lunes, abril 13, 2009

El estado islámico ¿concebido por Alá?/ Juan Benemelis-Think Tank


El estado islámico ¿concebido por Alá?
Juan Benemelis/ Cubanálisis-El Think-Tank

¿Es el mundo árabe-islámico un bloque político y social monolítico (La Liga Árabe) donde se funden un Estado de corte “moderno” como el tunecino y otro medieval a lo Qatar?

El mundo árabe se halla en un callejón sin salida, en una vasta crisis debido al fiasco del Estado para establecer un cuadro jurídico autónomo, para concentrar la autoridad diseminada en las diferentes castas y clanes tribales, su incapacidad de amoldarse a los transformaciones políticas, económicas y socio-culturales, de crear un sentido de colectividad nacional por encima de las diferentes interpretaciones del Islam..

Tanto Josef Stalin como Mao Zedong desmantelaron viejas culturas hidráulicas asiáticas en sus entornos, pero aún con toda la brutalidad de sus procedimientos los resultados fueron, en ambos casos, dos despotismo de modelo hidráulico, faraónicos en su aplicación del terror y en el énfasis en sus monumentales proyectos públicos de construcción con mano de obra esclava o prisionera. El tinte moderno era sólo por el propósito de implantar la industrialización en gran escala. El comunismo con Stalin y Mao no sólo patentizó ser un fracaso en el siglo XX al no poder superar al carácter despótico en las culturas de linaje directo con las sociedades hidráulicas antiguas, sino que probó de paso lo errado del análisis de Marx sobre el estatismo socialista como destino final de las civilizaciones ribereñas del Medio y Lejano Oriente.

La naturaleza puramente “hidráulica” de la sociedad egipcia se intensificó comparada con su antigüedad. Egipto es aún una civilización ribereña donde las carreteras, los ferrocarriles y las vías telefónicas corren a lo largo del Nilo; donde el 95% de su población vive en este corredor ribereño de 600 millas de largo y diez millas de ancho, calificada por el escritor griego Nikos Kazantzakis como un multicolor hormiguero humano.

Egipto era demasiado antiguo para variar drásticamente, y ello se constató durante el nasserismo, esa versión faraónica del realismo socialista bajo Gamal Abdul Nasser, el cual emprendería la edificación de la colosal represa de Asuán. El Estado egipcio fundado por el nasserismo, con su millón de burócratas resultó ser un monolito calcificado, acostumbrado a ejecutar las órdenes del faraón (Nasser, Anuar El-Sadat, Hosni Mubarak).

En 1936, Taha Husein, el decano de la literatura árabe y pionero de la ilustración y el modernismo en esa región, se planteaba esta pregunta: "¿La mentalidad egipcia, en los planos de la imaginación, de la percepción del entendimiento y del juicio, es oriental o europea? En términos precisos: ¿es más fácil, para la mentalidad egipcia, comprender a un chino o a un japonés que a un francés o a un inglés?

Las posibilidades de que el Estado egipcio controle su medio ambiente sin profundizar su despotismo son dudosas. Las limitantes geo-económicas egipcias (sobrepoblación, menos agua y tierra agrícola, envenenamiento ambiental) inducen regímenes pretorianos y sociedades de conflictos internos crónicos. Con una práctica milenaria despótica y de pobreza, y en tal entorno, la democracia sólo puede traer el caos ¿De qué manera los déspotas cairotas pueden imponer su responsabilidad territorial sobre Libia, evitar la disolución del Sudán (norte islámico y sur cristiano) y obtener la parte del león de las aguas del Nilo?

Los fundadores de la dinastía otomana, por ejemplo, implantaron su autoridad por la fuerza, pero nunca pudieron aplacar el sur de Palestina y el desierto del Neguev (Israel y la Cisjordania) poblados por belicosas tribus beduinas que constantemente se trucidaban unas a otras. Fue sólo a fines del siglo XIX, con el gobernador otomano Rustum Pashá, que se logró pacificar la región.

Constitución histórica y accidental de los estados

Por lo demás, el verdadero problema que se esboza aquí, y que debe plantearse a los investigadores, no es de tipo historicista, orientado a saber si detrás de los actuales Estados hay fuerzas locales, lo que es evidente tanto hoy como ayer. Se trata, más bien, de saber si después de su constitución histórica y accidental desde el punto de vista histórico, el mantenimiento en vida de esos Estados islámicos seria posible sin el apoyo y la protección exteriores; ya que ése es el único criterio válido para saber si su objetividad se justifica desde el punto de vista de la exigencia de la civilización, y, por tanto, de la larga duración. En el caso de una respuesta negativa, esa existencia sólo seria el reflejo del papel que les han asignado los otros Estados soberanos en el juego de las potencias, es decir, el de simples piezas de una geoestrategia global y no como fuente de una soberanía propia.

En otras palabras, muchos de los estados del Medio Oriente –Egipto la excepción- no deben su existencia a sus propios pueblos, o a un desarrollo orgánico a partir de una memoria histórica, étnica, cultural o lingüística, y no emergieron a partir de un contrato social entre gobernantes y gobernados. Sus estructuras y fronteras fueron diseñadas a la usanza europea por la pluma imperial de Inglaterra, Francia o Italia, a partir de los despojos del imperio otomano, para servir a sus políticas exteriores, a la transportación, el comercio, las comunicaciones y las necesidades energéticas. Esta es la razón para entender las movidas del otrora Irak de Saddam Hussein contra el Irán de los ayatolá y contra Kuwait, la de dibujar un nuevo mapa político, nuevos países que reemplacen a los creados por el acuerdo anglo-francés Sykes-Picot de 1916, que desmembró al imperio otomano.

Un teórico como el marroquí Abdullah Laruí apunta que es un Estado fundamentado en una utopía, ora religiosa o nacionalista, la cual bloquea la incorporación de valores como la libertad individual. Pero no puede aceptarse la aserción de que la dictadura sea fruto de la ambivalencia entre la tradición ideológico-religiosa y el laicismo moderno sin considerar un elemento más decisivo: la tradición sultánica. La sociedad tradicional musulmana no fue desechada sino que subsistió en el califato.

El actual Estado árabe está tironeado entre dos tipos de Estado: el sultánico-mameluco y el burocrático racional; al mismo tiempo, se manifiesta a través de estos dos tipos. La causa de esta tirantez es el foso que separa a la política y a la sociedad civil, al poder político y a la influencia (la potencia) material y moral efectiva en la sociedad, al Estado y al individuo; foso que es el legado del antiguo Estado sultánico, reforzado por la administración colonial extranjera.

El dilema egipcio

Los egipcios, aspirantes eternos a la dirección del mundo islámico, se hallan ante el dilema de convertirse en un Estado moderno con lo esencial de la herencia islámica, pero en la actualidad los fundamentalistas los empujan a escoger entre ambos. Pero el mundo moderno sólo es posible de conseguir sacudiéndose la religión de los faldones estatales. Por eso, los actuales sistemas estatales, con sus nervios políticos en Damasco, Bagdad y El Cairo, sólo resultan una reproducción de los viejos califatos medievales, basados respectivamente en tales urbes, con una red de ciudades-estados ligadas por rutas comerciales.

Lo represivo no es residuo del despotismo tradicional, este Estado absolutista y dictatorial moderno es la culminación de un largo proceso histórico como entidad misionera. Es inconsistente el criterio que estos Estados autoritarios deban su origen al decaimiento del Imperio Otomano y a la impronta colonial europea. Asimismo, no fue el manido subdesarrollo tercermundista lo que petrificó el tribalismo en la Península Árabe, sino un hecho contemporáneo como la producción petrolera. Este Estado es dependiente de los focos tribales o confesionales de lealtad y, por tanto, es débil tanto moral como materialmente. De ahí que su destino depende de la autoridad política de los clanes, de los efectos políticos y culturales de su pasado.

Lo grave fue que el vacío creado por la desaparición del colonialismo se encaró con un nacionalismo mal adecuado y endeble sin una conciencia colectiva ni un objetivo común, factores que socavaron su autoridad. Sólo el hecho de los encontronazos entre los nuevos Estados y las antiguas metrópolis, ansiosas de mantener sus preeminencias políticas y económicas, legitimó por un tiempo las nuevas estructuras de “nación” ante las fuerzas tradicionales autóctonas.

El colapso con la globalización

Una comunidad árabe sin orientación histórica, con Estados denigrados, rechaza la creación del Estado israelí, lo que provoca toda una inestabilidad estructural en la región; cediendo a la presión de las nuevas élites. Al regir la vida económica y la sociedad, cada turbulencia intestina pone de inmediato en crisis a esta estructura y su ineptitud para refrendar sus nuevas funciones. En un medio social heterogéneo, ante la presión internacional, y carentes de una plataforma de soberanía, tales Estados se hundieron en conflictos de poder, ya fuesen internos (como en el Yemen) o regionales (como Marruecos).

Este colapso de la institución central y nacional se debe también a la globalización y al socavamiento de las solidaridades pre-nacionales. Pero no falta quien vea en la intervención foránea la impotencia del centralismo estatal, la pérdida de la identidad, como Tarik el-Bekri: "¿Qué somos? ¿Egipcios? ¿Árabes? ¿Musulmanes? La imposibilidad de dilucidarlo no ha dejado de repercutir sobre el curso de la vida intelectual y cultural a lo largo de los últimos cincuenta años, se han sucedido tres regímenes, tres sistemas económicos, cada uno de los cuales se presentó como la negación del que le había precedido. El resultado fue una movilidad social extremadamente rápida y contrastada, que impidió que cristalizaran los equilibrios que habrían proporcionado al Estado unas bases estables a un plazo relativamente largo, y que le habrían permitido dotarse de un proyecto y del personal necesario para realizarlo.

Las aplastantes victorias militares israelíes por sobre los árabes en la Guerra de los Seis Días, 1967, y la del Yom Kippur, 1973, produjeron la ruptura entre el Estado nacional y las masas populares, desplomaron las ideologías nacionalistas y socialistas y abatieron las élites gubernamentales y opositoras que terminaron en la corrupción y la degeneración. Al verse identificado en lo adelante con lo extranjero, la transferencia del poder estará relacionada con la represión.

Si bien durante el período del auge nacionalista, el Estado territorial monopolizaba a nombre de diversos sectores sociales, siempre fue considerado como un administrador provisional, una fórmula intermedia para lograr nuevamente el califato árabe. El desbanque del nacionalismo si bien desvalorizaría al Estado tercermundista no modificaría su estructura absolutista del poder, y quedaría como un coto privado, un sector especulativo, sede de componendas particulares que harían capital traficando ilegalidades o armamentos.

Esta inexistencia de alternativa política lleva al menoscabo de toda forma de adherencia nacional y explica el fin de los golpes de Estado. Por eso, la ruptura entre el Estado y sociedad de creyentes islámicos al final de cuentas resulta una identificación entre poseedores y dominados. De ahí la mancomunidad entre los militares, los jeques y príncipes rentistas con una heteróclita clase media inculta constituidos en Estados a horcajadas sobre el grueso de las reservas mundiales de petróleo.

El Estado fetiche

El Estado fetichizado como un dios no será una entidad política histórica viable al verse secuestrado por las solidaridades clánicas. El grupo clánico que detentaría los resortes del poder lo utilizarían para someter el conjunto de la sociedad En el caso de Arabia Saudita, Jordania, Omán, Qatar, Bahrein, Kuwait, se reiteran las adherencias tribales como resguardo de la unidad y de la continuidad estatal; la monarquía marroquí, desligada de la plataforma tribal, descansa en su masa crítica tecnocrática, y las llamadas repúblicas nacionalistas (Egipto, Siria, Irak, Libia, Argelia, Túnez, Yemen, Sudán, Líbano, Mauritania, Somalia) se hallan bajo el control monopartidista.

Con la llegada del poder estatal, la mayoría de las tribus nómadas se transfiguraron en las nuevas élites dominantes. Fue esta lucha por el mando la que suscitó las diferentes tendencias teológicas, que más tarde adoptaron la forma de las sectas de hoy en día. La primera razón por la cual abundan tales conflictos de corte tribal es porque numerosos pueblos de esta región -excluyendo a los judíos de Israel, los kurdos y los persas-, aún no han roto plenamente con sus identidades primordiales, pese a que habiten en lo que huecamente pueden reconocerse como naciones-estados modernas. Estas recién creadas entidades en muchos sentidos aún son abstracciones, y por eso sus regentes prescriben con serenidad la matanza de pueblos residentes dentro de sus fronteras, por la sencilla razón de no considerarlos partes de su comunidad, sino adeptos de una tribu foránea.

Los clanes, sectas, vecindades, ciudades, y regiones en pugnas perpetuas no encuentran una fórmula para balancear su intimidad y cohesión tribal-grupal, dentro de los marcos y requerimientos de un Estado-nación que requiere actuar con estatutos neutrales y valores que necesitan ser acatados por todos. Los clanes –estilo mafia- ayudados por la tecnología y el Estado moderno estilo europeo, siguen ejerciendo un control central brutal.

Como secuela de que los arquetipos tribales comandan acentuadamente las lealtades e identidades individuales y las actitudes políticas, los pueblos del Medio Oriente raramente han creado de motus propio estados-naciones para guiarse y afrontar sus enemigos. Como bien apuntaría el historiador armenio, Gerard Chaliand en su libro Revolution in the Third World, la lucha de liberación en el tercer mundo sólo procreó regímenes autócratas de burocracias corruptas y cuerpos represivos.

Pero el tribalismo y el autoritarismo por sí solos no dilucidan los vastos y complejos acontecimientos políticos del Medio Oriente. Hay un tercer dispositivo dinámico en juego, que fue la importación en el siglo XX del Estado-nación por los colonialistas europeos; un inesperado concepto en una zona de larga raigambre dinástica autoritaria. Países y naciones existían, con sus nombres, pero no se percibían como aleaciones políticas definidas capaces de aglutinar alianzas en el sentido occidental. Los imperios islámicos eran colectividades políticas erigidas sobre la filiación religiosa y la adhesión clánica, tribal o regional.

El Estado confesional

Lo que sobrevino en el siglo XX al crearse tales naciones-estados, fue en cada caso el ascenso al gobierno de un grupo particular tribal o étnico que buscó propagar su predominio por sobre los otros. Estos Estados asimismo serán “confesionales” en cierto sentido, al estar integrados por minorías y por una secta dominante que denegará cualquier diversidad étnica. Así, la tribu Saudita en Arabia Saudita emergió como dominante y su rey se abrogó el título de “custodio de los dos sagrarios” para asignar autoridad musulmana a su gobierno. Ello permitió a estas familias o grupos específicos dominar inicialmente sus sociedades y construir las burocracias gubernamentales con los solidarios de sus tribus o clanes.

Los modelos de Estado-nación en el Medio Oriente no tenían precedente en su mundo antiguo o medieval; se crearon sin prestar atención a las continuidades tribales, étnicas, religiosas o lingüísticas, como una disparatada aglomeración con sólo una bandera en común. Por eso, la lealtad clánica, o la fe islámica serían más sólidos que al Estado, el cual fracasaría en resolver esta dicotomía. Por eso nunca se creó e imposible pueda instaurarse una singular y unificada comunidad islámica, y una sola nación árabe, incluso en el caso hipotético de que las sectas purificadoras depongan en el futuro a los cuasi seculares gobiernos del Medio Oriente.

El problema, en realidad, no consiste en negar la existencia o la persistencia de estructuras de tipo pre-nacional en las dos mitades árabes, pues es evidente que tanto el espíritu tribal, como el confesionalismo o el regionalismo aún son muy fuertes en algunos casos. Y ambos explican, en gran medida, la continuidad de los Estados existentes. Pero al contrario de la posición extranacional, sólo pueden ser comprendidas en el marco general del análisis histórico y político del Estado moderno.

El problema de las fronteras es otro tema de incomprensión entre la cultura islámica y el Occidente. En el Medio Oriente el Estado fue un mecanismo impuesto por los europeos que ahora permite a una tribu dominar a otra en un grado anteriormente imposible. Para un occidental, el Estado coincide con la nación, no así para un islámico, para quien los estados son creaciones artificiales, como el Kuwait, Jordania, Líbano, Irak. Esto se agudiza al no ajustarse los límites de los estados vigentes con las áreas culturales de viejas civilizaciones, marcando las deficiencias de las naciones creadas por las metrópolis europeas, y la ilusoria semblanza de que una vez disueltos los lazos coloniales se resolverían automáticamente las dificultades más acuciantes de sus arcaicas sociedades.

En los años 1920, los bordes fronterizos del Medio Oriente fueron trazados una noche, a lápiz en un mapamundi, por el Alto Comisionado británico Sir Percy Cox totalmente ebrio, en una tienda en el desierto arábigo, tras meses de negociaciones infructuosas. Sus fronteras consistieron en polígonos perfectos, con ángulos rectos que contrastaron violentamente con la caótica realidad del terreno. Como resultado, tales estados han sido grandes lonjas donde ha sido ensartada una miscelánea de comunidades étnicas y religiosas, cada una con su memoria histórica y sus reglas de juego específicas. La actual Siria, Líbano, Irak, Palestina, Jordania y los múltiples estados petroleros del Golfo fueron trazados en este proceso, e incluso los nombres en casi todo el Medio Oriente.

La otra razón hondamente enraizada en la tradición política del Medio Oriente, y notable desde Marruecos a Paquistán, es el autoritarismo: la concentración de poder en un simple individuo o un grupo clánico, libre de cualquier restricción constitucional. No existe allí un mecanismo explícito y formal de transferencia del poder, ni incluso en las erróneamente llamadas monarquías. El gobernante autoritario usual se asume o se hereda por medio de la espada, a la cual se espera que sus súbditos, cortesano o pueblo, se sometan.

En casi todos estos países la burocracia se ha concertado para solidificar las frágiles naciones-estados. La búsqueda de cierto grado de legitimidad estatal ha envuelto iniciativas que pese a ser defectivas en su mayoría han beneficiado a la generalidad. Es por ello que la renuencia hacia este nuevo envoltorio estatal en el fondo entraña un rechazo a la modernidad –como el fundamentalismo islámico- y la afirmación de la república secular, y es por eso que autócratas como Muamar Gadafi o los Asad sirios gozan de vasto apoyo popular.

La teocracia o cualquiera de las formas de gobierno “concebidas por Ala” y propuesta por los extremistas islámicos no funciona en el mundo moderno, pues su estructura, reglas y parámetros no pueden ser cuestionadas ni razonadas. Ya los intentos aislacionistas religiosos -tipo Irán, Yemen o Arabia Saudita- no son permisibles para construir una nación pura como lo eran Francia o Alemania. Quiéralo o no ella es parte de un universo dinámico donde ninguna cultura, por muy conservadora, puede detener los cambios, ni aislarse al impacto de la tecnología en los valores humanos, a no ser que la sociedad musulmana quiera permanecer como una isla prístina de observación de fe sin importar lo que ocurra en el mar que la rodea.

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