El tiempo de los inocentes en las cárceles lo tejen los dictadores que destejen el suyo con la ilusión de hacerse eternos. Una hora en un calabozo por el delito de pensar es un siglo. Los jueces, controlados por los totalitarios, no aprenden nunca a leer la esfera de los relojes, porque trabajan para hacer inmortales a hombres que tienen marcada la fecha de su muerte.
Por eso, porque las fechas son en esos casos parte de la línea continua y estable que trazan las dictaduras para controlar las viditas de sus víctimas, no debo empeñarme en recordar que hoy, hace cinco años, comenzó en Cuba la Primavera Negra.
Se organizarán de todas formas ceremonias dentro del país y en el exilio para señalar que ha pasado un lustro y siguen en el encierro y el sufrimiento 55 hombres inocentes; pero el hombre, el ser humano que está detrás de las rejas sin almanaque, no notará nada especial. Nada que no sea el peso de otro día y otra noche, en un territorio que en presidio casi se puede tocar: el de la muerte.
En estos días, mientras escuchaba aquí en Madrid los relatos que traen de las prisiones los presos políticos desterrados Pedro Pablo Álvarez, José Ramón Castillo, Alejandro González Raga y Omar Pernet, uno puede comprender que la cárcel diversifica el sufrimiento, lo hace infinito, le pone bordes y sustancia, en situaciones y episodios en sitios donde la imaginación no había llegado.
Tanto Álvarez como González Raga perdieron a sus madres mientras cumplían condena. Ellos hablan de un dolor añadido, de una dimensión inédita del padecimiento, porque aunque les permitan estar unas horas en las cercanías de la familia, nadie puede aliviar la soledad de un preso, de un hombre esposado y vigilado por guardias hasta en esos momentos.
Las largas batallas de Herrera Acosta
Entonces, sin la intención de dramatizar ni de lastimar heridas, ellos y otros amigos del exilio hemos tenido que convenir que, para cumplir con los caprichos de las fechas y el tiempo real, no el de los prisioneros, debíamos tener especialmente en cuenta en estos días de marzo al periodista Juan Carlos Herrera Acosta, preso en la cárcel provincial de Holguín.
Herrera, de 41 años, corresponsal de la Agencia de Prensa Libre Oriental (APLO), que cumple una sanción de 20 años de cárcel, acaba de asistir a la muerte, en un accidente de tráfico, de su única hija, una niña de 14 años: Liannet Herrera.
Las largas batallas de Herrera Acosta durante su encierro arbitrario han tenido siempre repercusión en la prensa. Incluyen huelgas de hambre en la famosa cárcel camagüeyana de Kilo 8, protestas junto a otros reclusos para que se mejore la asistencia médica y la alimentación.
Ha estado muy enfermo, ha recibido maltratos y humillaciones y, en diciembre de 2006, decidió coserse la boca con alambre para protestar por la política hostil seguida contra él por los oficiales de la Seguridad del Estado y los militares de la prisión.
Herrera Acosta sufre ahora mismo problemas de presión arterial, vitíligo, gastritis crónica, bloqueo cardíaco y una enfermedad no determinada del sistema óseo. Con todo eso vive Herrera Acosta en su celda.
Han pasado cinco años desde que él fue a parar a la cárcel, pero ya está dicho: el tiempo allá adentro es infinito y los sufrimientos tienen otras intensidades.
En este retrato en primer plano del periodista, pueden verse también rasgos de los otros 54 cubanos que entran ahora en ese lustro de tortura diaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario