nubes se oscurecían, y al día siguiente amanecían ennegrecidas.
Pero la rutina en la fortaleza de La Cabaña no paraba. Las causas llegaban al escritorio a intervalos más o menos prolongados. Por más que me esmeré en estudiar cada una hasta el más insignificante pormenor, no hallé elemento alguno indispensable en juicio para darle curso ante el ministerio fiscal. Una tras otra apenas leídos unos cuantos folios se caían por inconsistentes y falta de pruebas; las engavetaba y allí quedaron. Sólo con el tiempo supe que a Otto Meruelo uno de los acusados a mi cargo, había sido condenado a treinta años; del resto nada ha llegado a mis oídos. Interrogué testigos de diferentes procedencias. Los revolucionarios solían ser jóvenes sin mayor percepción de los hechos y más bien respondían al modelo radical, ganar méritos para la nueva situación. En alguno se traslucía una inconsciente imitación de la jerga y consignas en boca de Fidel o el Che. Acusaban sin mayor fundamento, y a menudo se enredaban en sus propias contradicciones. No menos frecuente fue la presencia de militantes del 26 de Julio, alguno uniformado, expresando su pavor por todo lo que cada noche allí tenía lugar. ¿Fidel sabe de esto? Lo veo turbio. Hay malestar en la calle, ¿qué piensan ustedes? Hagan algo. Recuerdo una jovencita de boina negra que quejándose de todo aquello me medía con la mirada. En ese encuentro no me atreví, o no quise comprenderla. De darle la razón, ¿Qué hubiera tenido que hacer inmediatamente?
En lo adelante otros aspectos del entorno diversificaban mi continua preocupación. Toda resistencia a darle curso a los casos tendría que ser objeto de consideración por la superioridad. No se trataba de simples sospechas. Estaba en el ejército, ya se había anunciado que tendría que concurrir a prácticas de tiro, me confeccionaban el uniforme, carnet de identificación, pronto entraría en nómina con grado de subteniente. Realidades que eran de esperarse, aunque prefería no anticipar decisiones. Una cosa u otra el ritmo de los acontecimientos no se detendría, a punto estaban de adquirir mayor relieve y nuevos compromisos ineludibles afloraban a diario. El trabajo era intenso y cada vez cargaba más.
III
Asistí a varios juicios como mero espectador. La unilateralidad de cada proceso culminaba al instante de dictar sentencia. Tratándose de pena capital; las protestas, los estallidos de desesperación, llantos, mujeres de rodillas suplicando misericordia para sus seres queridos, resistiéndose a abandonar la sala y por fin salir arrastradas por los guardias. El abrazo final en medio de lágrimas y desconsuelos. La capilla ardiente.
Al menos luego que los casos se ventilaron bajo las fórmulas consabidas, la mayoría de los condenados enfrentaron la muerte con innegable hombría, o comportamiento humanamente aceptable. Guevara en previsión de esto había dispuesto que todo condenado fuera asistido por un sacerdote, como resultado la medida mitigó poderosamente cuadros dantescos hasta el momento de sonar la descarga. Recuerdo hombres marchar cabizbajos, esposados, despidiéndose sollozando, un cabo de la policía que como petición última solicitó permiso para orinar, hubo quien sostuvo su inocencia a grito pelado, alguien proclamó su cubanía con la mayor vehemencia, se corrió la leyenda de un par de zapatos nuevos comprados en recuerdo de un ejecutado famoso, bravos oficiales dirigieron sus propios fusilamientos, no fueron raros quienes se negaron a que les vendaran los ojos o amarraran a los postes, y aguardaron serenos el estrépito de los disparos…
Luego de cumplida la sentencia los reos quedaban en posiciones indescriptibles, imborrables, la cabeza colgando y el cuerpo maniatado; una humanidad de rostro desfigurado y ojos que saltaron fuera de sus cuencas; otro rostro deformado como si hubiera recibido muchos bofetones; quien quedó con los brazos abiertos cual respuesta al impacto de las balas; la huella de un balazo que penetró exactamente por las ventanas de la nariz; aquel agujero negro donde antes se alojaba un ojo…
Uno de los acusados que recuerdo con fuerte conmoción fue el coronel Luis Ricardo Grao. Lo vi sentado frente al tribunal y el fiscal hacía alarde de sonora verbosidad; los términos empleados destilaban una violencia repetitiva, abrumadora. Grao lo miraba como de soslayo y dejó escapar una sonrisa de incrédula ironía. Ignoro si caí en su ángulo visual pero experimenté mi primer sentimiento de compasión hacia uno de los llamados esbirros. Nada como el efecto de una cara cercana que destila sufrimiento. Ante mi presencia un poder avasallante y omnímodo se cebaba en un ser indefenso que tras de aquel martirio sería fusilado. Su suerte había sido determinada de arriba, era vox populi. ¿Qué había hecho? ¿Qué se le pudo probar? Entonces ¿qué se sacaba con aquel espectáculo? ¿Para qué aquellas acusaciones? ¿Podrían cambiar lo incambiable? Primero pensé que la ejecución pondría fin a una situación incalificable para cualquiera. Más tarde por el contrario ¿qué sentido tendría privar de la vida a nadie sólo para salir del paso? cumplir un compromiso ¿con quién? ¿acaso la muerte de un reo que – en otros países – era objeto de las garantías que asisten a todos los de su clase, podría acallar los remordimientos de tantos a su alrededor? No, en realidad los multiplicaría. Cada ejecución agravaba el proceso, ahondaba insondablemente en su dramatismo. Por otro lado, luego de Grao y para escuchar idénticas diatribas ¿a quién le tocaría ocupar el mismo banquillo de los acusados?
No concurrí a su ejecución, cada mañana me bastaba con recoger las impresiones de los militares que residían en la fortaleza. Impresiones de malas noches. El caso fue sonado. Luis Ricardo Grao murió de pie. Los seis plomos disparados a la vez no lo pudieron derribar. Aquel estoicismo mostrado ante el tribunal parece que lo acompañó ante el paredón. Quizás debió tratarse de una personalidad capaz de asimilar por igual tanto la descarga de acusaciones y denuestos, como los balazos de los fusiles. Golpes morales y golpes físicos. Mientras las voces de mando dirigían el rastrillar, toma de puntería, y por fin ordenaron: fuego. Grao lo absorbía todo con absoluta pasividad. Ni pizca de temor ni prueba alguna de desafecto a los que le privaron de la existencia terrena. Parecía que el convencimiento de haber sido escogido como chivo expiatorio, excluía de responsabilidades a los que pusieron fin a sus días. Por ello sonada la descarga permaneció de pie, estático. Increíble. Para la historia que no se quiere publicar. Grao ¿estaría contemplándolos después de concluir la ejecución, aun vivo o ya muerto? ¿Permanecería en este mundo o ya habría traspasado el umbral de la muerte? Tal vez esperaría calmo, pidiéndoles cuenta tanto a ellos como a los que se confabularon con aquel tormento. O quizás ya despojado del cuerpo, su alma flotando en el espacio contemplaba aun los hechos en dimensiones desconocidas; liberados ya de torturas y padecimientos. ¿A qué dimensión de la existencia se elevaría su alma? Por la otra acera, el efecto de su pasividad tuvo que ser imperecedero, al menos entre los tiradores de ojo más certero. ¿Pensarían que erraron los tiros? ¿Las balas no entraban? ¿Fue que ejecutaban a un hombre tan fuerte, física o mentalmente? Grao estuvo de pie por un tiempo como robado al minutero del reloj, nadie se movía, no se sabía qué hacer; hasta que presa de rabia, doloroso deber militar, o el querer apartar de una vez la presencia de un hombre que ha superado a la muerte, forzó al oficial a cargo de la ejecución a sacar la pistola y pegándosela a la sien disparar. Para que saltaran sangre y sesos envueltos en el humo de la pólvora.
IV
Grao no fue único. Casos insólitos fueron frecuentes. Lo inesperado aguarda en el tránsito de esta vida a la otra. En ese instante el tiempo se detiene, el paso es tan intenso que los testigos llegan a creer que han transcurrido horas, noches enteras. Las fallas al instante de abrir fuego contra un hombre pasivo son más comunes de lo calculado. No participamos en acto bélico. No falla la valentía, no es acto de coraje; es otra cosa. Excluyendo que la vida es don precioso y merecedor de respeto. En situación tal nadie puede predecir que resortes desconocidos pueden espolearnos. Se trata de quien no conoces y nada te ha hecho. Generalmente se espera que seis fusiles hagan blanco en los sitios cruciales pecho, cuello, la cabeza. Pero tanto por el examen posterior del cuerpo exánime, como porque de ordinario los tiros de gracia no obedecían a mera rutina, nos dábamos cuenta que a la hora de apretar el gatillo no era raro desviar la dirección del disparo, aun entre soldados profesionales. Si morir es siempre impredecible y único; matar no es menos único e impredecible. Ese segundo decisivo no se pude borrar del recuerdo, aunque se niegue. Al menos para el que le reste un mínimo de sensibilidad. Nadie sabe por dónde puede surgir el sacudón de conciencia. En cualquier descuido todo pulso puede temblar ¿Qué imprevistos pueden emerger? Una muerte es indescriptible, no tiene gemela, adhiere impactos de tragedia y sus imponderables son imposibles de descalificar. El final de la vida terrestre encuadra un misterio perteneciente al alma que se desprende de la materia y se eleva rumbo al más allá. Tal es la violencia, vibraciones, humores que ponen fin al decursar ordinario de una vida. Me constan casos de fallos en el tiro de gracia. El oficial desvía la mirada, y o también el ejecutado, y el disparo resulta a sedal, ver al baleado consciente de lo sucedido asombra y provoca nuevas reacciones en cadena, otro disparo que da en el maxilar o el cuello, lo hace saltar en movimientos reflejos, crispaciones de manos, alaridos de dolor que arrastran nuevas vacilaciones y los gritos del pelotón; se horrorizan unos, otros quieren impartir órdenes, suplir el error. Se le desea la muerte al reo, maldiciones, su pervivencia los acusa, mientras aquél sigue agonizando tinto en sangre, tal vez pide clemencia.
La flojera de los miembros del pelotón se convirtió en inconveniente cada vez más patente. No sólo para la generalidad de los casos con la sentencia a cargo del tribunal; sino – excepcionalmente – por los vaivenes especiales con que se decidía la suerte de los acusados. Con sobrada frecuencia por tratarse de decisiones “de arriba,” que en circunstancias, se le debió comunicar al procesado personalmente, ¿quién le pondría el cascabel al gato?
En la rutina y el transcurso de los días cada vez más intensos, el contratiempo mayor era la escasez de oficiales dispuestos a dirigir los pelotones. Tan renuentes como Máximo con frecuencia se contaron no escasos casos. Un hombre normal, dependiendo de su carácter y nervios prueba el trago de sangre una, dos veces… luego se perturba, el cargo lo atribula, reniega de sí mismo, se arrepiente, sufre… No son conjeturas, no sabemos cuántos perdieron facultades mentales, parcial, totalmente. En más de una cabeza cupo preguntarse: “si no aparecen voluntarios dispuestos a todo, alguien tendrá que empuñar la pistola, ¿no te parece?” “¿Quién dices, el Che? Pues chico, que no se lo planteen, para él eso no es problema, acuérdate de Eutimio Guerra: le puso la pistola en la nuca y pun. Para darnos el ejemplo, mi hermano…”
Para estimular una mejor y eficiente prestación de estos servicios se determinó un aumento de cobranza que inicialmente había ascendido a quince pesos para los reclutas además de adquirir rango de combatiente. A los oficiales les correspondían veinticinco, y reconocimiento a su pericia conforme al menor número de tiros de gracia que tuvieran que propinar al ejecutado. No obstante el anuncio de la buena nueva no obtuvo la respuesta esperada. Los voluntarios seguían sin aparecer; excepto un oficial a quien siempre vi solitario, silencioso, ancho de espaldas y de espesa barba que le tapaba el cuello; al menos es la imagen que guardo. Se llamaba Herman Marks, oriundo de Estados Unidos, norteño, según se decía ex convicto y prófugo de la justicia en su país. Lo tuve muy cerca, en mesa contigua del comedor, nunca le quise hablar, y al parecer era comunicativo; eso se regaba. Lo señalaban como alguien que reunía cualidades nada despreciables y hasta con cierto agradecimiento dada su incondicional disposición a encarar deberes que otros eludían. Nunca olvidaré la noche en que tuvieron lugar siete cepillos. Según se dice Marks se mostraba jubiloso, eufórico, lo comentaba con todo el mundo. Fue la jornada más activa durante aquel período excepcional, pero no puedo precisar si los aumentos de honorarios ya habrían sido efectivos. De todas maneras esa noche Herman Marks estuvo de plácemes; al menos y por seguro cobró como mínimo $175.00.como honorarios por sus valiosos servicios a la revolución cubana.
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