Epilogo del libro de Carlos Alberto Montaner, "Viaje al corazon de Cuba" [1999]
El dolor sobre la nuca fue intenso y breve. Fidel Castro perdió el conocimiento y cayó de
bruces sobre su mesa de trabajo. Lo encontró Chomy Miyar, su ayudante, a quien su
adiestramiento como médico no le dejó espacio a la ilusión: el Comandante se moría.
Algo perfectamente predecible tras las dos isquemias cerebrales transitorias
anteriormente padecidas, la primera de ellas en 1989. Setenta y tantos años, hipertenso,
colérico, ex fumador y arterioesclerótico: tenía que sucederle. Y así ocurrió, su corazón
se detuvo para siempre dos horas más tarde, de madrugada, pese a todos los intentos de
reanimación. Junto a él estaban su mujer Delia del Valle, tres de sus hijos, y sus
hermanos Raúl y Ramón. Raúl, el de peor fama, pero el más sentimental, lloraba. De
alguna manera, Ramón había asumido el rol paternal de hombre fuerte y sostenía al resto
de la familia. Deliberadamente no le avisaron a la hermana Agustina. No era de fiar, y
todo había que mantenerlo en el mayor de los secretos.
En un salón contiguo, muy afectados y nerviosos, seis personas hablaban en voz muy
baja: José Machado Ventura, Ricardo Alarcón, Julio Casas Regueiro, Abelardo Colomé
Ibarra, Juan Almeida y Carlos Lage. Inesperadamente llegó Eusebio Leal. Nadie pudo
adivinar quién le había avisado, pero tampoco nadie tuvo la descortesía de preguntarle.
Cualquier observador inteligente hubiera percibido que no encajaba en el grupo. Era un
outsider. Alarcón fue el más frío al saludarlo; Lage, el más educado y amable, pero
siempre desde su desvitalizada corrección. Leal llevaba su segundo apellido, Spengler,
con un orgullo casi insolente. Era demasiado aristocrático, demasiado afectado. Se le
veía a la legua que su vinculación con la Revolución era el producto de una festinada
cabriola del destino. Había sido seminarista y lo que le hubiera ido de maravilla era el
capelo cardenalicio.
Cuando Raúl se dirigió al pequeño grupo ya se había recuperado. «Fidel ha muerto»,
dijo, y enseguida añadió lo siguiente: «en marcha la Operación Alba». La Operación
Alba estaba prevista para el momento en que sucediera lo inevitable. El jefe del Estado
Mayor acuartelaría inmediatamente a todas las tropas del ejército y las colocaría en
alerta máxima, listas para cualquier eventualidad. Oficialmente se decía que era una
medida previsoria ante un artero ataque yanqui, pero la verdad profunda era otra:
impedir cualquier aventura de posibles oficiales desafectos no localizados por la
contrainteligencia. El general Colomé Ibarra, Ministro del Interior, movilizaría a todas
las fuerzas policiacas y parapoliciacas, con especial énfasis en los batallones
antimotines, pero sin excluir a los Comités de Defensa de la Revolución. Una dotación
de diez mil agentes saldría esa madrugada a detener preventivamente a los disidentes,
reforzar las embajadas extranjeras y custodiar las estaciones de radio, televisión y los
aeropuertos civiles. El doctor José Machado Ventura –el gran apparatchik–, se
encargaría de controlar al Partido Comunista, cuyos jefes provinciales tendrían que
presentarse a las siete de la mañana en la oficina del Comité Central para recibir las
instrucciones. Carlos Lage citaría al Consejo de Ministros y Juan Almeida el Consejo
de Estado. Ricardo Alarcón haría lo mismo con la Asamblea Nacional del Poder
Popular, pues a ésta le tocaría refrendar la prevista sucesión de Raúl a la jefatura del
Estado. Felipe Pérez Roque, el inexperto ministro de Relaciones Exteriores,
naturalmente, convocaría al cuerpo diplomático y se encargaría de la prensa extranjera.
Con el objeto de transmitir la impresión de calma total, se decidió que el anuncio de la
muerte de Castro lo diera primero un locutor de Radio Rebelde. A las cinco de la
madrugada comenzarían a tocar marchas militares e himnos políticos para preparar a la
población. Todas las emisoras se pondrían en cadena. A las seis de la mañana –una vez
que la Operación Alba ya hubiera sido completada– un locutor circunspecto daría la
noticia escuetamente: «en la madrugada de hoy.. etc., etc.» La noticia terminaba con el
anuncio de que Raúl Castro se dirigiría a la población a las ocho en punto. Se
suspendían las clases y se declaraban treinta días de duelo nacional. Los tres primeros
incluían el cierre de los centros de trabajo para que el pueblo pudiera llorar su pena y
acudir a los funerales.
En efecto, a las ocho en punto, en la oficina del Consejo de Estado, en presencia de sus
treinta miembros –que la cámara hábilmente se encargó de recoger– Raúl Castro, con
voz entrecortada, leyó dos cuartillas en las que precisaba tres cosas fundamentales:
primero, Fidel, el padre de la patria, el maestro, el líder inigualable, había muerto como
consecuencia de un devastador episodio cerebral; segundo, los mecanismos sucesorios
habían funcionado con arreglo a la ley y todo estaba bajo el más absoluto control; y
tercero, la Revolución continuaría su inquebrantable rumbo socialista, ahora más que
nunca, pues se trataba de un compromiso de honor con el héroe desaparecido. Tras su
intervención se anunció que los funerales se llevarían a cabo 48 horas más tarde en la
Plaza de la Revolución, donde se crearía un mausoleo, muy cerca de la estatua de José
Martí.
La reacción de los cubanos reflejada por la televisión se movía entre la histeria y el
estupor. Llantos, gritos, contorsiones. Algunos grupos de la Juventud Comunista
gritaban «Fidel, seguro, a los yanquis dales duro», como si quisieran revivirlo con la
consigna. Los opositores, los desafectos y los indiferentes –es decir la inmensa mayoría
del país– se recogían prudentemente en sus casas para evitar confrontaciones con los no
se sabía por qué encolerizados castristas. Lucía Newman, la corresponsal de CNN,
aunque lo intentó, no consiguió filmar ninguna opinión crítica. El representante de
Notimex, la agencia oficial de la prensa mexicana, ni se molestó en tratar de buscarla.
Lo más cercano a la desaprobación eran personas que se encogían de hombros o que
señalaban con un dedo en los labios su decisión de guardar silencio. La sensación
prevaleciente era el miedo. Un miedo atroz a lo desconocido. Era como si un
descomunal y prolongado eclipse se presentara de pronto ante un pueblo ignorante. El
sol, súbitamente, había desaparecido.
El día del funeral, cuando Raúl Castro ocupó la tribuna, la plaza ya estaba llena. Fue el
único que habló, pero todas las caras conocidas de la Revolución lo acompañaban en
primera fila. Se quería trasmitir de manera creíble una imagen de unidad. Sus emotivas
palabras, cuidadosamente escogidas, reiteraron el mensaje anterior: la sucesión era un
hecho; la Revolución continuaba; los hombres mueren, pero el Partido es inmortal.
Aceptó, sin embargo, que la situación económica del país resultaba extraordinariamente
difícil. El discurso apenas duró cuarenta y cinco minutos y fue más notable por lo que
no dijo que por lo que repitió. No hubo,, por ejemplo, desafíos a Estados Unidos ni
retos al modelo occidental. Los astutos castrólogos enseguida notaron que algo había
cambiado en el tono. Cuando se iban, en voz queda, Raúl le dio una orden a Lage:
«reúne mañana al Consejo de Estado; están ocurriendo cosas importantes». Se le veía
terriblemente preocupado.
Tras los monstruosos funerales de su hermano Fidel, Raúl Castro llegó a la reunión del
Consejo de Estado con unas enormes ojeras que esta vez no se debían a la afección
hepática que padece sino a la falta de sueño y a las inmensas tribulaciones que le
embargaban. Los yanquis no habían desembarcado en Cuba, pero sucedían cosas
igualmente graves. Por ejemplo, la Dirección General de Inteligencia ya le había
notificado que antes de las ocho horas de saberse la noticia, numerosos socios,
testaferros y apoderados de Cuba en el exterior habían comenzado a apropiarse de los
activos de la Isla situados fuera del país. Era una incontrolable piñata.
En el pasado, la revista Forbes de Estados Unidos había informado que Fidel Castro
tenía en el extranjero una fortuna calculada en mil cuatrocientos millones de dólares –lo
que le hizo exclamar a Fernando Arrabal que se trataba de otro gran triunfo de la
Revolución, pues Batista sólo pudo llevarse doscientos–, pero lo cierto es que esa
inmensa cifra estaba fragmentada en varias decenas de cuentas situadas en Panamá,
Suiza, Londres, Luxemburgo o Liechtenstein, al alcance de elementos desaprensivos
que en el momento de la muerte de Fidel, como los buitres, habían iniciado el saqueo de
la sagrada tumba sin que el Ministerio de Comercio Exterior pudiera evitarlo, pues el
propio secreto de las operaciones lo impedía. El dinero no era de Fidel. Era para usarlo
Fidel en actividades marginales de la Revolución. Forbes nunca hubiera entendido eso.
En general, se trataba de compañías que negociaban las exportaciones cubanas en el
exterior –azúcar, tabaco, ron, níquel–, pero la madeja se había ido haciendo más
compleja y ya incluía hoteles, restaurantes, instituciones que «lavaban dinero» en
complicidad con el Banco Financiero de Cuba, y hasta algún restaurante madrileño
repleto de matones.
Pero quizá lo más grave no era la evaporación de esa red exterior propiedad del
desaparecido Comandante, sino la extraña actitud asumida por los brokers ingleses,
franceses y suizos que solían adelantar divisas contra futuras entregas de azúcar.
Súbitamente todos se volvieron fríos y cautelosos, dando evasivas cuando se les
intentaba conminar a que no perdieran la confianza. En la comunidad financiera
internacional se había instalado una demoledora actitud que podía resumirse en una
palabra: expectativa. Todos estaban expectantes, paralizados, aguardando a ver qué
sucedía, y con esa actitud precipitaban a Cuba en una crisis mucho mayor de la que el
país había padecido hasta ahora. Una crisis «terminal», llegó a decir Raúl Castro
recurriendo al manoseado anglicismo.
Carlos Lage completó el desolador cuadro económico con detalles impresionantes: la
zafra, otra vez, no llegaría a los cuatro millones de toneladas de azúcar, y la capacidad
real de importación de petróleo, dadas las divisas disponibles y la total ausencia de
crédito, apenas alcanzaría para costear tres millones de toneladas, salvo que los
venezolanos quisieran extenderles una problemática línea de créditos. Esto es, la mitad
del mínimo con que el país podía funcionar. Eso quería decir un drástico recorte de la
generación de electricidad y de transporte, una caída en picado de la producción de
alimentos, y hasta la imposibilidad de mantener la infraestructura que soporta el
turismo fuera de Varadero o Cayo Coco, enclaves aislados en donde artificialmente se
podía sostener cierto nivel de confort. El único ingreso considerable eran los 800
millones de dólares que remitían los exiliados a sus familiares, pero se trataba de un
regalo envenenado que desalentaba el trabajo local, generaba inflación y destruía los
fundamentos éticos del sistema. Estaban a las puertas de una hambruna y de una
catástrofe sanitaria como las que habían ocurrido en Norcorea tras la muerte de Kim Il
Sung.
La explicación de Colomé Ibarra, ministro del interior, fue igualmente sombría. El
aumento de la delincuencia era un fenómeno de crecimiento exponencial. Si se reducía
aún más la cuota de alimentos, eran predecibles asaltos a las shopping en donde se
vende en dólares, y atracos a los desprevenidos turistas. El peligro de desórdenes
públicos y de estallidos sociales no provenía de la cantera de la oposición disidente
conocida –que estaba perfectamente controlada y penetrada por la policía política– sino
de la población más pobre y desvalida, especialmente entre la etnia negra, pues era la
que menos acceso tenía a moneda extranjera, dado el escaso número de afrocubanos
exiliados capaces de socorrer a sus familiares.
Julio Casas Regueiro, el general más cercano a Raúl Castro, comenzó por confesar que
en las Fuerzas Armadas existía un enorme malestar que, eventualmente, podía provocar
conspiraciones y deserciones. Primero, había que aceptar el hecho innegable de que el
otrora noveno ejército del mundo, triunfador en Angola y en Etiopía, hoy apenas era un
holding económico que labraba tierras, poseía hoteles medio vacíos e instituciones
financieras, y en el que los coroneles no aspiraban a la gloria de una victoria militar,
sino a conducir un taxi para turistas o a inaugurar un «paladar» en el que se pudiera
servir comida a los extranjeros. La Marina había tenido que convertirse en chatarra. La
aviación apenas contaba con treinta aviones con capacidad de volar. La artillería móvil
y los carros de combate estaban detenidos por falta de baterías y combustible. En caso
de un enfrentamiento con los norteamericanos, sólo la guerra bacteriológica podía ser
de alguna utilidad, pero la utilización de esas armas en el propio suelo tendría un efecto
terrible sobre la población cubana, y era muy dudoso, en caso de guerra, que los
aviones pudieran cruzar el Estrecho de la Florida. En resumen: las Fuerzas Armadas ya
no eran el brazo de la Revolución, sino un ineficiente conglomerado de actividades
económicas, carente de visión y ayuno de misión.
Entonces fue el turno de Eusebio Leal. Con voz temblorosa, el historiador de La
Habana se atrevió a decir lo que todos pensaban: «señores, ante una situación como la
nuestra, no es moralmente justificable imponerle al pueblo cubano más sacrificios.
¿Para qué? ¿Para estar mañana peor? Hicimos una Revolución gloriosa en el tiempo y
en el lugar equivocados. Resistimos cuarenta años. Nadie nos pudo derrotar. Pero no
debemos continuar hundiendo a nuestro país en la miseria. Cuba no puede ser la
excepción política y económica de Occidente. Y da igual si tenemos o si no tenemos
razón. Se trata de un problema de supervivencia. De la supervivencia de nuestra
población». El primero que se atrevió a aplaudir fue Alfredo Guevara. Luego siguió
Casas Regueiro. Siempre había pensado que era una estupidez aferrarse a dogmas que
la realidad desmentía constantemente. Alguna vez hasta se había atrevido a discutirlo
con su suegro, Carlos Rafael Rodríguez, y había descubierto un criterio similar. Ricardo
Alarcón sonrió levemente y se unió a las palmadas. Raúl Castro asintió con un gesto de
resignada fatiga.
Tras jurarle fidelidad eterna a la memoria de Fidel Castro, al Buró Político le tomó seis
horas formular una nueva estrategia. El camino era obvio. Había que intentar, a la
mayor brevedad, una suerte de reconciliación con Estados Unidos, pues bastaría esa
aproximación para lanzar al mundo el mensaje adecuado: en Cuba se iniciaba un
periodo de cambios reales y profundos. Simultáneamente, Estados Unidos, directa o
indirectamente, era el único poder sobre la tierra capaz de organizar una rápida
operación de salvamento. Con la buena voluntad norteamericana el petróleo saudí o
kuwaití podía llegar a tiempo, pues las reservas de crudo, incluidas las militares, apenas
cubrían cuarenta y cuatro días. Asimismo, los alimentos europeos y los bienes de
equipo japoneses sólo llegarían a la Isla si Washington los alentaba a dar ese paso.
El encargado de la misión sería Ricardo Alarcón. Era el americanólogo del grupo y
llevaba toda una vida soñando con desempeñar ese papel. Avisado Washington
mediante una discreta conversación sostenida en La Habana con la Jefa de la Oficina de
Intereses de Estados Unidos, se disfrazó el primer encuentro como una rutinaria
continuación de las habituales reuniones sobre temas migratorios que tienen lugar en la
capital norteamericana, pero para los observadores más sagaces resultó muy extraño
que la delegación estadounidense estuviera presidida por dos funcionarios con línea
directa a la Casa Blanca, caracterizados por lo que los gringos llaman no-non sense.
Gente de habla clara, al grano y con los pies en la tierra.
Alarcón comenzó por describir la pavorosa situación económica del país, para añadir de
inmediato que, de seguir así, podían producirse desórdenes y hasta otro éxodo
incontrolado de balseros. Muerto Fidel Castro, nadie tenía la autoridad en el país para
detener un fenómeno de esa naturaleza. Ése era su implícito chantaje. La proposición
resultaba obvia: el Gobierno cubano estaba dispuesto a la apertura política a cambio de
dos condiciones. La primera, que Estados Unidos se comprometiera a no intervenir
militarmente. La segunda, que se pusiera en marcha, por iniciativa y coordinación de
Washington, una «operación salvamento», más importante que la llevada a cabo en
Norcorea. En suma, y parafraseando la frase israelí («paz por territorio»), se trataba de
algo tan sencillo como «democracia por ayuda», quid pro quo del cual Estados Unidos
derivaría un indudable beneficio: tranquilidad migratoria en su volátil frontera caribeña.
La delegación norteamericana estaba preparada para la oferta. Pero era importante que
el Gobierno cubano entendiera de manera muy clara la posición de Estados Unidos: en
primer término, la Ley Helms-Burton, justa o injusta, cruel o benéfica, dejaba algún
espacio para este tipo de maniobra, mas cualquier acuerdo tenía que ceñirse al espíritu y
la letra de ese texto legal. En segundo lugar, a lo largo de casi cuarenta años la
comunidad cubana en Estados Unidos –dos millones de personas– había alcanzado un
grado de presencia en la vida política y social norteamericana que hacía impensable que
sus intereses y deseos fueran totalmente ignorados. Eso, por razones electorales, nunca
lo harían ni republicanos ni demócratas. El Gobierno cubano, como había sucedido en
los veinte países que mudaron de sistema en las últimas décadas, sencillamente, tenía
que pasar por la aduana de la oposición interna y externa. No había escapatoria.
Por otra parte, como ocurrió en la transición española, que la delegación
norteamericana conocía a fondo, tres eran las medidas previas que debía adoptar
unilateralmente el Gobierno cubano para poder iniciar el proceso de apertura: la
primera, era decretar una muy amplia amnistía para los presos de conciencia; la
segunda, permitir la libre asociación política y la emisión de la palabra escrita o
hablada; la tercera, autorizar el regreso de los exiliados políticos que desearan
incorporarse a la vida pública del país. Incluso, una cuarta podía preverse para más
adelante: un foro gobierno-oposición para discutir el destino del país al que serían
invitados doscientos líderes prominentes del mundo democrático internacional
vinculados a las grandes familias políticas de Occidente: democristianos, liberales,
socialdemócratas y conservadores. Un acto de esta naturaleza, en el que no faltarían los
más importantes políticos de Estados Unidos y América Latina, sería la prueba del
firme compromiso de las democracias con la transición cubana y un clarísimo mensaje
para la comunidad económica de los países desarrollados.
Una vez iniciado el cambio, y en vías de ejecución un plan para la reconstrucción
económica de Cuba, ya esbozado en época del presidente Clinton, Estados Unidos
pondría todo su peso tras una fórmula que reconciliara a los cubanos sin necesidad de
recurrir a venganzas o a represalias. Afortunadamente, existían los precedentes
uruguayo y argentino, en los que una «ley de punto final», refrendada por los electores
democráticamente, sirvió para pasar una página negra de la historia de esos países.
Nadie esperaba que hubiera olvido, pero sí que se produjera una suerte de perdón
colectivo, universalmente exculpatorio. La democracia era un método excelente para
curar heridas y legitimar este tipo de acciones legales. Si Raúl Castro tenía que alejarse
del poder como parte del proceso de transición, podría hacerlo con todas las garantías,
sacrificio menor, pues –al fin y al cabo– también se trataba de un hombre bastante
enfermo.
¿Significaba el cambio que la Revolución comunista desaparecería? Muy
probablemente, pero no sería por imposición de Estados Unidos sino por la voluntad del
electorado. Era lo predecible, pues Cuba ni debe ni puede escapar a su destino
occidental y latinoamericano. La Isla, como las veinticinco naciones más desarrolladas
y felices del planeta, debe organizar su vida pública de acuerdo con los principios y
métodos democráticos, y su modelo económico no debe ser otro que el de la libertad de
empresa, la propiedad privada y el mercado, como seguramente decidirían en las urnas
los propios cubanos. Sólo que dentro de ese amplio marco, como ha sucedido en los
países del Este de Europa, los viejos comunistas tendrían un ancho espacio para
continuar sus vidas con dignidad y sin peligro. Un espacio que ellos nunca les
concedieron a sus adversarios.
Finalmente, se abrieron las cárceles. Nunca es mayor la dicha –cantó el poeta– que el
día de soltar los prisioneros. En silencio, cabizbajos, cansados, cientos de miles de
cubanos regados por todos los rincones del planeta, emprendieron el viaje de regreso.
El país se fundió en un abrazo largo, silencioso y apretado. Era como volver a nacer.
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