lunes, julio 27, 2009

Raza y Nación ( 3, FINAL ) : ¿Es el mulato la raza cósmica?/ Juan Benemelis-Think Tank


Raza y Nación ( 3, FINAL ) : ¿Es el mulato la raza cósmica?
Juan Benemelis/ Cubanálisis-El Think-Tank

Cuando no se pudo utilizar más la inmigración europea para "blanquear" y "mejorar" las razas, las elites coloniales (ibérico-criollas) aceptarían la mezcla racial como un proceso de blanqueamiento del indio o del negro, que no “contaminaba” al blanco. El afro-hispano perdió control sobre su propio discurso racial y una parte importante de su memoria histórica, con implicaciones políticas y sociales muy importantes. En lo adelante resultaría muy difícil para la población de Cuba determinar quién es o no es negro o blanco, lo cual revelará un profundo conflicto cultural.

De ahí que el concepto “mulato” se halla demasiado cargado de ideología para retener la precisión necesaria en los estudios científicos. ¿Quién es un mulato y qué es la mulatez en realidad? Bajo el término mulato desaparecen los africanos y sus descendientes; también los chinos, los españoles, entre otros, ocultándose las enormes diferencias de clase y estrato social, y borrándose una multitud de culturas e identidades.

La dicotomía de lo blanco y lo negro permite que algunos intelectuales abanderen lo blanco como el camino más viable para la civilización, aunque otros vean en la mulatez el camino para crear algo que sea lo más parecido al concepto de nación que se hacía alusión en la Ilustración. La mulatez supuestamente supera las limitaciones de lo negro; pero en ojos de los defensores de la supremacía blanca, el mulato, mucho más que el mestizo de blanco e indio, se le presenta como el "monstruo apocalíptico" que amenaza a las "sociedades modernas" de América, centradas principalmente en las ciudades.

Pero la promoción de la mulatez se desvanece ante las oleadas migratorias ibéricas del siglo XX, quienes traen una nueva conciencia histórica que lleva a revalorar el pasado hispánico, el llamado "idealismo del 900", y que habrá de generar un nuevo americanismo que no excluye necesariamente la violencia. El problema de la forma será elaborado por los positivistas, entendido preferentemente como cuestión racial. Ella es la constante del hipócrita humanismo hispanoamericano, instado por los teóricos españoles, con la inserción del derecho de gentes dentro del natural, pero sin diluirlo en un horizonte de universalidad. Pero éste “derecho patrio” no reivindica al afrohispano y al ameríndio, sino que justifica las revoluciones, el uso de la brutalidad para propiciar el avance de la civilización sobre la barbarie del salvaje y anti-civilizado el cual debe desaparecer.

No se puede negar que el mestizaje ha sido un fenómeno de endogenación generalizado en toda América. Esta idea romántica de la América mestiza encarnada en José Martí, de Miguel Ángel Asturias en Hombres de maíz, de Pablo Neruda en su Canto General, en los muralistas Pedro Nel Ospina, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. El peligro reside cuando la mulatez y o el mestizaje deja de ser un fenómeno exclusivamente racial y pasa a ser un hecho cultural con la pérdida de lo "castizo".

El criollo, hijo de colonizadores europeos nacido en América, se sentía una "especie media", como lo afirmó Simón Bolívar: “no somos europeos, no somos indios, somos una especie media entre los aborígenes y los españoles”. El criollo, y los españoles de ultramar, siempre fueron indiferentes respecto a los esclavizados y sometidos. Este criollo, racista, ambivalente y positivista, se enfrentaba a dos polos: a la metrópoli y al esclavo, y para colmo, fue esta criollada la que capitalizó la independencia como estamento dominador. En su nuevo intento de república, este criollo, transformado en patriciado con un proyecto ideológico de supremacía blanca, importó entonces a “pieles blancas” europeas para regenerar la Isla, en un "lavado de sangre" para desbalancear demográficamente al “atrasado” afrohispano.

Su "voz" daría nacimiento a una historiografía que sólo tiene sentido para una minoría, dentro de una realidad escindida en dos porciones, una con el derecho de la palabras y otra, silenciosa. De ahí, el caudillo "populista", representante acabado de un grupo social americano que se considera elegido para derivar el progreso y la civilización, la del blanco "homo socio-histórico" hacedor de la historia cubana, y la del afrohispano condenado a ser "homo etno-antropológico", excluido de tal historia.

Su visión apocalíptica de América proviene de su "pecado original" ontológico, como sujeto escindido entre euro-dominado y ameri-dominador. Lo paradójico es que mientras afirma hallarse en un continente de mulatez, huye de la mulatez cultural, y tratará una auto-afirmación ilegítima con el mantra de un modelo de perfección y progreso proveniente de Euro-noramérica, violentando su anti-modelo, una realidad remisa a someterse al paradigma de "barbarie". Su rechazo de sí mismo, como “criollo”, europeo postizo, lo resuelve con su rechazo al “otro” al afrohispano. Es lo que José Vasconcelos calificó de "timidez y mimetismo de especie inferior" que "lleva a nuestros europeizantes y sajonizantes a concebirse bovarísticamente distintos de lo que son".

El darwinismo social de esta clase blancohispana, pondría fin a la utopía del Nuevo Mundo; pero lo utópico no sería la América no encontrada, sino la Europa perdida, puesto que Europa fue siempre la utopía de sí misma. En términos ultramarinos, no quedaba más remedio que echar mnos a un mestizaje blanqueador basado en la inmigración. De ahí que el inmigrante ibérico y sus hijos y nietos “acriollados” permanecen en la Isla, se exilan, o retornan a la “Madre Patria” envueltos siempre en la dualidad de una experiencia de ruptura nostálgica con la euro-utopía, generando absurdas naciones cubanas que nunca han existido.

Por eso, la Isla es una realidad óntica, una hecho socio-económico aún informe, con un sutil discurso opresor que no ha permitido a la nación alcanzar lo ontológico entre el no-ser y el ser. El dominador blanco-criollo se abroga el concepto del "ser" ejerciendo el despotismo de una razón univoca que niega toda alteridad y, por tal, reduce a los dominados afrohispanos a su "peso ontológico" de realidades derivadas, subordinadas, sin admitirles la existencia de la discriminación racial y del apartheid en el poder político y económico. De ahí es fácil considerar que el discurso supuestamente liberador de la “cubanidad” y lo “cubano” sea a la vez un discurso opresor enfrentado a la cuestión de la alteridad que permea toda la praxis social. De ahí que su crónica inestabilidad política y su cadena de revoluciones tienen sus causas más allá de los elementos que se han enarbolado hasta hoy día como únicas (el militarismo y el caudillismo); su real causa subyacente y silenciosa ha sido el monopolio racial del poder, crisis que ya se presenta en las guerras de independencia, y que tanto torturaron y llevaron a su muerte al general Antonio Maceo. Así, la inconstancia de la historia y la sociedad cubana se hallan en las incongruencias que conforman su sociedad, integrada por divisiones raciales y antagonismos, que no han cuajado en una “armonía en la diversidad”, una supuesta democracia o equidad racial, o un socialismo igualitario.

Habría que tener en cuenta los vaivenes gráficos sobre la distribución y la estratificación social y racial de la población; la jerárquica geografía racial de la Isla en el siglo XX como, una de esas épocas periódicamente recurrentes en que las clases altas cubanas desarrollaban un particular interés por descubrir y manipular a su favor las características raciales y culturales de las clases populares del país, noción que también cobra auge dentro de la producción intelectual criolla del período.

En sus estudios por teorizar el paradigma del mestizaje como agente del proceso civilizador y democratizador, tanto en las sociedades hispanoamericanas, caribeñas, como en las europeas, se pretende definir un camino específicamente “cubano” para acceder al ideal criollo de sociedad moderna, liberal y democrática. Esta consideración “racial” y de “comunidad” que establece el grupo intelectual vanguardia criollo, es equivalente al Lebensborn de la selección racial por el nacimiento mediante el cruzamiento de seres elegidos, para potenciar la raza superior.

La etno-historia en Cuba, principalmente en manos del etnólogo Fernando Ortiz, observó interpretaciones muy peculiares del nacionalismo, que influyeron en nuestras ciencias sociales, en parte porque su discurso legitimó las categorías provenientes del coloniaje esclavista, y que manejaría la política oficial: blancos, negros y mulatos. En Ortiz se propone la fusión del proceso biológico con el cultural, al verse asimilados todos por medio del "amulatamiento". El mulato sería el heredero genético-biológico, e implicaba la asimilación; y esta “integración orgánica” tenía lugar conjuntamente con un supuesto sincretismo cultural.

De ahí resulta fácil que nuestra historia se convierte en la narración del proceso supuestamente “inexorable” (rebatido por Rómulo Lachatañeré, Walterio Carbonell y Carlos Moore) de la transformación de la población de origen africana, en mulatos portadores de una cultura nacional uniforme, versión que no sólo tergiversa la realidad, sino que niega protagonismo a los diversos actores sociales; los negros que no se “amulatan” se convierten entonces en masas sociales marginales ajenos a la vida nacional, que necesitan la acción "integradora" de las instituciones del Estado. Pero en la práctica no resultaba fácil saber quiénes son los blancos, los negros y los mulatos; y es porque en un contexto parecen ser tales y en otros casos no lo son, o se consideran lo otro, o la localidad los define de manera diferente. Para sus ideólogos, la supuesta “nación cubana” era propiamente blanca, esto es, los negros no eran considerados ciudadanos que pudieran representarla, salvo en los deportes; de ahí que un conjunto danzario integrado por blancos, interpretando bailes europeos (el ballet de Alicia Alonso) ostente el título de “nacional”, mientras el constituido por negros y mulatos, que representa los bailes de origen africano, sea calificado de “folclórico”.

La nación cubana parcial creada por los iberos, ha intentado totalizarse en la Isla “mejorando” a la población por el efecto blanqueador del mestizaje, sobre la cual le resulta fácil a este criollo-hispano mantener su incuestionable hegemonía. Aunque el mulato, por lo general, actúa como agente popular de los proyectos de la élite, su marginación no sólo pone en evidencia la matriz racista de la ideología del mestizaje, sino la falacia de tal paradigma como instrumento nivelador e igualador de la sociedad.

Esta fórmula miscegenadora, “blanqueadora” y supuestamente niveladora, ha sido recetada para “la masa”, y no para su propia creolité, que se ha comportado como celosa guardiana tanto de su estirpe hispánica y de sus privilegios, como de su monopolio del poder dentro de la sociedad. El negro o mulato cubano sólo tiene como asidero al archipiélago, mientras el blanco cubano en su mayoría, tiene siempre una segunda opción de nación en España. No asombra entonces que el actual Jefe de Estado, Raúl Castro, en visita a España proclamase que es 75% español. Y es esta definición de nación, sutil y silenciosamente racista respecto al poder, que el blanco “cubano”, nostálgico español, no ubica al mulato como una alternativa a los demás grupos raciales, como una estrategia de coexistencia armónica, sino como un componente más de la cartografía étnica del país. Para el criollo blanco, si bien el mulato no es un ideal es el mal menor, por su sumisión a la “inteligencia, creatividad y superioridad de la raza hegemónica”. Por ello, no pierde ocasión, en la literatura, los medios audio-visuales, y en la calle, para resaltar tal “superioridad” por sobre las demás, simples “instrumentos” de los designios de la inteligencia criolla.

Además de presentar una imagen “blanca” isleña ante la mirada euro-americana, ello se justifica en la historia (escrita por blancos de primera o segunda generación ibérica, nacidos en el Occidente de la Isla), en la literatura (donde es la Cecilia del blancohispano Villaverde y no la Sofia del afrohispano Morúa Delgado la obra cumbre del siglo XIX), , en los estudios sociales y la organización del Estado, a partir de la hegemonía de su componente blanco-ibérico como un orden al que la historia y composición racial de la Isla los tenía prácticamente destinados. Esta fórmula atraviesa la reflexión de los intelectuales sobre la nación, quienes proyectan al contexto europeo su teorización del paradigma del mestizaje, como un intento encubierto, y por tal cuestionable, de proporcionar a una sociedad multi-étnica un anclaje a partir del cual legitimar a los criollos blancos en el poder.

Sin embargo, el mestizaje ha sido incapaz de resolver el conflicto racial y social legado por el proceso de colonización y esclavitud, en el cual entraron en contacto diversos elementos sociales: españoles, aborígenes, africanos, mulatos, chinos y demás mezclas. Cuba es el escenario de dos mundos (afro-descendientes e ibero-descendientes), que han permanecido “añadidos”, pero aún no “amalgamados”, por lo cual conviven conflictivamente, como si la esclavitud y el colonialismo no hubiesen concluido. El hecho de que la heterogeneidad racial de la sociedad cubana sea una de las tembladeras del pensamiento criollo, por ser generadora de ambigüedades, tensiones y contradicciones producto de la visión jerárquica supremacista racial y su profundo desprecio por los afrohispanos, responde al factor de que la Isla sólo logró independencia política, y no enfrentó el proceso de descolonización.

Por eso el mestizaje no ha desplazado al blanqueamiento como el principio generador de la nación. El precario proyecto criollo de construcción de la nación, la noción de “patria” fabricada sobre los textos martianos y vigente en la actualidad, al igual que el discurso de sus contemporáneos, es un calco de los postulados de Jose Antonio Saco, por ser étnicamente excluyente y descansar en la fórmula de asimilación genética y cultural, con la que desde la racista perspectiva del pensamiento criollo republicano, se contrarrestarían las desventajas del supuesto déficit originario de la población negra y mulata, fruto del indeseado cruzamiento de razas envilecidas. Resaltar la importancia de este clima y de estas matrices intelectuales lleva a descubrir las obvias articulaciones del discurso criollo con las teorías raciales, sospechosamente similar al puesto en circulación por el conde de Gobineau, el teórico de la supremacía de la raza ária, lo que nos aproxima a los ejes que atraviesan aquel y el actual optado racismo oficial.

El ajiaco de Fernando Ortiz

El sincretismo, como paradigma de integración nacional, formulado en Casa Grande e Zenzala del brasilero Gilberto Freyre, guarda semejanza con la metáfora del ajiaco cubano de Fernando Ortiz. Pero, ambos, en el fondo se constituyeron en un arma poderosa para hacer desaparecer al negro de la escena. El sincretismo y la teoría de las relaciones armónicas no pudieron ocultar por mucho tiempo sus incongruencias, que conducían a la sustracción de las culturas y del protagonismo de los descendientes africanos. Pero lo que hizo reconsiderar en toda la América negra el concepto nación serían los temas diaspóricos pan-africanos y transnacionales del Caribe, con la idea de una federación del Caribe de Antonio Maceo, con el garveyismo y con la negritud de Aimé Césaire y León Damas.

La contraparte ha sido el drama continental que José Vasconcelos ubica como un duelo entre las culturas sajona y latina, y atribuye el colosal desarrollo norteamericano a que en la sangre no tienen los instintos contradictorios de la mezcla de razas disímiles. Para ello considera necesario que el español de la América se sienta tan español como los hijos de España, para que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos.

La defensa de la ilustración cultural ha estado inspirada y legitimada por las investigaciones antropológicas (Fernando Ortiz, Lydia Cabrera), aunque adheridos a las tesis de una “mentalidad primitiva” esencialmente distinta del espíritu occidental, lo cual diagnosticaría una inferioridad socio-cultural esencial, y de prolongación del mito de que la historia y la cultura africana y afro-americana comienzan con el arribo de los europeos y con la sociedad colonial y post-colonial (pero como colonial posteriormente) euro-blanca. Es, en suma, una etnología que no se enfrenta a la imagen negativa que el euro-cubano tiene del afrocubano.

Pese a lo exhaustivo de la documentación etnográfica y etnológica de Lydia Cabrera, y de la antropología mitológica de Ortiz, la legitimación cultural afrocubana no se halla en sus obras. Lydia Cabrera contribuye con una etnología comprometida con el mito en la cual el objeto de estudio está lejos del racionalismo y el positivismo productos de la razón francesa. La prensa acogió los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera como un compendio que había sido elevado a la categoría de literatura por la brillantez de la etnóloga.

Por su parte, la antropología de Ortiz se inspira en las tradiciones de las culturas africanas en la Isla, asumiendo los prejuicios de su época, promoviendo como solución la asimilación de las mismas para lograr el acceso al “progreso” europeo. Tanto Lydia como Ortiz coinciden en la articulación creativa de una antropología (con apariencias de arqueología) que logra un dispositivo poético de mito e historia, pero no los fundamentos de una comunidad religiosa, social y económica con derecho a la equidad. Es una investigación romántica de vocación de revelación y leyenda; una repetición del trabajo que los etnólogos europeos (Maurice Delafosse) realizaron con las culturas africanas y que permitió el montaje del colonialismo.

Las raíces históricas de la conquista y de la colonia se consolidan en un ideal de “progreso” y en su creencia en la superioridad de la raza blanca, sustentó y fomentó la xenofobia. Sería Fernando Ortiz quien establecería este paradigma desfigurado por el cual se describiría antropológicamente la identidad cubana y se consolidaría el oficialismo racista. Para Ortíz, Cuba era más española que España y como lombrosiano primero, espiritista y positivista después propugnaba una cultura nacional basada en la hibridación; no hay que olvidar que de 1926 al 1947 fue presidente de la Institución Hispano-cubana de Cultura. Las formas culturales de la mulatez, propugnada por Ortiz, hallaron expresión en la poesía de Nicolás Guillén, Emilio Ballagas y de Zacarías Tallet, en la narrativa de Alejo Carpentier y en alguno de los miembros del grupo minorista. Por eso es falso que en Cuba existiese un movimiento literario de la “negritud” como en el resto de las Antillas.

Fernando Ortiz creía en la inevitabilidad del modelo anglosajón, por eso proponía la eliminación de las manifestaciones de la cultura africana que él mismo había estereotipado, llevando la identidad cultural nacional al término de “mulata”, pero con la intención de des-africanización. En las ideas de Ortiz, la influencia decisiva que recibe del etnólogo racista brasileño Raymundo Nina Rodrigues, lo lleva a elucubrar una teoría de nación en la cual las razas se hallan en planos culturales desiguales, y por tanto, la de los negros no podría adaptarse a los cánones ético-civiles europeos.

La "mala vida" que presenta constantemente como innato del negro la remite a su "primitividad psíquica". Pero Ortiz no se detenía en la desigualdad racial cubana, sino en cómo lograr el "progreso" en Cuba, con el arrastre de una población africana que tendía al "retroceso" espiritual. Era, además, su creencia y práctica provenientes del espiritismo del francés Allan Kardec lo que le hizo abrazar tal teoría evolucionista del alma, ante el "obstáculo a la civilización "que provenía, principalmente de la población de color [...] por ser la expresión más bárbara del sentimiento religioso desprovisto del elemento moral".

De ahí que Ortiz fuese un convencido del determinismo biológico, como demuestra su tendencia de adscribir identidad racial a las formas culturales en base a su origen africano o español, a partir de un prisma antropológico que parte de la definición bio-racial de los grupos humanos. Ilustra el siguiente párrafo: “El negro puede ser bello para el negro, como lo es un gato para otro, pero no es bello en el sentido absoluto; porque sus rasgos bastos y sus labios gruesos acusan la materialidad de los instintos; pueden muy bien expresar pasiones violentas; pero no podrían acomodarse a los matices delicados del sentimiento y a las modulaciones de un Espíritu distinguido”.

Ortiz era un fanático de la armonización de lo material y lo espiritual propugnado por Kardec, para el cual las diferencias raciales establecían una correlación entre la belleza corporal y la escala evolutiva de los espíritus. La estética racial "ortiziana" situaba al negro en un lugar próximo al de los animales. Así, propondría la liquidación institucional de "la brujería" aplicando leyes rigurosas con fuertes condenas penales, junto a estudios científicos, para lograr una campaña pública de inspección y registro­ de las casas de tales brujos: "La campaña contra la brujería debe tener dos objetivos, uno inmediato: la destrucción de los focos infectivos; mediato el otro: la desinfección del ambiente, para impedir que se mantenga y se reproduzca el mal".

En su análisis del "brujo afro-cubano", Ortiz recurría a los paradigmas criminológicos en boga, echando manos a lo que el italiano Cesare Lombroso llamaba "delincuente nato" a partir de herencias congénitas que explicaban los atrasos morales y la delincuencia. El brujo nato de Ortiz surge no por atavismo, como un salto atrás ante el progreso de la especie que obliga a adaptarse a un nuevo medio social; este brujo nato de Ortiz ha sido transportado del África a Cuba, abandonando un medio social primitivo salvaje de los primeros escalones de la evolución de su psiquis. Si seguimos el hilo del pensamiento "ortiziano", lo que llega a Cuba, en la trata, entonces es un delincuente primitivo, el cual debería agradecerla a la esclavitud haber entrado en el mundo moderno. El brujo y sus adeptos son en Cuba inmorales y delincuentes porque no han progresado; son salvajes traídos a un país civilizado.

En Ortiz es evidente su esfuerzo implícito por sentar los módulos fundacionales de la nación cubana; pero Ortiz no pasa de ser un cronista para el cual lo afro-cubano es sólo un objeto de estudio, por eso su contrapunteo "criolliza" al supremacista ibérico, le abre el camino a la mulatez, y destierra al negro a los meandros de la nacionalidad. Se intenta con ello una fórmula unificadora, a través de la desaparición de las etnias, mediante su mezcla. Una teoría alternativa a las racialistas decimonónicas. El rescate de lo “afro-cubano” se hace en un marco que enfatiza el proceso del mestizaje, es decir, la disolución de sus rasgos particulares. En Ortiz se trata de las culturas autóctonas y su fusión con la del colonizador; pese a su transculturación, el blanqueamiento físico no se lograría con la mulatización.

El nervio flaco de todo su estudio consiste en su inconcebible desconocimiento de las dinámicas culturas y sociales del África, de sus civilizaciones; sobre todo por ser un momento de gran auge en los estudios africanistas en París y Londres, omisión que lo lleva a cometer desaciertos conceptuales y confusiones, al utilizar reelaboraciones de segunda mano y referentes tendenciosos como los de Leo Frobenius y Maurice Delafosse, notorios africanistas de la belle epoque. Ortiz jamás fue al África, ni ello le interesó; muestra un ridículo conocimiento de la civilización bantú, de la islamización de los estados sudaneses, del papel de los Hausá en todo el oeste africano, de los imperios Kanem-Bornú, Ashanti y Yoruba, de la guerra santa del místico y filósofo de la tribu fulani Usmán dan Fodio, etcétera, elementos imprescindibles para entender no sólo las etapas de la trata o la afro-cubanía, sino incluso su debatida "trans-culturación".

Ortiz estaba errado al asumir que la literatura escrita no había desempeñado un papel en las tradiciones Afro-cubanas, como se demuestra en las Libretas de Santería, una forma verbal de la cultura Afrocubana plena de mitos, fábulas, procedimientos rituales, en los sistemas de adivinación, etcétera. De aceptarse la noción de Ortiz habría que descalificar todo el aporte de la Mitología Griega, de la mitología islandesa del Edda, de la finlandesa del Kalevala, de los Veda hindúes, del Chu-King chino y del Nihongi japonés ¿y qué haríamos entonces con el Cuauhtitlan y con el Codex Chimalpopoca?

Es asombroso que se recuerde a Ortiz como el padre de la “trans-culturación”, y no como el primero en el planeta en aplicar las teorías lombrosianas a los negros y mulatos. Lejos de ser sólo el pionero en los estudios antropológicos del africano en Cuba, hay que considerar a Ortiz el más peligroso de los teóricos racistas de los que aparecieron en los inicios del siglo XX cubano, al estructurar los paradigmas que legitimarían el racismo y el derecho natural de los blancos a ostentar el poder hegemónico por encima del negro, el cual estaba obligado a aceptar la subalternidad.

No hay que olvidar que entre 1902 y 1905, Ortiz fue discípulo de los criminalistas Césare Lombroso y Enrico Ferri, y que luego cursó estudios de Derecho Penal con el profesor González Lanuza, uno de los representantes de la supremacía racial blanca y del positivismo criminológico. En una carta de 1924 al autor cubano José María Chacón y Calvo vemos la fluctuación entre la fascinación y el rechazo, al agradecerle a éste la publicación de la segunda edición de La filosofía penal. Que ayudaría a la élite euro-blanca a desarrollar una teoría supremacista de la élite en el poder.

La posibilidad del progreso del negro mediante la purificación espiritual en un medio moderno, resultó el paradigma atractivo de Ortiz, el cual en obras como el Proyecto de Código Criminal Cubano, formulaba cómo llevar a cabo las campañas de "saneamiento racial" en la nación cubana. Mucho se ha escrito acerca de la "transformación" de Ortiz desde su inicial texto sobre los negros brujos; sin embargo, la esencia de sus creencias en la desigualdad y la inferioridad del negro jamás variaron. Este connotado racista, en su discurso "La decadencia cubana", veinte años después de haber publicado los negros brujos, echa manos de todas las fobias de aquella obra, para profetizar el desastre y el retorno de la barbarie a Cuba, y explicar como los diferentes males que comprometían y abrumaban la vida de la comunidad nacional, se debían a la presencia del negro.

Hernández Busto ha calificado la impronta de Ortiz de la siguiente manera: “La herencia de Ortiz, como la de Ramiro Guerra, ha terminado convertida en una sociología ingenua, salpicada de cifras con las que (aún hoy) se intenta ocultar el meollo de la cuestión racial en Cuba. La culpa, claro está, no la tienen Ortiz ni Guerra, verdaderos maîtres à penser de su generación, sino las circunstancias en que son leídos: el imperativo de silencio, el oscuro secretillo cubano al que la Revolución de 1959 regaló un pálido traje de fantasma tercermundista. Frantz Fanon, Léopold Sédar Senghor, René Depestre y muchos otros oficiaron en este ritual caribeño. Pero, como ya sabían Ortiz y Guerra, en Cuba el tema de la raza no se reduce a una identidad caribeña o africana. Habría que revisar ese supuesto (como ha hecho, por ejemplo, Derek Walcott) más allá de la sobada metáfora del "ajiaco" y del uso de la calculadora socialista para el censo de archivo.

Así, el cubano “blanco” en todo el siglo XX subordinó su yo real a uno ficticio, añorando lo que hubiera deseado ser; pero, en peligrosa nostalgia puesto que termina siempre organizando su vida política y social sobre una mentira de sí mismo, sobre una realidad ilusoria que, al ostentar el poder político y del discurso, le lleva al rechazo de la realidad compartida con el “otro”, que supuestamente es lo que se opone a su mundo de modelos inalcanzables. Los políticos blancos republicanos, por su parte, nunca entendieron que su Cuba excluía a los negros y mulatos; y nuestros historiadores blancos narrarían una lucha independentista de manera fragmentaria. Asimismo, la actal corte ibero-cubana ha querido construir un destino utópico eurasiático en un país multi-racial caribeño. Por eso también, el exilio cubano evoca una Cuba que nunca fue y por eso deniega a la actual de mayoría afro-descendiente.

La apuesta que el criollo se ve obligado a hacer por la fórmula miscegenadora, con vistas a legitimarse en el poder, a pesar de su ambigua actitud ante el mulato, surge en Cuba, en momentos que el resto de “Hispanoamérica” debate precisamente la “hispanidad” y busca recetas para certificar la hegemonía blanco-criolla, pre-determinada por una “ley etnológica” supuestamente demostrada en Europa. Pese a ser esta América, la más mestiza de las sociedades que habitan el planeta, ha luchado por crear una democracia que se preserve de la “promiscuidad etnológica”.

Lo que se busca es re-pensar y re-ubicar tanto la interpretación racial que, en nuestro caso, se enmascara siempre bajo los lemas de la cubanía y del nacionalismo, las más notorias contradicciones y paradojas que en ella se hacen evidentes, con respecto a las múltiples influencias que actúan sobre dicha interpretación.

Al fin y al cabo, sorprende el número de ocasiones en que este obvio principio metodológico utilizado constantemente para definir a la nación, reformula las ideas de Gobineau, al estar determinadas tanto por las tradiciones socio-culturales y discursivas del criollo blanco hegemónico, como por las relaciones que impone el nuevo contexto en el cual se inserta: ya sea democracia, dictadura, socialismo o comunismo.

El fantasma de una “nación negra”, de otro Haití, resquebraja los sueños de “armonía en la diversidad” que se cifra en el proyecto miscegenador que resuelva “el defecto etnológico de la esclavitud”, haciendo entrar en pugna, por un lado, las siempre aspiraciones (que considera un derecho natural) hegemónicas de los blancos criollos, y por otro lado, el pesimismo y desconfianza negra-mulata sobre la heterogeneidad racial; de ahí lo inefectivo de las conceptualizaciones genéricas de “igualdad”, “socialismo”, “democracia”, “derechos humanos”.

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