Esta mujer se llama Magally, tiene 19 años y por diez dólares se acuesta con el primer turista que se lo indique: así sea gordo, desdentado y maloliente, si pone un billete sobre otro, esta mujer lo lleva a la pieza de un primo suyo en la calle Galeano, se quita la ropa y abre las piernas para recibir cualquier empujón por dentro.
En estos momentos ya está acostada sobre una cama medio rota, de barras oxidadas, que chirría cada vez que ella se acomoda. Al lado de la cama hay un platón de plástico, lleno de agua, en el que flotan varios condones usados, como si fueran fantasmas muertos. No hay ventiladores y hace un calor insoportable. Toda la pared está atiborrada de adornos improvisados: una colección de billetes, una serie de botellas dispuestas como si fueran trofeos y demás elementos que tratan de darle un aire estético a la habitación como para disimular su pobreza.
A esta mujer no hay que hablarle. No hay que decirle nada. Sin mayores pretensiones eróticas, cuando esta mujer está con el cliente hace un trabajo mecánico, parecido al de doblar una camisa: se quita un top forrado y descolorido; se quita unos jeans ajustados; se quita unos calzones raídos, y en menos de dos minutos esta mujer se extiende horizontalmente y queda con las piernas completamente abiertas. Se acomoda y la cama chirría. Siempre pasa lo mismo.
Es de tener en cuenta que la selva del pubis le rebosa el borde de los calzones. Que tiene poblada las axilas. Que tiene estrías en el estómago. Es de tener en cuenta que esta mujer no es flaca, no es alta, no tiene una gracia particular; que es idéntica a un montón de mujeres que también nacieron en La Habana, pero que pudieron haber nacido en Cartagena o en San Juan o en Santo Domingo.
Tiene algo de bozo, tiene marcas en las mejillas de un brote de barros juveniles. Pero mulata, como es, todavía tiene viva una negra por dentro que le da una gravitación diferente cuando camina, que la llena de gracia cuando habla y que deja prendados de amor a los cerdos europeos que se acercan cada noche a comérsela: un billete sobre otro, tres o cuatro veces por semana cuando le va bien.
Nació en La Habana; estudió Ingeniería Informática en la Escuela Universitaria José Antonio Echavarría; obtenía buenas calificaciones, pero se retiró. Esta mujer dice que aunque la carrera le salga gratis, sabe que le espera el desempleo o unos doce dólares mensuales por trabajar sin descanso.
Vive con sus padres, su abuela, dos hermanas y un cuñado cerca de la calle de la Belascoaín, en La Habana Vieja, y algo le toca de la porción de comida que su padre reclama mensualmente en la bodega de alimentos de la esquina y de lo que consigue llevando turistas al mercado negro del tabaco. Esta mujer se reparte cada mes con toda su familia algo de arroz, algo de fríjoles (o de chícharos, o de garbanzos), algo de aceite y de sal, algo de puré de tomate. Todas esas casillas quedan llenas en la libreta de racionamiento de su núcleo familiar, y, cuando tiene suerte, también le dan pollo o picadillo de soya o carne. La hermana de esta mujer, que está embarazada, tiene la ración de pollo garantizada. Su abuela también, por ser anciana. El Estado se las garantiza.
Se acuesta muy tarde y se levanta hacia las diez de la mañana. A esas horas, La Habana ya está despierta. El sol les cae encima a todas las grietas de sus casas viejas. Toda la ciudad está herida por un abandono maravilloso, por un deterioro casi literario. En palabras del cronista mexicano Juan Villoro, la ciudad sufre un desplome en cámara lenta. Pero en este caso el derrumbe está al servicio de la belleza: en La Habana, no importa adonde uno mire, siempre encontrará una imagen hermosa. Una mulata joven mirando por un balcón en el que ventean las ropas tendidas al sol. Un viejo de mil años con un tabaco encendido y los ojos cubiertos por las cataratas. Un grupo de jóvenes que cantan son cubano con cara de felicidad. Unos niños recibiendo clases, con las ventanas abiertas, en un salón derruido pero digno. Un Chevrolet viejo y descapotado al lado del mar.
El sol les cae por encima y todas esas casas gigantes y viejas, carcomidas por el tiempo, pero alumbradas todavía por el color que alguna vez tuvieron, se ven grandiosas. Están impregnadas de una nostalgia insoportable. Cada casona está a media ruta entre la belleza y el escombro, pero en ese debate las fachadas determinan el temperamento de La Habana y la convierten en la ciudad más poética del mundo. Hace mucho calor. Hay oleadas de olor a mar. Los únicos estrépitos son ruidos domésticos: gritos, voces, risas. Que en sus calles centrales no haya tráfico, que no pasen carros ni buses sino de vez en cuando, que se oigan personas en lugar de motores, hace que uno se sienta siempre en domingo.
Magally se levanta y se viste directamente. Come arroz de la olla antes de dar una vuelta. Esta mujer dice que le gusta sentarse en los bordes del malecón y hablar con sus amigas. Que a veces camina hasta la Oficina de Intereses de Estados Unidos, un armatroste grande y moderno, rodeado por más de una decena de cubanos vestidos de policías. Que luego de darse una vuelta almuerza en su casa y que eso le gusta, porque antes, cuando esta mujer estudiaba, se llevaba algo para comer en la universidad: tomar un bus, o una guagua, como ella dice, puede ser cosa de horas. Tres de ida y tres de venida, calculaba esta mujer, porque la falta de combustible, a pesar de la ayuda de Venezuela, ha hecho del transporte público un disparate, en buena parte porque el mezquino bloqueo al que el pueblo cubano está sometido no va a llevarlo nunca a la rendición, pero siempre al retraso y al rebusque.
A veces duerme siesta. O ve televisión, pero no le gusta mucho. No hay muchos programas. Le gusta, eso sí, oír música: tiene un disco de Norah Jones que le regaló una turista inglesa con la que se escribe de vez en cuando. Ella también le dejó una revista de modas, que hojea con cuidado para que no se le descuaderne todavía más. Se asoma a la revista como si se asomara al mundo. La entiende de a pedazos, porque no habla muy bien inglés, pero mira los retratos largamente. Arrancó una página en la que salía Brad Pitt y la pegó en la pared de su cuarto.
No es inculta: esta mujer ha leído más de una docena de libros de poesía. Especialmente, claro, de Martí: desde la infancia es una obligación leer a Martí. También ha leído clásicos. No porque le gusten, sino porque a esta mujer así la educaron en el colegio.
No tiene nada de extraño. Cuba tiene cerca de once millones de habitantes. No hay analfabetismo. Hay 300 mil profesores; 13.543 centros educativos y el presupuesto nacional le asignó el 20 por ciento de sus gastos al rubro de la educación.
Por eso esta mujer quedó bien preparada en todo: en matemáticas, en ciencias y en cultura. Nunca pagó un peso por eso; tampoco por ir al hospital. La única vez que se enfermó, de amigdalitis a los ocho años, todo le salió gratis. La medicina cubana es de las mejores del mundo y por eso la exporta a países como Venezuela, que está lleno de doctores de la isla. Según datos de la Revista Colombiana para los Profesionales en Salud, en Colombia hay un médico por cada mil doscientos habitantes; en Cuba, en cambio, hay uno por cada seiscientos.
Magally era buena para la geografía. Todavía le gusta. Tiene un primo que ha salido del país, a Rusia, hace varias décadas, porque integraba el equipo de judo. Habla de eso con orgullo.
En La Habana es fácil encontrarse con gente gloriosa. En cualquier esquina anda un tipo que fue campeón olímpico o que grabó un disco célebre o que es una autoridad mundial en operaciones de pecho abierto. Su talento es proporcional a su sencillez: cualquier persona de estas camina por el barrio chino tan pegado al piso como cualquier mesero.
Es muy difícil dar con un cubano que no sea especialmente amable, y más difícil aún dar con uno que no sea especialmente digno: cualquiera de ellos está blindado por una educación prodigiosa y habla con criterio de cualquier tema. Saben lo que valen y, sobre todo, valen por lo que saben. Es raro estar en una ciudad con tanta gente preparada. Todos se expresan bien. Como Magally, que habla de Lezama Lima con propiedad, así a la media hora tenga que estar con la piernas abiertas para recibir la desgonzada y sucia pirinola de cualquier noruego viejo.
Magally se despierta de su siesta y se va a la Plaza de la Catedral, donde hay un par de cafés en que les sacan los ojos a los turistas: mojitos a cinco dólares, tragos de ron a cuatro. La Habana a esas horas es el Caribe absoluto. Hay grupos de son cubano en todas partes y no se sabe cuál toca mejor: cualquiera ganaría millones en otro país. La tarde empieza a caer. Y con el simple hecho de estar sentado en un café a esas horas, oyendo un grupo de música, tomándose un mojito, uno puede sentirse lleno de sí, rotundo, y con muchas ganas de estar vivo.
Es fácil sentirse así en La Habana. No solo por las casas y el sol, no solo por el atardecer y la música, sino por la forma de ser de sus habitantes. Para los cubanos la solidaridad no es un concepto sino una reacción, un impulso: la tienen sembrada en el alma. Es fácil que a uno cualquier cubano lo invite a su casa y comparta lo que tenga: tres chícharos y una taza de arroz y un poco de ron fermentado rudimentariamente. Comparten una pobreza limpia, que está libre de la miseria. Y tienen un orgullo amistoso: por cada regalo que reciben, dan uno.
La ciudad podría ser la más caribe de todas, pero en La Habana pasa que oscurece de verdad. Obligado a ahorrar energía, el gobierno suspendió hace años el servicio de alumbrado eléctrico. De modo que la tarde va pasando borrosamente y de un momento a otro la ciudad queda tirada en el medio de una penumbra absoluta. La Habana festiva de las cinco de la tarde le da paso a otra sospechosa y tenebrosamente oscura. Las calles se van poblando de sombras. Y es el momento justo para que esta mujer empiece a rondar turistas, a acercárseles, a coquetearles para que le salga algún negocio.
¿Cuántas mujeres hay como Magally en La Habana? Es imposible saberlo. El negocio de prostituirse tomó impulso en la década de los noventa, cuando Cuba quedó sola, sin el respaldo soviético, y decidió hacer del turismo uno de los vértices de su economía. El gobierno castiga con pérdida de vivienda a quien sorprenda vendiéndose, y ha perseguido a las jineteras con redadas masivas que, como la de 1995, fue célebre. Según el escritor Amir Valle, autor del libro Las jineteras, aquel año cayeron doce mil mujeres, de las cuales el 20 por ciento eran menores de edad.
Muy pocos de los que se la tiran en un cuarto caliente saben que Magally adora a su papá. Que los sábados va a la Plaza de la Catedral, a la feria de artesanías, a ver zapatos y otras cosas. Que rumbea en el Palacio de la Salsa o en el bar La Riviera. Que disfrutaría bailando en La Tropical si no fuera porque el sitio le trae recuerdos de su vida de jinetera. Muy pocos de los que se la tiran saben que le gusta bailar una canción que se llama Qué sorpresa, de Los Van Van, a quienes ha tenido la suerte de oír en vivo dos veces. Que a ratos cree que su salida es casarse con un español, así sea viejo, para largarse de allí y mandarle dinero a su familia. Así sea viejo, porque La Habana está llena de españoles viejos que van a engarzar cubanas jóvenes y fogosas por lo mismo que les vale una Coca-Cola en la Gran Vía.
Magally dice que nunca ha tenido problemas con el Comité de Defensa de la Revolución que opera en su manzana, en parte porque acude, con pereza pero disciplina, a las convocatorias que organizan en la Plaza de la Revolución.
Esta mujer dice que ya no le cuesta tanto trabajo acostarse para ganar dinero. Que ya lo puede hacer mecánicamente. Que mira hacia el techo y espera con paciencia a que pase ese empujón resbaloso por entre las piernas. Que en su casa saben todo lo que hace. Que agradecen el dinero que ella lleva. Que debe darle dos dólares por el alquiler de la pieza a su primo. Que su mejor amiga, que es psicóloga, también se acuesta por dinero. Y que así es la vida.
Dice que de nada le sirve poder estudiar lo que quiera y tener salud gratis para terminar acostándose por unos dólares con los cuales pueda comprar comida y lo que le dé la gana. También dice que lo que más le gusta es dormir y que está ahorrando para comprarse una cartera. Me contó todo esto durante dos horas y luego, con la noche ya entrada, se fue calle abajo: esta mujer, Magally, que tiene 19 años, y sueña con Brad Pitt, y abre los ojos mientras la descosen por dentro sobre una cama vieja y oxidada.
Por: DANIEL SAMPER OSPINA
FOTOGRAFÍAS: CLAUDIA CUELLO © 2007
Revista Soho - Colombia
Lo patético es que alguien publique este post, y hasta con foto.
ResponderEliminarEs abusar de esa mujer.
Ella seguramente no lo sabe. Y será un abuso tan denigrante (o quizás más, aunque aquí lo que utiliza el hombre es su imagen) como los que el propio texto pretende criticar).
Y para ella la indefensión se completa porque no podrá rebatir nada: quien escribe sí tiene acceso a Internet, conocimientos y medios para hacerlo. Ella no.
Por lo menos haberle ocultado el rostro a la muchacha en las fotos
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