lunes, noviembre 16, 2009

La segunda revolución china: de los colores del gato/ Eugenio Bregolat


La segunda revolución china: de los colores del gato
Eugenio Bregolat/ Cubanálisis-El Think-Tank

Mientras diversos ideólogos en Cuba continúan pensando en cómo “reinventar” el socialismo, una tarea muy abstracta y sin fecha definida de culminación que se menciona muy plácidamente por la intelligentsia mientras la economía de la Isla se hunde cada día más, Cubanálisis-El Think-Tank reproducirá, esporádicamente, documentos sobre diversas experiencias y resultados en la aplicación de reformas estructurales y de concepto que sí han logrado resultados concretos en otros países.
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1. Deng Xiaoping y la modernización de China

Durante muchos siglos China fue la vanguardia de la civilización y el país más rico del mundo. Ya en el siglo XIII, Marco Polo describió el esplendor del Cambaluc (el Beijing actual) de Kubilai Kan, a quien consideraba "el hombre más poderoso en tierras, huestes y tesoros que jamás haya existido, desde Adán hasta nuestros días". A fines del siglo XVIII lord McCartney, embajador de Jorge III de Inglaterra, visitó Beijing y estimó que las rentas del emperador de China equivalían a dos tercios de las rentas de Gran Bretaña y que las de China las cuadruplicaban. Aún en 1820, bien entrada la Revolución Industrial y avanzada ya la decadencia de la China Qing, el PIB de China suponía el 28,7% del PIB global.

A partir del último tercio del siglo XVIII la Revolución Industrial, iniciada en Inglaterra, marcó la pauta de la historia universal. Su recepción, o la ausencia de ella, determinaron desde entonces el poder de las naciones. El Japón Meiji se abrió al mundo exterior e inició su industrialización a mediados del siglo xix. China, convencida de su superioridad y encerrada en la contemplación de sus glorias pasadas, comprendió tardíamente el fenómeno y quedó descolgada del grupo de países avanzados. Una anécdota ilustra gráficamente esa actitud: en 1873, el emperador Qianlong aceptó los centenares de cajas de instrumentos científicos que le entregó McCartney como regalo de Jorge III, pero proclamó que China era autosuficiente; no necesitaba nada y ni siquiera quería comerciar con otros países, a los que se abrían únicamente dos puertos en el extremo sur del país. No siempre había sido así: en siglos remotos la Ruta de la Seda da testimonio de una China abierta al contacto con el extranjero y al intercambio comercial. No obstante, China no utilizó sus inventos -como la pólvora, la brújula o la navegación transoceánica- para someter a otros países. Por el contrario, construyó la Gran Muralla, de 4.000 kilómetros de longitud, para aislarse de los "bárbaros".

Perdido el tren de la Revolución Industrial, China quedó convertida en un país "periférico", al igual que Rusia o España, entre otros. Los ingleses consiguieron, finalmente, por las malas lo que no habían podido conseguir por las buenas: abrir el Imperio chino al comercio internacional. El tratado de Nanking (1842) abrió cinco puertos al comercio internacional, estableciéndose el régimen de "concesiones", por el que China perdía de hecho su soberanía sobre parte de su territorio. La situación semicolonial resultante supuso una amarga humillación. La imagen de los barcos de madera chinos hundidos por los navíos de acero ingleses en la Primera Guerra del Opio (1840-1842) refleja el atraso tecnológico de China respecto a los países industriales así como su despertar traumático a la modernidad. La historia China ha sido desde entonces una serie de intentos para conseguir la modernización, recuperando el tiempo perdido.

El primero de estos intentos se produjo en las últimas décadas del siglo xix. Como en todos los países "periféricos", las fuerzas apegadas a la tradición y opuestas al progreso fueron el principal escollo para quienes intentaban modernizar el país. Ni Li Hungchang, el principal representante de los intentos de modernización en ese momento, ni sus seguidores consiguieron, siquiera, introducir la ciencia y la tecnología como asignatura, junto a los textos clásicos, en lo exámenes imperiales. La emperatriz viuda Cixi nunca les dio su apoyo.

La dinastía Qing murió de inanición en 1911. En su lugar se proclamó una República burguesa, cuya principal personalidad fue Sun Yatsen, el fundador del Guomingtang, instalado como presidente provisional en Nanking. Nacionalista, modernizador, conocedor del mundo exterior, Sun Yatsen es reivindicado por el Partido Comunista de China (PCCh) como uno de sus precursores. Muerto en 1925, le sucedió Chiang Kaishek. El Gobierno del Guomingtang, que se prolongó hasta 1949, ocupado en la lucha contra los señores de la guerra, contra los comunistas y contra los japoneses, fue incapaz de llevar a la práctica el ideario de Sun Yatsen y modernizar el país. Mao Zedong consiguió que China se convirtiera de nuevo en dueña de sus destinos y que los chinos recuperaran el orgullo de serlo. Pretendía alcanzar una sociedad igualitaria, basada en la propiedad colectiva, la vida en común y una forma de reparto muy primitiva. Aspiraba a forjar el "hombre nuevo" comunista, altruista y desinteresado. Su objetivo no era la riqueza de China ni el bienestar de sus habitantes. Parafraseando a Deng Xiaoping se puede decir que para Mao el gato tenía que ser rojo y no le importaba nada que cazara o no ratones. Su utopía revolucionaria condujo, perdido el contacto con la realidad, a los horrores del Gran Salto Adelante (1958) y de la Revolución Cultural (1966-1976, que se saldaron con más de 30 millones de muertos) y de los que China salió en un estado de postración económica extrema. La renta per cápita de China era en 1978 de 217 dólares y su PIB suponía sólo el 2,3% del PIB mundial. Sin la modernización económica la obra de liberación nacional quedaba a medio hacer, ya que China se vería de nuevo, antes o después, a merced de otras potencias.

Tras los intentos fallidos anteriores, Deng Xiaoping dio con la fórmula para la modernización de China con su estrategia de "reforma económica y apertura exterior", el andamiaje teórico que ha permitido la edificación de la economía de mercado y el extraordinario crecimiento económico de China.

En 1964, el primer ministro Zhou Enlai, que siempre intentó poner freno a la quimera revolucionaria de Mao, formuló la política de las "cuatro modernizaciones": de la agricultura, la industria, la ciencia y la tecnología, y la defensa. La reiteró en 1975, cuando la Revolución Cultural, totalmente desacreditada, llegaba a su fin. En diciembre de 1978, durante el decisivo tercer pleno del XI Comité Central del PCCh, que marcó un antes y un después en la historia de China, Deng lanzó "la política de reforma económica y apertura al exterior", que no era más que otra formulación de las "cuatro modernizaciones". Sólo que ahora cuando se estaba decantando ya a favor de Deng la lucha por la sucesión de Mao, la cosa iba en serio. "El objetivo central de todo el trabajo del Partido pasa a ser las "cuatro modernizaciones", nuestra nueva larga marcha" -proclamó Deng. La lucha de clases cedía la prioridad al desarrollo económico. Según la resolución del citado pleno del Comité Central, "la modernización socialista es una profunda y amplia revolución". Se iniciaba, en efecto, una nueva revolución, la de Deng Xiaoping, que había de rectificar en su esencia misma la de Mao Zedong -aunque decía basarse en los logros de ésta- y había de cambiar la faz de China en pocos años.

Deng Xiaoping había tenido una trayectoria conflictiva con el poder: purgado en 1966, al inicio de la Revolución Cultural, Mao evitó su expulsión del Partido. Uno de sus hijos, Deng Pufang, fue entonces arrojado por una ventana y quedó inválido. Rehabilitado en 1973, volvió a ser purgado en 1976, para regresar de forma definitiva al poder al año siguiente. Aunque Hua Guofeng, el sucesor de Mao Zedong, no acabó de abandonar los diversos puestos que ocupaba hasta 1981, Deng fue de hecho el número uno desde 1977, cuando contaba con 73 años de edad. Aunque la edad de acceso al poder de Deng pueda resultar extraña desde la perspectiva occidental, hay que tener en cuenta que China es un país de raíz confuciana, que siente gran respeto por la sabiduría y la experiencia de las personas de edad avanzada y por tanto, se considera normal una cosa así. En una entrevista con Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, el 30 de abril de 1987, Deng, que tenía entonces 83 años, le dijo: "Qué joven es usted. Y qué jóvenes son el Rey y Felipe González. Tienen ustedes tiempo para todo".

Deng no derivaba su autoridad suprema de puestos formales, ya que no asumió la Secretaría General del Partido (que había detentado de 1956 a 1966), ni la Jefatura del Estado ni la del Gobierno. Sólo era, en 1978, miembro del Comité Permanente del Politburó, vicepresidente de las Comisiones Militares (del Partido y del Estado) y vicepresidente del Gobierno. En octubre del 87 abandonó el Politburó y en marzo del 88 su puesto en el Gobierno. Retuvo sólo la Presidencia de las Comisiones Militares, abandonándolas en noviembre del 89. Pese a ello, siguió siendo el número uno hasta su muerte, en febrero de 1997, a los 93 años de edad. Su autoridad derivaba del prestigio acumulado como miembro de la generación revolucionaria, de su participación en la Larga Marcha, del heroísmo demostrado en las guerras contra los japoneses y contra Chiang Kaishek, de haber ocupado puestos de la mayor relevancia en el Partido, el Estado y las Fuerzas Armadas, y de sus estrechas conexiones personales con los principales responsables de estas tres instituciones. Deng era respetado por sus pares, ante todo, por su sabiduría y su capacidad de convicción. Una vez la reforma hubo triunfado, de forma fulminante, en el campo, el apoyo popular a su política reforzó el liderazgo de Deng y desarmó a sus rivales más conservadores.

Su pensamiento político, base teórica del desarrollo económico de China y de los enormes cambios del país a partir de 1978, se fue modelando, a lo largo de su vida, por diversos factores. Un factor decisivo fueron sus estancias en el extranjero: en 1920, a los dieciséis años, viajó a Francia, donde permaneció cinco años, trabajando en distintos oficios y lugares, entre ellos la fábrica Renault en Billancourt, cerca de París. Coincidió allí con Zhou Enlai, que lo reclutó para el Partido Comunista en 1924. Luego pasó nueve meses en Moscú.

Estos datos son muy relevantes: mientras Mao nunca viajó al extranjero antes de llegar al poder y después sólo lo hizo en sus escasos viajes oficiales, la experiencia de Deng en el extranjero fue decisiva. Al conocer la economía de mercado, pudo comprender pronto que la economía planificada, importada de la URSS, y los experimentos maoístas, como el Gran Salto Adelante, no funcionaban. La economía de mercado sí era capaz de crear riqueza, asegurando el bienestar del pueblo. Esta noción acabaría pesando, para Deng, más que cualquier otra consideración.

De la experiencia de las concesiones extranjeras y de la ocupación japonesa derivó Deng la necesidad de un país fuerte y, por tanto, rico, para que nadie pudiera volver a humillarlo. El trauma causado por la sumisión al yugo de los países desarrollados, que ya tenía los precedentes de la dominación mongola (siglos XIII-XIV) y manchú (siglos XVII-XX), fue una de las fuentes básicas del pensamiento y la conducta de Deng y su generación. Había que evitar a toda costa que China volviera a verse sometida a otras potencias. En frase de Deng "para conseguir la verdadera independencia política uno debe primero salir de la pobreza".éste sigue siendo uno de los ejes del pensamiento político de los sucesores de Deng Xiaoping. Para Jiang Zemin: "El atraso económico de un país lo reduce a la impotencia ante la manipulación ajena. La competición internacional hoy supone, en esencia, el enfrentamiento en términos de poderío nacional basado en los recursos económicos y científico-técnicos de cada nación". El nacionalismo fue siempre un componente esencial del comunismo chino. A menudo los dirigentes chinos toman prestada a Sun Yatsen la expresión "rejuvenecimiento de la nación china" como meta a la que aspiran. En un primer momento se creyó que el sistema de economía planificada era un atajo que permitiría alcanzar el desarrollo económico, a través del control "científico" de las variables económicas, de forma mucho más rápida que el sistema de economía de mercado capitalista. Pronto se vio que el sistema de planificación era incapaz de generar riqueza y de permitir a China acercarse a las naciones económicamente avanzadas.

La unidad nacional, perdida en las décadas que precedieron a la revolución con la ocupación extranjera y con los reinos de taifas dominados por los señores de la guerra, era otro imperativo. Del marxismo-leninismo Deng retuvo siempre la dictadura del proletariado, la necesidad de un Estado fuerte, coincidiendo con la milenaria tradición confuciana de China. Los horrores de la Revolución Cultural convirtieron para Deng en axiomas la estabilidad, el orden, la unidad del Partido. Por otra parte, el estudio de la evolución de los "cuatro tigres" asiáticos y su rápido progreso económico acabó de convencerle de las virtudes de la economía de mercado. Deng estuvo en Singapur, de paso hacia Francia, en 1920, y volvió a visitarlo en 1978. Pudo ver con sus propios ojos cómo el languideciente enclave británico de 1920, tan atrasado como los puertos del sur de China, se había convertido en uno de los países más avanzados del mundo. Del tercer mundo al primero, se titulan acertadamente las memorias de Lee Kwan Yew, el padre del Singapur actual, que ha ejercido una significativa influencia sobre Deng Xiaoping y sus sucesores. Taiwán y Hong Kong eran partes de China; la población de Singapur era mayoritariamente china. Es decir, tres de los "cuatro tigres" eran chinos. Las minorías chinas de los restantes países del Sudeste de Asia eran muy prósperas. Los chinos eran ricos en todas partes menos en la República Popular. Había que preguntarse por qué. La respuesta era obvia: la economía planificada no funcionaba y la de mercado sí.

Así pues, cuando llegó al poder, tras haber acumulado una enorme experiencia política, Deng sabía muy bien lo que quería: una China rica y poderosa, dueña de sus destinos y capaz de ocupar un lugar destacado en el orden internacional; ante todo, una China que nunca más pudiera volver a ser humillada por otras potencias, como lo había sido de 1840 a 1945. Deng era un regeneracionista: lejos del comunismo dogmático y del utopismo revolucionario de Mao, el nacionalismo pesaba en él no menos que la ideología. El pueblo chino es realista y pragmático por excelencia. Deng Xiaoping era una magnífica rama del viejo tronco. Una personalidad utópica como la de Mao, un hombre habitado por una idea, es la excepción que confirma la regla.

El genio político de Deng Xiaoping residió, en primer lugar, en entender que el sistema económico importado de la URSS, que atentaba contra todas las leyes de la gravedad económica, debía desaparecer para dar paso a una economía de mercado. A la pregunta "¿Qué es el comunismo?" Deng Xiaoping contesta: "El comunismo supone el fin de la explotación del hombre por el hombre y se basa en el principio "de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades". Dar a cada cual según sus necesidades (el viejo sueño de ir a la tienda y coger lo que uno quiera gratis) sólo será posible con una enorme riqueza material, lo que exige unas fuerzas productivas muy desarrolladas. La tarea fundamental en la etapa socialista, previa a la comunista, es, por tanto, el desarrollo de las fuerzas productivas". Añade Deng: "Sólo la guerra mundial nos haría cambiar la prioridad de las "cuatro modernizaciones", el desarrollo de las fuerzas productivas". Era obvio que la planificación económica a la soviética no permitiría alcanzar una "enorme riqueza material", base imprescindible para la realización del ideal comunista de dar "a cada cual según sus necesidades". Para lograrla había que establecer una economía de mercado. En palabras de Wu Jinglian, probablemente el economista más respetado e influyente de China, profesor de CEIBS y muy próximo al primer ministro Zha Rouffi: "Sin alta eficiencia el elevado ideal socialista se convierte en "un castillo en el aire" o en "un sistema de pobreza común", por la falta de base material. Por tanto, entre economía planificada y economía de mercado no teníamos opción".

Aunque Deng Xiaoping razonó la necesidad de establecer una economía de mercado en términos marxistas, bien podría haberlo hecho (quién sabe si también lo hacía) en términos confucianos, a partir de la cultura política china tradicional.

Ya que el poder debe garantizar, según Confucio, el bienestar de sus súbditos y el sistema de planificación económica no permitía hacerlo, había que prescindir de él y establecer una economía de mercado.

La estrategia de desarrollo económico, que tuvo un éxito fulminante, dio al PCCh una nueva legitimidad. Sustituyó a la que había tenido tras la revolución en 1949, agotada a causa de los excesos de Mao (Gran Salto Adelante, Revolución Cultural). Sin desarrollo económico los ciudadanos dejarían de creer en el sistema y en el Partido. Deng dijo que si no mejoraba el funcionamiento del sistema socialista, la gente se preguntaría por qué éste no podía resolver los problemas que el capitalismo sí resuelve. Por otra parte, si el desfase económico y tecnológico entre China y los países capitalistas avanzados hubiese seguido creciendo, habría llegado un momento en que China habría quedado de nuevo a merced de éstos. Es decir, no sólo el ideal comunista ("a cada cuál según sus necesidades"), sino también la supervivencia del sistema político y la preservación de la soberanía nacional dictaban la política de desarrollo económico.

En segundo lugar, Deng comprendió que en un sistema como el chino, o el viejo sistema soviético, el Partido coincide con el Estado, por la sencilla razón de que fuera del Partido no hay vida política organizada, ni cuadros experimentados en la gestión política ni económica. El Partido es el Estado. Era imprescindible conservar el Partido-Estado, un poder político sólido, como único agente posible del cambio. Si el Partido-Estado desaparecía o resultaba quebrantado, no quedaría en su lugar más que un agujero negro que ocuparían las mafias (de gran tradición en la cultura política china) y las fuerzas oscuras; toda transición ordenada y no traumática a la economía de mercado resultaría imposible. Algo así habría de ocurrir en Rusia. "Sin el Partido Comunista -dijo Deng- ¿quién organizaría la economía socialista, la política, los asuntos militares, la cultura en China, y quién organizaría las "cuatro modernizaciones"?"

Había que conservar, pues, el Partido-Estado, pero modificando su función: el Partido Comunista de China pasó a edificar la economía de mercado, aparcando la construcción del comunismo. Un Estado fuerte era necesario, además, para garantizar la soberanía de China, pisoteada entre 1840 y 1945. Deng temía las maniobras de los países capitalistas contra China y el mundo socialista.

La dictadura del proletariado, además, encaja perfectamente con la cultura política china. El secretario general del Partido ocupa el lugar del emperador y el Partido el del mandarinato. El imperio era, en teoría, una dictadura benévola. Algo así como el "despotismo ilustrado". Los súbditos tenían que acatar el poder sin discutirlo, pero el emperador debía garantizar la seguridad y el bienestar de sus súbditos. Hubo emperadores que no cumplieron con su obligación -como el propio Mao-. En este caso el emperador perdía el "mandato del cielo". Se acepta que en sus primeros diecisiete años de gobierno Mao actuó correctamente. Después sus principales errores fueron la campaña antiderechista de 1957; el Gran Salto Adelante (1958); la campaña contra el mariscal Peng Dehuai, por atreverse a criticar el Gran Salto Adelante (1959), y la Revolución Cultural (1966-76). En la valoración final que hizo el Partido de Mao, los aciertos (70%) pesan más que los errores (30%) y se le sigue considerando un gran revolucionario y un gran marxista. El PCCh se negó a hacer con Mao lo que Jruschov había hecho con Stalin.

De hecho, la preservación del Partido-Estado pasó por la negativa de Deng a descalificar a Mao Zedong:

No podemos descartar bajo ningún concepto la bandera de Mao Zedong [...]. Hacerlo supondría, de hecho, negar la gloriosa historia de nuestro Partido [...]. La condena de Mao Zedong equivaldría a desacreditar el Partido y el Estado [...]. Sin su dirección muy probablemente la revolución aún no habría triunfado. Seguiríamos sometidos al imperialismo, al feudalismo y al capitalismo y nuestro Partido seguiría luchando en la oscuridad. Si no fuera por Mao, no habría nueva China. Sin él el PCCh no existiría [...]. El pensamiento de Mao representa la integración de la verdad universal del marxismo-leninismo con la práctica de la Revolución china.

Aunque las ideas de Mao hayan sido en gran medida descartadas, se le sigue considerando símbolo máximo del Partido y del Estado. Su retrato continúa presidiendo la plaza de Tiananmen y su cuerpo reposa en el mausoleo en la misma plaza. Pero pese a esa retórica, lo cierto es que los errores de Mao, en especial El Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, diezmaron el Partido y despojaron a su ala más conservadora de toda autoridad moral. Había quedado claro que la economía planificada funcionaba de forma muy deficiente. Por esto, cuando Deng lanzó la política de reforma económica y apertura al exterior, encontró escasa resistencia. El inmediato éxito de la reforma agrícola la hizo prácticamente irreversible.

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